En las elecciones legislativas de hoy, el ciudadano argentino Maldonado, Santiago Andrés, Clase 1989, no tendrá ni voz ni voto. Los que ahora dicen que “los cuerpos hablan” no saben lo providencial que sería que tal cosa ocurriera y que Santiago pudiera relatar qué fue exactamente lo que le pasó el martes 1 de agosto al llegar a una orilla del río Chubut.

En este domingo 22, en que deberíamos tener la cabeza en otras cosas (las elecciones, claro, pero también lo que sigue afligiendo a Milagro Sala) se cumplen 83 días desde que empezamos a hacernos esa pregunta que apareció y fue millones, aquí y en el mundo: ¿Dónde está Santiago Maldonado? Ésta y otras cuestiones -¿qué le pasó? ¿quiénes se lo llevaron? ¿por qué? ¿está vivo?- ganaron los muros, se transformaron en clamor en numerosos ámbitos y se convirtieron en bandera en varias movilizaciones de multitudes. Millones de explicaciones que hubieran sido imprescindibles fueron evitadas por operaciones impiadosas, pistas falsas y metodologías repudiables.

Cada tanto, una especie de destino indeseado nos condena a la incertidumbre, a la impotencia, a la tristeza infinita. Desde el fondo de su historia nuestra nación reflota a esta clase de ausentes-símbolo que por su trascendencia política, social o de época vuelven a la superficie. Como los 30 mil, nunca terminan de irse, manteniendo la condición de señalar, de acusar y de convertir la desaparición forzada en una memoria que, sin tapaduras, se vuelve permanente y necesaria. Frente al aciago informe de la realidad la nueva y pertinente pregunta tendrá que ser: ¿quién mató y por qué a Santiago? Sólo una respuesta certera, en tiempo y forma, mitigará el duelo de su familia acompañada por una parte importante de la sociedad.

Tiene mucha razón la querida Nora Cortiñas al afirmar que en relación a esta muerte «todos los poderes del Estado son cómplices». Empezando por los que respondieron con escopetazos a quienes los atacaban con piedras, esos que para desbaratar un corte de ruta en el que participaban un puñadito de personas apelaron a más de cien efectivos. Continuando con un juez federal -ya apartado del caso- al que hasta los eficaces perros husmeadores superaron en idoneidad y fidelidad. Con el reconocible argumento del piensa mal (y te equivocarás una vez más) algunos empresarios, una firma de celulares que siempre dio ocupado y medios de comunicación funcionales al propósito de convertir a los mapuches en el enemigo público número uno se sumaron a una campaña de insidias mortificante, pero también miraron para otro lado cuando el silencio convenía. Si, como se dice, alguien «plantó» un cuerpo, antes de eso, fueron muchos los que plantaron versiones de cuño similar a las que en los ’70 precedieron a persecuciones y muertes y posteriormente las justificaron: «Por algo será»; «Terroristas»; «Quieren armar otro país»; «Algo habrán hecho”.

En las redes sociales las diferencias también se saldaron con crueldad. “Enviemos a esta carroña de vuelta a su país de origen -dice BA-. En el siglo 19 asolaban nuestras pampas llevándose el ganado robado a Chile”. Responde A.M.M.F.: «Tus palabras destilan odio e ignorancia; cuando los pueblos originarios poblaban la Patagonia no existían ni Argentina ni Chile… Los mapuches tienen una historia de miles de años». Sentencia LM: «Son vagos, oportunistas y ladrones». Replica NM: «Ignorante total y malicioso”. Son apenas ejemplos sueltos, pero permiten dudar si este episodio que tanto nos entristece nos servirá para entender más y observar sin prejuicios la naturaleza del conflicto.

En relación a la labor del periodismo ojalá que hayan sido aleccionadoras las formidables filípicas durante la conferencia de prensa del miércoles pasado de Sergio Maldonado («Si no tienen nada para informar, mejor pongan música») y de su esposa Andrea Antico («Por favor, mire lo que pregunta. Esto nos lleva a que nosotros no confiemos en nadie»). Confieso que, aunque a esa hora, me encontraba muy lejos de Esquel, un poco colorado me puse y me dije: ‘Che, nosotros los periodistas, ¿la estaremos pifiando tanto?’ Inevitablemente, por el estilo informativo, absolutamente rendido a la inmediatez y a la primicia nos sentimos conminados, de un minuto para el otro, en cualquier otro caso y puntualmente en este, a presumir que somos jueces o fiscales, a responder como peritos criminalísticos o policías científicos, como médicos tanatólogos o especialistas en autopsias, como expertos en inteligencia o ingenieros hídricos. Salvo contadas y honrosas excepciones el periodismo se adueñó, como si los hubiera aprendido por fonética, de expresiones de muy antigua prosapia como Pul Of, Cushamen, Mapudungun o apellidos como Huala Jones, Maicoño o Millañanco.

Igual conviene reflexionar a partir de los dichos de esa familia partida por el dolor y la pérdida. Y especialmente entender a qué clase de intereses favoreció la conspiración de silencio que durante más de dos meses escondió datos y manipuló información. Pero, también, a hacer algo de autocrítica y reconocer qué poco sabemos de los mapuches, de su lengua, su cultura, su religión, sus costumbres o qué sabemos de las corrientes del río Chubut, abajo o arriba, o qué sabemos de la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM). Claro que la que menos sabe es la candidata Carrió que una noche, antes que la mandaran a callar por piantavotos, confundió al RAM con el RIM (Regimiento de Infantería de Montaña).

Igual, algo más supimos y son datos que quedarán para siempre como explicaciones irrefutables. Esa comunidad mapuche ocupa unas mil hectáreas dentro de una estancia de 180 mil hectáreas, propiedad de Luciano Benetton. Este empresario multinacional compró a partir de los ’90, con invalorable ayuda de distintos poderes, que aún hoy lo siguen protegiendo, cerca de un millón de hectáreas en donde –juro que no las conté pero, dicen, que llega a 100 mil cabezas– crece ganado ovino indispensable para abastecer su negocio global de prendas tejidas. En esos terrenos del sur y en otros, en una punta y en otra del país, inversionistas y empresas extranjeras con sostenes locales usufructúan riquezas provenientes de la minería, del petróleo o de la ganadería. Sobre esos territorios, que los habitantes originales consideran sagrados y que los empresarios los transforman con frecuencia en propicios al saqueo, se libra una lucha de intereses violenta y desigual en la que, invariablemente los más poderosos sacan ventajas.

Parafraseando al maestro Yupanqui, las penas son de los mapuches y las ovejas son de Benetton. <