La marca no figura en el libro Guinness de los récords pero los especialistas aseguran que le pertenece al Área Metropolitana de Buenos Aires: es el punto del planeta donde más partidos de fútbol se juegan cada fin de semana. De los 87 clubes directamente afiliados a la Asociación del Fútbol Argentino, 45 tienen su estadio -o hacen de locales– en el Conurbano bonaerense, ese territorio múltiple al que la pelota y sus derivados agregan mayor complejidad.

Quizá la más emblemática de esas instituciones sea Victoriano Arenas, el actual líder de la Primera D. El estadio Saturnino Moure está en Valentín Alsina, en una península rodeada por el Riachuelo y conectada a la Villa 21-24 por un puente ferroviario. Cada vez que una pelota sale del estadio, el utilero Aquiles “Quelo” Fernández debe pescar –literalmente– los balones del río. En las tres décadas que lleva como utilero y rescatista, Fernández ideó un dispositivo propio con un mediomundo a medida de la redonda y una larga soga que le permite recuperar las pelotas. Pero al estadio de Victoriano no sólo lo circunda el Riachuelo: también la abandonada fábrica Siam, que cerró en plena crisis de 2001. Ese es el contexto del puntero de la D. Todo un símbolo.

Pero no hace falta ir al último escalón del fútbol argentino para encontrar ese vínculo entre clubes y territorio. A los estadios de Racing e Independiente, se sabe, los separa sólo una calle. Enclavados en Avellaneda, son dos de los clubes más grandes de la Argentina. Y un faro para la zona sur del Gran Buenos Aires. Ramón Medina trabaja en la Academia hace 25 años. En los últimos 15, se dedicó al baby fútbol y a la captación de talentos, chicos de la zona que puedan sumarse a la mitad celeste y blanca de Avellaneda. En los clubes de barrio, relata Monchi Medina, flota en el aire la ansiedad de los padres, que cada tanto provocan la suspensión de los partidos de sus hijos, nenes de cinco años, de tanto que insultan a los árbitros. Así empiezan a jugar a la pelota los que luego serán cracks en el Cilindro: Matías Zaracho, Rodrigo De Paul y Ricardo Centurión son algunos ejemplos de los que llegaron. “Muchas veces –cuenta Medina– aparece la problemática del contexto en el que se cría el chico, y ahí tenés que tratar de darle una ayuda económica para que lleguen a entrenar, y también útiles o el guardapolvo para que vayan a clases. El club tiene una asistenta social y un departamento de psicología que trabaja en la contención del nene. La mayoría de los chicos del baby son de acá, de zona sur.”

El largo listado de clubes del Conurbano afiliados a la AFA se reparte de una manera pareja entre las cinco categorías del fútbol argentino: ocho en la Primera D (Arenas, Argentino de Merlo, Central Ballester, Liniers, Juventud Unida, Lugano, Claypole y Muñiz); 12 en la C (J. J. Urquiza, Midland, Argentino de Quilmes, Ituzaingó, Merlo, San Martín de Burzaco, Laferrere, Armenio, Dock Sud, El Porvenir, Italiano y Berazategui); once en la Primera B (Platense, Estudiantes de Caseros, Tristán Suárez, Acassuso, UAI Urquiza, Talleres de Remedios de Escalada, San Miguel, San Telmo, Colegiales y Almirante Brown); cinco en la B Nacional (Almagro, Morón, Brown de Adrogué, Los Andes y Quilmes); y nueve más en Primera (Racing, Independiente, Defensa y Justicia, Banfield, Lanús, Tigre, Temperley, Chacarita y Arsenal).

Casi como una metáfora, la gran mayoría de esos clubes son del “ascenso”. Bundeslumpen.com es un sitio web que recorre esos estadios para cubrir los partidos pero no sólo eso: también describe los buffets, las piletas, las sedes, los eventos sociales y otros costados sociales de los clubes. El periodista Pablo Provitilo, uno de sus fundadores, señala la cancha de Lugano como otro de los sitios que permite ver las entrañas del Conurbano bonaerense. “Es en Tapiales. Para llegar tenés que cruzar las vías, pero no hay paso a nivel. Tenés que fijarte que no venga el tren. Ahí aparece una especie de selva, con una puertita escondida. Por ahí entrás a la cancha auxiliar, la cruzás toda y recién ahí te chocás con el cartel que dice Bienvenidos al Club Atlético Lugano”.

La cantidad de equipos, la cercanía entre estadios, las rutas cruzadas, las zonas marginales, los negocios que se desprenden del fútbol y la violencia organizada fueron ingredientes por los que algunos de estos clubes empezaron a aparecer en las noticias no sólo por cuestiones deportivas. En 2002, el gobernador Felipe Solá creó por decreto el Comité Provincial de Seguridad Deportiva (CoProSeDe, luego conocido como “No procede” entre los futboleros). Diez años después, se convirtió en la Agencia de Prevención de la Violencia en el Deporte (APreViDe). La prohibición para los visitantes de concurrir al estadio, las detenciones de hinchas –a veces justificadas, otras al voleo– y los cada vez más numerosos operativos policiales no bastan para terminar con la violencia, que en algunos casos se consuma en la propia tribuna, entre distintas facciones de una misma hinchada que chocan por tener el control del paravalanchas (y de los trapitos, el puesto de chori y, en general, del territorio). “Yo fui parte de la hinchada hasta que maduré: me di cuenta de que no hace falta esperar al sábado para tirar una piedra o fumarme un porro en la tribuna. La última vez que descendimos –recuerda un presidente de un club del ascenso–, prendieron fuego el club. Ahora estamos saliendo adelante. Fue un clic. Sin dar nombres, hay otros clubes que están viciados, lo manejan las barras.” Las internas en las barras de Claypole, Laferrere, Ituzaingó y Almirante Brown son las que más preocupan a la APreViDe.

El estadio del Club Social y Deportivo Liniers se levanta en San Justo, corazón de La Matanza. El año pasado, se convirtió en viral por un detalle que tardó 38 años en hacerse visible: en lugar de ser un rectángulo, por el falso encuadre del terreno, la cancha tenía la forma de un trapecio. El estadio Juan Antonio Arias es, en verdad, un puente: une el barrio Villegas con Villa Palito. Décadas atrás, había pica entre ambos. Para los de Villegas, los del otro lado de la cancha eran “los villeros de Palito”; para los de Palito, estos eran “los negros de Villegas”. “Esa rivalidad –explica Marcelo Gómez, presidente de Liniers– se disolvió porque el club pudo vincular a los dos barrios a través del fútbol.”

No sólo los clubes pequeños, sostenidos por las ganas de un puñado de vecinos, logran esa interacción con la zona. Lanús, autodenominado el club de barrio más grande del mundo, también recorre ese camino. “Nos orientamos a acercar al club a la comunidad: vamos a las escuelas, hogares, comedores, merenderos, hospitales. La idea es sacar el club a la calle y acercarlo a la gente. Este año, por ejemplo, hicimos un sistema de credenciales para que los chicos menores de 12 años puedan venir a la cancha todo el año acompañados de un adulto”, cuenta Emanuel Vallarino, del departamento de Relaciones Institucionales de Lanús.

Gómez, de Liniers, asegura que los clubes muchas veces cumplen un rol que debería cumplir el Estado. “Somos una institución intermedia en el deporte más inclusivo de todos: tenemos un merendero, damos charlas con nutricionistas, o sea, no criamos jugadores de fútbol, criamos personas. En marzo, la AFA te obliga a hacer una revisión médica de todos los pibes de inferiores. Acá la hacen 210 chicos. Si no fuera por el fútbol, quizá no se la harían nunca.” Admite que aquella clausura del estadio por sus dimensiones irregulares les sirvió como publicidad, que desde entonces se acercó mucha más gente de la zona. Una parábola, en fin, de lo que millones de habitantes del Conurbano ponen en juego cada día: el ingenio para convertir las crisis en oportunidades.

Expertos en patear penales

Lo llaman “los kilómetros”. Es el suburbio de los suburbios. La periferia. En los límites del Conurbano todavía se juegan los campeonatos de penales por plata. En los potreros, muchas veces de noche, en penumbras y, casi siempre, durante los fines de semana. No es fácil dar con ellos: los organizadores eluden la difusión, la cuestión ahí es el boca en boca. La escena puede resultar cinematográfica. De hecho, se cuela en el guion de Un gallo para Esculapio, la serie del director Bruno Stagnaro que fue un éxito durante 2017. Y también aparece en El Garrafa. Una película de fulbo, el documental homenaje al ex enganche de Banfield y El Porvenir, José Luis “Garrafa” Sánchez, estrenado en 2012. Es que el futbolista-mito que murió en un accidente de moto a los 32 años, empezó a moldear su zurda en esos campeonatos.

“‘No, no existen más’, nos decían. Pero después de un año de búsqueda, un tipo nos dijo: ‘Pero el campeonato que jugaba todavía se juega’. Entonces vas y te desconfían, piensan que sos de Chiche Gelblung. ‘No, no, es por Garrafa’. Y entonces te empiezan a contar las historias. ‘Yo hace seis años que vivo de patear penales. Acá lo único que tenemos es potrero, acá no hay boliche, no hay bar, es la nada. ¿Con qué nos vamos a divertir?’”, recuerda Sergio “Cherco” Smietniansky, productor ejecutivo del film.

Sánchez no es el único jugador que empezó a probar su carácter en esos torneos. Néstor Ortigoza, el especialista en penales, el que convirtió desde los 12 pasos el gol más importante de la historia de San Lorenzo, ganó sus primeros mangos vendiendo cuadernos en los colectivos y en esos campeonatos de penales en Merlo, González Catán o Laferrere. En 2007, le contó al diario Olé: “Allá no hay alambres, están todos muy cerca de la cancha y cuando vas a patear un penal, están todos ahí: ‘Eh, puto, dale’. Cuando hoy voy a patear, sea en la cancha que sea, no me produce nada y hasta me cago de la risa. Imaginate que no voy a tener miedo por tirar un penal en el Monumental.” 