En las últimas semanas, la «reforma cultural» que se propone el gobierno exhibió su rostro más brutal. Envalentonado por el triunfo electoral, Cambiemos se alejó más de su promesa de «reconciliar a los argentinos» y potenció la demonización de sus opositores, a quienes acusó de conformar una insólita confabulación «anarcotroskokirchnerista» con intenciones destituyentes.

Aunque pretendió presentarse como víctima, el oficialismo es protagonista y responsable –institucional y directo– de la tormenta social que el lunes se desató en el perímetro del Congreso. La tele y los trolls ligados al gobierno viralizaron las imágenes de manifestantes atacando a los uniformados. En efecto, eso ocurrió: un porcentaje menor de las decenas de miles de personas que marcharon para repudiar la poda en los ingresos de 17 millones de vulnerables atacaron con injustificada violencia a los efectivos de la Policía de la Ciudad, que respondió con ferocidad.

Las estremecedoras escenas gestaron una remake patética de la Teoría de los Dos Demonios: en esta versión se igualó a un activista que disparó una bengala –una acción reprochable– con policías que dispararon gases y proyectiles a mansalva. A tres décadas de democracia, ¿es necesario explicar la diferencia entre activistas que arrojan pirotecnia y policías que abusan del poder y las armas que les provee el Estado?

Por lo que se vio esta semana, todavía es necesario.

La táctica policial en el operativo del lunes fue distinta a la del jueves anterior. En la primera se practicó la «represión preventiva», mientras que en la segunda los efectivos se dejaron cascotear cerca de una hora antes de reprimir, justificados por las espeluznantes imágenes que los exhibían como víctimas.

La diferencia entre una y otra táctica se verificó en el saldo de heridos policiales (ocho en la primera, más de 80 en la segunda), pero no modificó la situación de los reprimidos: en ambos casos se superó el centenar de heridos y detenidos al voleo, una práctica ilícita que se hizo habitual.

Hasta ahora, las detenciones arbitrarias habían encontrado un límite en los tribunales. Hace 15 días, por caso, la Sala II de la Cámara Federal revocó los procesamientos de una veintena de personas detenidas durante la represión en la marcha que conmemoró el primer mes de la desaparición de Santiago Maldonado, el 1 de septiembre pasado.

En el fallo, los camaristas reprendieron al juez, al fiscal y a las fuerzas de seguridad por sostener las imputaciones con acusaciones genéricas, sin aportar pruebas sobre el supuesto accionar de los imputados. El jueves, sin embargo, el servicial fiscal de Cámara Germán Moldes apeló el fallo con argumentos afines a la estrategia oficial.

«No encuentro grandes diferencias entre esas horas infaustas de esta última semana y los hechos del 1 de septiembre que aquí analizamos salvo, quizás, que los delincuentes han progresado en organización, táctica y armamento», escribió Moldes, en línea con las expresiones de los voceros cambiemistas más pendencieros y provocadores, como los diputados Fernando Iglesias y Eduardo Amadeo, quienes hablaron incluso de un «golpe».

Hasta ahí, típicos excesos verbales del debate político. Pero la retórica inflamada traspasa los límites cuando el derecho a la protesta y la libre expresión se ponen a tiro de escopetas y tribunales sensibles a los deseos del poder.
Las opiniones de Moldes fueron avaladas por Macri, con estremecedora frivolidad: «El que tira una piedra está dispuesto a matar», afirmó el primer mandatario. Se desconoce si alguno de los periodistas presentes en el brindis le hizo notar la gravedad de esa sentencia.

A tono con las declaraciones presidenciales, en el Congreso ya preparan una ley que limite la excarcelación de manifestantes. Y hay jueces y fiscales dispuestos a aplicar la Ley Antiterrorista y la figura penal de sedición, que prevé entre uno y seis años de cárcel. Criminalización de la protesta pura y dura, sazonada con amenazas de persecución a los organismos de Derechos Humanos proferidas por la comisionada de salvación pública, Elisa Carrió.
Republicanísimo todo.
Total normalidad.