Algunas escenas de la infancia quedan grabadas en la memoria para siempre. En mi caso, el saludo de despedida del jardín de infantes fue una de ellas. La maestra nos hacía formar un círculo y nos indicaba que sacáramos un hilo y una aguja imaginarios, enhebráramos la aguja y nos cosiéramos la boca. A continuación, debíamos colocarnos unas botas de goma también imaginarias de las que, en un gesto de pedagógica ternura, se nos permitía elegir el color. La boca cosida y las botas de goma eran la garantía de que nos retiraríamos de la escuela en el más absoluto silencio.

Aunque consideradas desde hoy ambas metáforas resultan horrorosas, en aquella época no inquietaban a ningún adulto. Los colegios no eran mixtos y en la primaria existía una asignatura que se llamaba Labores y que consistía básicamente en que las niñas bordáramos silenciosamente con punto yerba o aprendiéramos a hacer, también en silencio, el punto vainilla sobre una tela blanca que tenía el nombre del dictador cubano derrocado por Fidel Castro: se llamaba batista.

La metáfora horrorosa fue un acto de iniciación en el silencio femenino, una dictadura que nos llevó una vida reconocer como tal.

Por aquel entonces se fabricaban unas muñecas que tenían casi nuestro tamaño infantil y eran toda una muestra de realismo. Si las tomábamos de la mano eran capaces de dar unos pasos a nuestro lado, tenían unos inexpresivos ojos que se cerraban al acostarlas y se abrían al levantarlas, con pestañas tan tupidas como tiesas. Su pelo era de una artificialidad triste, pero nos permitía peinarlas. Jugar con ellas significaba, entre otras cosas, vestirlas con los vestidos que íbamos desechando a medida que crecíamos y hasta ponerles nuestros viejos zapatos y nuestras viejas bombachas.

Pero aquel esmerado realismo tenía un límite preciso: entre sus piernas había un ostensible silencio de sexo. Y ese silencio, como el de la escuela, era aleccionador. Sin palabras nos decía que de eso no se habla. Cómo no recibir claramente ese mensaje, si aquellas muñecas estaban hechas a nuestra imagen y semejanza. Nuestra anatomía tenía partes innombrables. Más tarde aprendí que también sobre la fisiología femenina existía una condena al silencio.

Tan oscuro e innombrable era nuestro cuerpo que a la función corporal más específicamente femenina sólo podía aludirse con eufemismos. Estábamos con «el asunto», decíamos «me vino» sin aclarar qué o jocosamente le anunciábamos a una amiga que había llegado Andrés (el que viene una vez por mes).

También la publicidad silenció el nombre verdadero y optó por la utilización de un eufemismo. En vez de vender toallitas higiénicas para la menstruación prefirió vender toallas higiénicas para «esos días en que todo molesta y fastidia». Y no conforme con silenciar la palabra, también distorsionó la imagen, que es otra forma de silenciamiento. Como si creyeran que todas las mujeres pertenecemos a la aristocracia o descendemos de Pitufos, los publicistas siempre mostraron que tenemos sangre azul.

Hubo que empoderarse y salir a la calle a defender el derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo para que, por primera vez, pudiera demostrarse en un aviso televisivo el poder de absorción de una toallita higiénica cargada con sangre roja. Hace de esto sólo unas dos o tres semanas.

Claro que la alusión a «esos días en que todo molesta y fastidia» no era inocente. Un sentido común impuesto socialmente desde la infancia indica que las mujeres somos molestas y fastidiosas, es decir locas por naturaleza. La locura es inherente a la fisiología femenina misma: si contestamos mal, levantamos la voz o pretendemos ejercer nuestro derecho a reclamar es porque «nos vino», entramos a la menopausia o nos sentimos sexualmente insatisfechas, nunca porque posiblemente tengamos razón.

Ya no nos mandan a la hoguera acusadas de brujas (aunque algunos hombres aludan a su mujer como «la jabru») tal como sucedía en la Edad Media cuando perder sangre a intervalos regulares suponía tener tratos con el diablo. En cambio, al tildarnos de locas, proceden como en la Edad Media, ya que en ese momento histórico, tal como lo señala Michel Foucault, ser loco significaba tener un discurso inválido que no podía tenerse en cuenta para nada, especialmente para dar testimonio.

Locas fueron consideradas las Madres de Plaza de Mayo, mujeres que se atrevieron a romper el silencio en plena dictadura. Locas son las que se atreven a reclamar la legalización del aborto. Locas son las que pretenden recibir un salario igual al del hombre cuando cumplen la misma tarea que él. Locas son las que defienden su derecho a tener protagonismo social. Locas son las que se atreven a denunciar una violación.

Desobedecer el mandato de guardar silencio es, además de un acto de valentía, el resultado de una larga lucha de las mujeres. Los acontecimientos de estos días nos demuestran que ninguna mujer, no importa si es actriz o no, debería salir de una escena que la lastima y la denigra haciendo mutis por el foro. «