Dylan Reales tiene 14 años, es jugador de golf y la suma de sus días es una montaña rusa de contrastes. Del ruido constante de su barrio –la 31–, descansa en el silencio profundo de un campo de golf. De la intensidad de colores mezclados pasa al verde geométrico –casi hipnótico– de un césped perfecto. De las escaleras caracol y los pasillos angostos viaja a la enormidad de recorrer 18 hoyos y respirar aire fresco. El colectivo de la línea 91 lo lleva y lo trae uniendo sus dos mundos. Dylan sonríe grande.

Una mesa de madera de la vecina, que hoy vende sopa de fideos, sirve para apoyar sus trofeos y evita que su abuelo los acomode en el piso. Un libro de Roberto de Vicenzo baja metido en el bolso y a Dylan le recuerda cuando fue a la casa del Maestro. «Barbería y peluquería, Reales barbers», se lee en un cartel amarillo debajo de su casa, donde trabaja el marido de su tía. Él es el mayor de cinco hermanos.

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«Una vuelta, haciendo zapping me encontré con el canal The Golf Channel. Dejé un rato y vi algo totalmente distinto a lo que veía en la villa. Ahí empecé a decir que quería jugar al golf», recuerda. Dylan tenía solo 8 años y lo primero que hizo fue contárselo a su abuelo. «Es un deporte caro, pero voy a ayudarte», le prometió. Cumplirlo no fue fácil. Lo primero que hizo el abuelo fue agregarle un pedazo de madera a un palo de escoba roto y Dylan empezó a practicar con lo que había en el barrio. Hasta que una tarde, volviendo de hacer un flete por Tigre, leyeron un cartel en el Club de Golf de Palermo que decía «Prácticas gratis para menores de 12 años».

«Fui a anotarme –cuenta Dylan–. E íbamos bien hasta que le dije a la secretaria dónde vivía: ahí me dijo que se habían cerrado los cupos. Eso fue algo doloroso que me marcó. Me fui llorando. Estaba muy ilusionado y fue como darme un golpe contra la pared. Pero seguí yendo con mi abuelo a ver las clases desde afuera hasta que un día el profesor Daniel Ocampo se me acercó y le conté que había tenido un inconveniente. Él me dijo que me iba a dar clases gratis. Así arranqué». En su primer torneo, con 8 años y dos meses de prácticas, se coronó campeón entre 200 chicos en el torneo Clausura en Palermo. Y si bien no hay una explicación científica para el talento, no había dudas del suyo.

«Algunos jugadores profesionales me dijeron que me comprarían el swing, me lo halagaron mucho pero por lo natural», dice y se ríe, orgulloso de su movimiento. Pero el camino no fue fácil: «Al principio, cuando empecé a ir a los torneos, me sentía apartado, era el chico que se sentaba solo en la punta del bar para comerse una barrita de cereal, para lo único que me alcanzaba. Todos los chicos salían a practicar juntos o se hablaban y a mí algunos ni me saludaban».

A los 10 años su historia –y sus resultados– hicieron que Dylan tuviera exposición en la televisión. Se sentó en la mesa de Mirtha Legrand, estuvo con Verónica Lozano y Leo Montero en las mañanas de Telefe y hasta fue invitado por Eduardo Feinmann. Pero el raid mediático sólo le dejó promesas. «Me llegó ayuda pero en cosas chiquitas», cuenta. «La verdad es que ayuda en serio –como la que necesitaba y necesito– no se da». Uno de los pocos que sí le dieron una mano fue Claudio «Bichi» Borghi, que lo vio jugando en Palermo y le regaló un bolso con palos cuando se enteró de que se los habían robado.

Pero hace tres años que Dylan no tiene entrenador sino que mira videos para aprender; además, su familia no puede pagarle las inscripciones ni los viajes para ir a competir. Tampoco cuenta con algún apoyo económico para su desarrollo, ni sponsor que le brinde los materiales. Hoy su rutina –su realidad– implica mucho más que lo que hace cualquier adolescente de su edad. Vuelve del colegio y se ocupa de sus hermanos. «Los cuido, les cocino, limpio la casa… eso a veces me complica para ir a practicar porque mi papá trabaja y mi mamá tiene que estar con mi hermano menor, de un año, porque tuvo una enfermedad en la médula ósea y ahora está con anemia. Mi mamá se interna con él los lunes y vuelve a casa el miércoles porque le hacen transfusiones –relata–. Mi hermanito vuelve y tiene todas las venas reventadas». En ese contexto, él trata de hacer más: una vez al mes les da clases de golf a los chicos del barrio y además, como aprendió a cortar el pelo, sale a la calle con una maquinita y una silla para atender a quien le pida.

«El golf me enseñó valores, respeto, a relacionarme con la gente. Siempre pienso que al no tener recursos, el esfuerzo es el doble. Pero si uno tiene la pasión y el amor por lo que hace, va para adelante y algún día –dice y vuelve a sonreír–, la oportunidad va a llegar». «