Casi una de cada diez leyes que regulan nuestra vida fueron pensadas, escritas y aprobadas por la última dictadura cívico-militar. Son 417 sobre un total de 4449 normas vigentes que producen distorsiones permanentes y cotidianas. Dentro de la legislación que aún lleva la rúbrica de los integrantes de la Junta se encuentra el hoy debatido régimen penal de minoridad, la Ley de Entidades Financieras y la Ley para el Personal de la Policía. Son legales, pero no legítimas, y constituyen una de las grandes deudas de la democracia.

«El plan de la última dictadura militar no era hacer una intervención corta sino cambios de base, para lo cual necesitaban leyes. Porque, a menos que una ley se elimine, se anule y se proponga otra, iban a seguir funcionando», explica Emilia Simison, doctoranda en Ciencias Políticas por el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT) y autora de varios trabajos sobre el funcionamiento de la Comisión de Asesoramiento legislativo (CAL), el órgano creado por la Junta Militar para reemplazar al Congreso entre 1976 y 1983 (ver página 3). Hoy esa legislación genera numerosas distorsiones sin que nos detengamos a pensar en su origen.

El colectivo de periodistas Sin Fin y la ONG Memoria Abierta (ver aparte) sistematizaron esa información para abrir un debate sobre la necesidad de impulsar leyes democráticas para la democracia. El trabajo completo puede verse en www.leyesdeladictadura.com

Así lo plantea el exjuez de la Corte Suprema Eugenio Raúl Zaffaroni: «Tendría que ser una tarea del Congreso revisar esta legislación y ver si conviene mantenerla o sancionar leyes que las sustituyan. No se puede decir en bloque, plum desaparecen, porque hay un problema de seguridad jurídica y puede eso causar más daño que mantener la vigencia de las leyes. Pero eso no quita que las autoridades constitucionales y los representantes del pueblo se pongan a revisarlas”.

Un régimen con la firma de Videla

Cuando se desató la tormenta, Lucas Mendoza se tapó hasta la cabeza y esperó que la lluvia dejara de caer. Así estaba cuando su madre llegó a casa y se encontró con la puerta abierta. El piso mojado, el televisor estropeado. Ella estaba a punto de retarlo, cuando advirtió lo que pasaba: «¡No estaba acostumbrado a cerrar puertas!», cuenta Marta Olguín. Lucas promediaba los 30 pero había pasado más de la mitad de su vida en la cárcel. Y allí las puertas las manejan otros.

Había sido condenado a prisión perpetua por dos asesinatos cometidos cuando tenía 16. Tras un periplo por institutos de menores y cárceles de distintos puntos del país, salió por primera vez luego de que su caso –junto al de otros cinco menores– llegara a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La Corte condenó a la Argentina y la instó a sancionar un régimen de justicia penal juvenil ajustado a las convenciones internacionales sobre derechos de niñas, niños y adolescentes, disposición que el Estado aún no acató.

La Ley 22.278 permite que «al momento de dictar una sentencia a una persona que tiene entre 16 y 18 años y comete un delito, después de un año de tratamiento tutelar los jueces puedan absolverla, aplicarle la misma pena que a un adulto o bien una pena atenuada, que es la pena prevista para la tentativa del delito de que se trate», resume Claudia Cesaroni, abogada y referente del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC). «Tenía que ver con que los jóvenes adolescentes eran parte del enemigo para el terrorismo de Estado», contextualiza desempolvando la firma de Jorge Rafael Videla que aún se lee al final de la ley vigente.

Cada vez que la discusión sobre la Ley 22.278 se puso sobre la mesa, el eje del debate se ubicó en torno a la edad de imputabilidad. Tal como ocurre por estos días. Una amplia mayoría de los especialistas consultados –incluso los convocados por el gobierno– rechaza la idea de bajar la edad. Pero desde el oficialismo continúa el intento por reducirla de 16 a 14 años. Lo mismo hizo Videla a poco de tomar el poder y así lo estableció la Ley 22.278 en 1980, hasta que la modificación de mayo de 1983 –en el tramo final de la dictadura– la elevó a 16.

La «revolución» de Martínez de Hoz

En 2016 los bancos recaudaron 74.560 millones de pesos, según datos del Banco Central. La mayor parte de ese dinero se originó en la especulación financiera, con la compra de deuda del Estado, pero también provino de los hogares: créditos personales, para el consumo, tarjetas de crédito y cobro de servicios, aranceles y comisiones por cada pequeño movimiento. Casi todas maniobras posibles a partir de la sanción de la Ley 21.526 en 1977.

«Esto es un cambio de estructura de las instituciones financieras argentinas, una pequeña revolución que va mucho más lejos de lo que la gente ve. Los vamos a cambiar a todos y a cambiar la mentalidad, que es lo importante.» Así definió el entonces ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, su proyecto de ley de Entidades Financieras.
Ese año, el Banco Central contabilizaba 725 entidades financieras: un centenar de bancos privados y públicos y más de 600 entidades no bancarias. Hoy, esa cifra se redujo en un 89%: solo hay 78 entidades financieras. De estas, 63 son bancos.

«La ley de entidades desreguló el sistema financiero, abriéndolo al mundo. Esto resultó en una extranjerización no solo de la propiedad de los bancos sino, y sobre todo, de su comportamiento», asegura el economista Alan Cibils. A partir de ese momento, explica, «las ganancias de los bancos pasaron de ser producto de la intermediación financiera (tomar depósitos y otorgar créditos como en la banca tradicional), a ser producto de crédito para el consumo, aranceles y comisiones, e inversiones financieras». El proyecto original tuvo 190 reformas desde entonces, pero no sólo mantuvo el espíritu original sino que incluso se liberalizó.

Una policía de estirpe militar

A fines de 1994, Hugo Airali egresó de la Escuela Federal de Policía Ramón L. Falcón. Comenzó a trabajar en la comisaría 50 de Flores con el grado de oficial ayudante y, a diferencia de lo que le habían enseñado, se encontró con los delitos más graves adentro del establecimiento.

Se negó a participar del sistema de recaudación ilegal proveniente del juego y la prostitución, de las detenciones arbitrarias y del armado de procedimientos fraguados. El comisario Norberto Antonio Vilela comenzó entonces una persecución disciplinaria que incluyó 43 días de arresto y amenazas. Airali llevó la denuncia a la Justicia ordinaria, pero la institución no se lo perdonó.
Primero fue pasado a disponibilidad y luego se lo dejó cesante. Para la fuerza, Airali había incumplido el artículo 343 del decreto reglamentario de la Ley para el Personal de la Policía, que obliga al oficial a formular su denuncia «al superior de quien dependa». Quien debía recibir la denuncia era quien estaba cometiendo el ilícito.

Airali quedó fuera de la Policía, Vilela fue ascendido y la denuncia en la Justicia civil no avanzó. Este ejemplo muestra la dificultad de combatir la corrupción estructural al interior de la Policía. Los motivos pueden buscarse en el hecho de que las leyes medulares que regulan su funcionamiento fueron sancionadas por dictaduras militares. La ley Orgánica para la Policía es, en los hechos, el decreto 333 de 1958 y lleva la firma de Pedro Eugenio Aramburu. La Ley Para el Personal de la Policía (21.965) está rubricada por Videla en 1979.

La vigencia de la ley Orgánica permite, entre otras cosas, que la Policía pueda detener por averiguación de identidad. A pesar del fallo de la Corte IDH en el caso Bulacio (el fan de los Redondos apresado mediante ese recurso y asesinado por la policía), que obligó a modificar la legislación para evitar detenciones arbitrarias, todavía hay jueces que las avalan citando la norma de 1958. Así lo hizo en enero de 2016 el Tribunal Supremo de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires.


La Ley para el Personal de la Policía, a su vez, define que al convertirse en agentes de la fuerza se adquiere un estado policial, distinto del civil, que no se pierde con el retiro ni estando de franco. También establece como derecho la portación de arma y como deber «reprimir las infracciones». Eso hace que muchos policías intervengan en distintas situaciones cuando no están trabajando. Según datos del CELS, en siete de cada diez muertes con intervención policial producidas en 2015 estuvo involucrado un agente de franco.

Todo Golpe deja secuelas

Los aquí mencionados son apenas algunos ejemplos de las distorsiones que generan las 417 leyes y acuerdos de la última dictadura aún vigentes. Pero éstos a su vez son sólo la punta de un iceberg que revela una sociedad encorsetada por normas heredadas de gobiernos dictatoriales.

Si analizamos todo el digesto jurídico vigente, encontraremos 998 leyes que fueron promovidas por distintos gobiernos de facto. Es decir que casi una de cada cuatro leyes actuales no tiene un origen democrático. «

Muchas normas y distorsiones

Entre las 417 leyes de la última dictadura también se encuentra la Ley de Inversiones Extranjeras (21.382), que otorgó beneficios a las empresas foráneas al equipararlas con las de capital nacional y sin la obligación de reinvertir en el país. El actual Código Aduanero también fue sancionado en 1981, y la ley que regula las expropiaciones (21.499) fue sancionada cuatro años antes.

La Iglesia fue objeto de una serie de leyes que aún la benefician. La 21.950 estableció en 1979 que los arzobispos y obispos cobren un sueldo mensual equivalente al 80% del sueldo de un juez nacional de primera instancia, que hoy es de 77 mil pesos. Les otorgó, además, una jubilación mínima vitalicia a los sacerdotes a partir de los cinco años de ejercicio, aunque no tengan aportes previsionales (Ley 22.430) y financia con una beca de un sueldo mensual a cada uno de los 1600 alumnos del Seminario (Ley 22.950).

Para ver los efectos presentes, también puede citarse la Ley 22.243, que permite al Ejecutivo vender propiedades del Estado sin aval del Congreso. Fue citada en los decretos 952 y 1173 de Macri para vender 18 predios el año pasado.