Los santos populares son el lado «B» de nuestra cultura religiosa. Dentro de la metáfora maestra de nuestra cultura nacional, suelen figurar del lado de la barbarie, en contra de la civilización. Por ello son invisibilizados, despreciados o valorados según las posiciones no sólo religiosas sino también políticas de los distintos actores sociales. Algunos curas católicos los reivindican como parte de la cultura legítima del «pueblo», otros los combaten, quizás los más los toleran con intenciones de disciplinarlos e integrarlos de alguna manera dentro de las creencias más ortodoxamente católicas. Los pastores evangélicos los combaten y los sacerdotes afroumbandistas los aprecian, mientras no sean asimilados a sus propias entidades espirituales. Los periodistas los (re)descubren, con sorpresa, en cada nota que escriben al respecto y los intelectuales y artistas usualmente los ignoran –no pertenecen a su bagaje social– pero cada tanto alguno los descubre y los celebra –en cuentos, novelas, obras de arte, documentales o películas–.

El gran mérito del Gauchito Gil es el de haber trascendido esta invisibilización y desprecio, haciéndose ver a lo largo y ancho de nuestro territorio nacional. A diferencia de la Difunta Correa, salió de las rutas para instalarse en los barrios –generalmente, pero no sólo– del Conurbano bonaerense. Las banderas rojas que pueblan los altares son indisimulables y su imagen, cada vez más familiar, es difícil que no remita, por un lado, a nuestro gaucho matrero arquetípico, el Martín Fierro, y por otro, con la cruz roja  que lleva detrás, al Salvador martirizado que cada domingo propone la Iglesia Católica. Quizás en estas resonancias culturales resida su amplia aceptación social.

Aunque el santuario de Mercedes, Corrientes, sigue siendo la meca a la cual sus «promeseros» deberán peregrinar al menos alguna vez en su vida, los grandes santuarios públicos del Conurbano (en Alejandro Korn, San Vicente, Montegrande, Bernal, Florencio Varela, Ingeniero Budge, pero también cerca del Cementerio de la Chacarita) constituyen espacios igualmente sagrados, de mayor o menor extensión, donde rezar, dejar cigarrillos y botellas de vino tinto, escuchar chamamés y bailarlos en honor al santo. También, claro, para encontrarse con otros devotos, e intercambiar historias milagrosas del «Amigo que nunca te abandona». «