Un acto iniciático cargado de futuro. Fue el 7 de diciembre de 2010 cuando el entonces alcalde porteño Mauricio Macri ordenó la expulsión policial de unas 350 familias que habían ocupado un sector del Parque Indoamericano. En esas circunstancias, su ministro de Espacio Público, Diego Santilli, quien estaba en la retaguardia de los acontecimientos, expresó: «Es un operativo prolijo, con algún problemita, claro, pero sin incidentes graves».

En aquel preciso instante los noticieros comenzaban a informar el saldo de la faena: dos muertos y decenas de heridos, entre ellos un bebé.

Casi nueve años más tarde, con Macri ya en su agonía presidencial, ese mismo sujeto –ahora vicejefe de la Ciudad y ministro de Seguridad– secundaba con fines de campaña a Horacio Rodríguez Larreta en una recorrida por un centro de salud en La Paternal. Y con una ancha sonrisa, sus palabras fueron: «Queremos seguir mejorando la seguridad para cuidar más a los vecinos».

Hablaba como si viviera en un mundo paralelo. Días antes un policía de la mazorca que dirige mató a un peatón con una patada en el pecho y los guardias de un supermercado asesinaron a puñetazos a un jubilado que hurtó una botella de aceite, un trozo de queso y dos chocolatines.

Las imágenes del crimen cometido por el subinspector Esteban Ramírez no tardaron en viralizarse. Ahí se ve con nitidez que la víctima, Jorge Gómez, caminaba pacíficamente antes de toparse con su matador. Santilli, imbuido en sus aspiraciones electorales, encomendó las explicaciones al secretario de Seguridad, Marcelo D’Alessandro. Y este echó mano a su sapiencia técnica: «Es el protocolo; el policía mantuvo la distancia con la pierna para así evitar que el sospechoso genere algún daño con un arma blanca».

A su vez, Patricia Bullrich se inmiscuyó en la cuestión sin traicionar su estilo discursivo: «El policía estaba defendiendo a los ciudadanos de alguien que obstruía el tránsito con actitud amenazante». Así describió la presencia de la víctima durante el alba de una jornada no laborable en una calle desierta del barrio de San Cristóbal. Y su remate fue: «Tuvo mala suerte».

En cambio, lo sucedido con Vicente Ferrer, de 68 años –en manos del vigilador de la sucursal del supermercado Coto en San Telmo, Ramón Serafín Chávez, y del empleado Alejandro de la Rosa–, no mereció ninguna lectura oficial. Y por una razón de peso: «Fue un incidente entre privados», tal como sostuvo un vocero del Ministerio de Seguridad.

Claro que si la muerte de Gómez fue fruto un homicidio de Estado, la de Ferrer bien se podría caratular de «justicia empresarial por mano propia». Pero en ambos casos hay un lazo en común: el beneplácito del régimen macrista por las ejecuciones extrajudiciales, ya sea por obra de policías o civiles. Algo que el gobierno de la alianza Cambiemos supo alentar hasta límites obscenos, naturalizando este tipo de crímenes entre la «parte sana» de la población.

Lo prueba la candidatura a concejal en el partido de Zárate del carnicero Daniel Oyarzún. El único mérito político del tipo fue su contribución metodológica a los «ajusticiamientos ciudadanos». Una innovación que bien podría denominarse «embestida vehicular seguida de linchamiento».

Cabe destacar que para cumplir con aquella última fase, tras perseguir y atropellar con su auto a un ladronzuelo en fuga, su labor se vio favorecida por la súbita complicidad de un número impreciso de vecinos que descargaron una lluvia de golpes sobre la víctima cuando, aprisionado entre un poste de luz y la trompa del vehículo, agonizaba con el cuerpo roto por dentro.

Era la mañana del el 13 de septiembre de 2016. Horas después recibió la bendición presidencial. «No hay riesgo de fuga –opinó Macri–, porque Daniel es un ciudadano querido por la comunidad. Y debería estar con su familia».

Durante el juicio –efectuado en 2018– hubo una escena digna de evocación: al concluir su alegato, el defensor hizo un travelling sobre los integrantes del jurado (12 ciudadanos comunes de ambos sexos, elegidos al azar), antes de advertir: «Jamás se olviden de que Oyarzún es uno de ustedes».

El carnicero fue absuelto.

Ahora, en su condición de candidato, discurseó: «Estoy muy orgulloso de trabajar por los derechos de las víctimas, yo fui víctima».

Lo cierto es que entre su hazaña y la pena capital corporativa por hurto en un supermercado hay sólo unos centímetros.

Conviene recordar que en mayo de 2017 fue descubierto en la sucursal Caballito de Coto un arsenal compuesto por unas 227 granadas, 41 proyectiles de gases, 27 armas de fuego largas y cortas, 3886 municiones, 14 chalecos antibala, 22 cascos tácticos sin número visible, un silenciador y nueve escudos antitumultos. Algunas armas pertenecían al personal de vigilancia. El resto fue dejado «en guarda» por fuerzas de seguridad. 

«Estaban allí para evitar saqueos», justificó el empresario Alfredo Coto. Tanto él como su hijo, Germán, resultaron procesados por «tenencia ilegítima de materiales explosivos». El procesamiento de ambos fue luego revocado.

El 16 de agosto, tras el asesinato del anciano Ferrer, la sucursal de Coto en la calle Brasil 575 siguió funcionando como si nada hubiera sucedido.

Tampoco hubo comunicado alguno por parte de la empresa. Ni declaraciones críticas desde los despachos oficiales. 

El asesinato de Gómez, por su parte, fue hasta más «normal». De hecho, forma parte del cupo que impuso el régimen desde fines de 2015: un asesinato policial cada 22 horas.

Lo notable, entonces, no es su aterradora frecuencia sino que el ejercicio de esa criminalidad adquiera ribetes cada vez más incongruentes en medio del vertiginoso desplome del gobierno.

El macrismo, atónito y desencajado, se repliega matando. «