Hoy se cumplen diez años de la muerte de Fernando Gabriel González Peña Mendizábal, más conocido por el público argentino como Fernando Peña. Hijo de Pepe Peña –el periodista deportivo que junto a Dante Panzeri generó grandes polémicas futbolísticas durante los años 60– y de María José Malena Mendizábal -actriz e hija de la legendaria Gloria Bayardo-, se puede arriesgar que Peña fue el último gran exponente que dieron los medios de comunicación que primaron durante el siglo XX. Su estilo mordaz, tan elitista en el uso de la chabacanería como brutal con quienes consideraba pacatos, tuvo en la verba de su padre y en la progenie de su abuela (música y actriz protagónica en la Edad de Oro del cine argentino) sus principales fuentes.

Fue criado en el entonces rico barrio de Carrasco, Montevideo, casi exclusivamente por su madre -y durante su enfermedad, por su abuela Gloria-, quien se separó de su padre durante la misma luna de miel al descubrir que su flamante marido la engañaba, según contó el mismo Peña en su autobiografía. Pepe iba los fines de semana a visitarlo a la ciudad en la que Fernando asistía al British School para conseguir una educación bilingüe, privilegio que por entonces era para bien pocos. Según el mismo texto, Fernando devoraba los libros que le regalaba su padre y jugaba con los aviones en miniatura que le traía.

Una vez en Buenos Aires, comienza a estudiar en el Saint Andrew’s School, y al finalizar viaja a Miami para hacerse piloto de aviación, aunque al poco tiempo se da cuenta de que lo que quería era volar, estar en la tripulación, pero no comandar la nave. En Estados Unidos, según cuenta, empieza a tener sus primeras “locuras” amorosas y sexuales, que van desde parejas estables al sexo por plata en Nueva York. Años locos que le darían experiencia y mucha letra para crear los 21 personajes (que denominaba criaturas) que hicieron entretener, reír y reflexionar tal vez a millones de jóvenes que dejaban de creer en catarata en los valores sobresalientes del siglo que terminaba.

En el medio, se convirtió en tripulante de vuelos comerciales. Y en 1994, en una anécdota mil veces dicha, el gran Lalo Mir lo descubre en un vuelo a Chile: viajando en clase business se da cuenta de que la graciosa tripulante cubana Milagros López en verdad es un tipo de más de 1,80 metros, que al ser descubierto se le sienta al lado y le pide por favor que no lo revele porque pierde su trabajo. Mir le propone grabarlo o sacarlo al aire en su programa de radio. El fenómeno se desata.

Y el público empezaba a conocer a Milagros Dolores Guadalupe López, Celestino -su marido-, Bubba, Cristina Patricia Megahertz -La Mega-, Delia Dora Fernández de Fernández, Ricardo Alfredo Ñuñoa Cruz -Dick Alfredo-, Elisa Rufino, Jhonatan Bermudez, Juan Carlos -presentador locutor-, María Elena Rinaldi, Mario Modesto Sabino, Martín Revoira Lynch III, Monseñor Lago, Osvaldo Jeringa, Pepe -el sepulturero-, Rafael Orestes Porelorti, Roberto María Flores, Rubén Ramón Sixto Alegre -Palito-, Sánchez El Linyera.

Por 15 años Peña se convierte en el gay que quería ser llamado puto, el tipo que se ponía un revólver en la boca con Mirtha Legrand -a quien le exigió una mesa para él solo, redonda y pequeña-, el que hace exorbitar a Luis D’Elía, el que saca a la luz detalles del mundo cheto -como decirle cuarto a la habitación, o hablar de colorado y no de rojo-, el que ridiculiza a los convencionales y hace felices a los que desean ser irreverentes pero por las circunstancias de la vida -que van de no haber nacido en cuna rica a una formación común, sin olvidar el talento que esas circunstancias ayudan a generar- no pudieron serlo. Menos odiado que amado o alabado, Peña se convierte en el objeto del deseo -y en el deseo en sí- de una generación que ve cómo el país que habita se dirige al abismo y no sabe qué hacer para evitarlo, o cómo poder zafar individualmente. 

En 2000 contrae HIV y su vida ya no tiene freno. A diferencia de otros, Peña prefiere pisar el acelerador a fondo y pensar que es mejor morir joven y de una manera más o menos elegida que viejo y a duras penas. En el transcurso de esa aceleración se le manifiesta el cáncer de hígado que finalmente le produce la muerte. Sin embargo, hizo lo posible, médicamente hablando, para que esas dificultades no lo llevaran a un deterioro físico que le impidiera seguir con su programa de radio y sus presentaciones teatrales.

Muchos hoy lo extrañan. Su talento fue representativo de un tiempo que dio “genios” en distintas artes y expresiones, estilos y performances que generaban, casi, aclamación al unísono. Acaso lo que haya cambiado sea la época más que el talento. Por eso no hay músicos, actrices, cineastas, pintores, bailarines, artistas y comunicadores de todo tipo -ni géneros musicales o estilos- que unifiquen gustos y criterios como, precisamente, lo hacían los medios que por alcance y formato resultaban de difusión más masiva: la radio y la televisión. Hoy manda la dispersión, y una pelea prácticamente inútil por concitar, en exclusiva, la atención del público. Peña habría encontrado su lugar en el mundo, seguramente. Pero probablemente el mundo no le habría respondido como el que lo hizo posible le respondió.