El amor

Me llamo Mariano y no sé nada de lo que me pregunta, señora subcomisario, se lo juro. No tengo idea de cómo es que funcionan las cosas ahí afuera. Apenas si sé que mi padre murió hace un montón de días y que, según lo que usted me cuenta ahora, estoy en problemas, precisamente, porque mi padre murió hace un montón de días.

Una mañana no se despertó.

Ya era bastante tarde y no aparecía por la cocina. Esperé y esperé. Pero no aparecía. Pasaban las horas y las horas y no se levantaba. Entonces fui hasta su habitación. Le grité, tiré de una de sus orejas, lo golpeé bastante fuerte en el brazo que tenía más cerca. Y nada. No se despertaba. De inmediato me trepé hasta bien al lado de su nariz y, aunque tenía los ojos completamente abiertos, no respiraba. Mi padre había muerto.

Eso lo supe porque sé perfectamente que la muerte es dejar de respirar. Me lo había explicado él mismo, me refiero a mi padre, cientos de veces. En cada oportunidad que alguno de los bonsáis tenía problemas por culpa de no respirar adecuadamente: la tierra muy reseca, la falta de porosidad en las macetas, la poca luz, el frío exagerado, el exceso de sol, tantas cosas.

Sí, sí. Acerca de los bonsáis lo sé prácticamente todo. Es casi sobre lo único que sé; los cuidaba con mi padre y ahora, desde que él dejó de respirar en la cama aquella mañana, los cuido yo solo.

Lo dejé en donde estaba.

Cómo se le ocurre que yo sólo pudiera moverlo, su cuerpo es demasiado grande. Incluso sería difícil moverlo para usted o para su ayudante, señora subcomisario, imagínese para mí. No, no podía, me hubiera resultado del todo imposible.

A pesar del olor, claro. Tiene usted razón. Pero, bueno, cuando el olor comenzó a ser insoportable, abrí la ventana de par en par, cerré la puerta con llave, puse unos cuantos trapos para tapar la hendija de abajo y listo. La casa es bastante grande. Decidí mudarme a la habitación más alejada, la que da al jardín y, con el tiempo, me olvidé por completo del asunto. Pensé que, al igual que le ocurre a los árboles, con el transcurso de los días se secaría y ya no echaría más olor. Pero no. Se ve que los gigantes no se parecen a los bonsáis.

No es que no lo amara, cómo me va a decir semejante cosa. Lo amaba, por supuesto que lo amaba. Siempre me acuerdo de él, en cualquier rato del día, ante cada oportunidad en que alguno de los bonsáis tiene problemas o mientras almuerzo o ceno sólo en la cocina y no tengo a nadie con quien hablar o cada noche cuando me voy a dormir. Sin embargo, había dejado de respirar, ya estaba muerto, qué podía cambiar yo acerca de esa situación. Si me hubiera dado cuenta antes, mientras vivía, quizá hubiese podido hacer algo, aunque no sé muy bien qué. Pero después no, me parece que ya no tenía ningún sentido preocuparme.

Lo amaba, señora subcomisario, por supuesto que lo amaba. Y mucho, qué tiene que ver el amor con que no lo haya enterrado. A los bonsáis no los enterrábamos cuando morían.

Claro. Sobre todo pienso en él durante las noches, en el momento en que me meto en la cama. Me cuesta dormir sin su ayuda. Sin su presencia. Créame que me cuesta un montón.

Sí, mi padre me ayudaba a dormir. Me contaba los secretos más secretos de los árboles, sus divertidos nombres en latín, en qué época del año había que plantarlos o trasplantarlos, si nacían de un gajo o de un esqueje o de una semilla, a cuáles había que regarlos mucho y a cuáles muy poco, a qué altura llegaban los que no eran normales. Así me dormía feliz y soñaba con bonsáis. Ahora todo se hace bastante más difícil.

Los normales son los bonsáis, señora subcomisario. No lo tome a mal, se lo ruego, pero me da la impresión de que si bien usted sabe muchísimo de otras cuestiones, conoce bastante poco de los árboles.

No se enoje, por favor.

No era mi intención molestarla, se lo aseguro. La escucho atentamente.

Entonces, si le entendí bien, los árboles normales vendrían a ser los otros, los excesivos, los gigantes. Y los realmente deformados serían los bonsáis, una suerte de árboles convertidos en pequeños por la mano del hombre.

Le creo.

Cómo no le voy a creer.

Sin embargo, cuando usted dice lo que dice, repite a cada rato la palabra realidad y, la realidad de nuestro jardín, dice otra cosa bien distinta: está repleto de bonsáis y sólo hay un árbol gigante, el paraíso de la esquina del fondo.

En su casa, o ahí afuera, la realidad será como usted la cuenta, señora subcomisario, no se lo discuto, pero acá la realidad es así como yo le digo, no tiene más que darse una vuelta por el jardín y mirar.

Vengan.

Los acompaño.

Pero no caminen tan rápido, por favor, comprendan que si caminan así de rápido no los puedo seguir.

La disculpo, señora, por supuesto. También, cada tanto, solía pasarle lo mismo a mi padre y, en esos casos, se reía a carcajadas de su torpeza y enseguida me explicaba que los gigantes a veces se olvidaban de la existencia de los demás seres, que resultaba muy complicado para los gigantes vivir en un mundo habitado por personas tan pequeñas, que resultaban muy torpes.
Sí, señora subcomisario, dije lo que dije, escuchó perfectamente bien. Repetí lo que decía mi padre, pero eso no es lo que pienso yo, por supuesto que no, usted no es ninguna torpe, cómo se le ocurre.

Por acá, vengan por acá, esa es la puerta que da al jardín.

Permítanme que yo les abra, si no va a tener que agacharse como tenía que agacharse mi padre, el picaporte está a una altura normal, no a la de ustedes. A veces me apuraba para abrírsela también a él, me daba lástima, debe ser muy incómodo moverse y hacer las cosas que hacemos todos cuando uno es tan enorme. Me daba lástima. Y ahora usted también me da un poco de lástima.

Pasen.

Por acá.

Esta es la huerta. De aquí sacamos todo lo que necesitamos para vivir. Ahora que mi padre murió me sobra la comida, a veces hasta tengo que tirarla, me da mucha pena. Después, si quieren, antes de irse, le hago un paquete a cada uno para que se lleven, a mí me sobra.

Los bonsáis están allá.

Sí, tiene usted razón, es casi un bosque. Nosotros lo llamamos así, precisamente. Nosotros. Y dale con el nosotros y con el presente. Sabe que me olvido y hablo de mi padre como si estuviese vivo, no termino de hacerme a la idea de que ya no respira más. Me cuesta. Lo extraño.

Son un montón. Y créame, señora subcomisario, que dan muchísimo trabajo. Demasiado trabajo para mí sólo. Porque además debo cuidar de la huerta. Pero son tan lindos. Si quiere también puede llevarse uno, elija el que más le guste. Y si le gustan, su acompañante también puede llevarse otro, tenemos demasiados.

Aquel, el que está allá en el fondo, el paraíso, es el único árbol gigante. A ese no lo cuido. No me necesita. Los gigantes sirven nada más que para hacer sombra y se cuidan solos, repetía mi padre en verano mientras tomábamos mate ahí debajo. Lo decía y no podía parar de reírse.

No, señora subcomisario, no se lo voy a permitir, mi padre no era ningún tipo raro. En lugar de acomplejarse y de esconderse y de pasársela mal, sabía reírse de su deformidad. No veo qué tenga de extraño el asunto, me da la impresión de que sobrellevaba muy bien sus problemas. No sé si todos los gigantes pueden decir lo mismo.

No me refería a usted. Por supuesto que no. Ni tampoco me refería a su ayudante. Sin embargo, si se siente aludida ante cada palabra inocente que yo pueda pronunciar, por algo será, digo yo.
Suélteme, caballero.

Déjeme.

No se abuse de su enormidad.

Gracias. Así está mejor.

Y no soy ningún maleducado, señora subcomisario, que le quede claro, mi padre me educó muy bien, pasa que no entiendo lo que pasa. Sólo eso.

Póngase en mi lugar, estoy tranquilo regando mis bonsáis y de repente irrumpen dos gigantes desconocidos a mi vida. Entran a la casa, no paran de hacerme preguntas y de juzgarme por lo que hice o por lo que dejé de hacer, se quejan de lo que digo o de lo que no digo, hablan mal de mi padre y encima hasta se enojan y quieren agarrarme por la espalda mientras yo, amablemente, les muestro mi jardín.

Está bien.

Sí, sí.

Me tranquilizo y la escucho atentamente.

Van a venir a buscar a lo que queda de mi padre. Entiendo. Y a los señores que vengan les tengo que permitir ingresar para hacer todo lo que tienen que hacer para llevárselo. Comprendo, no hay problema. Y también entiendo que van a enviarme una psicóloga para que charle conmigo y me explique algunas de las cosas del afuera que ignoro.

Entiendo perfectamente, señora subcomisario.

Sí, sí.

Sólo me gustaría hacerle una pregunta, si le sobran unos minutos.

Gracias.

Muchas gracias.

¿Yo también puedo explicarle a la psicóloga que va a venir a visitarme algunas cosas del adentro de mi casa y de mi jardín?

Qué bueno. Me alegro mucho. Me va a encantar conocerla, entonces. Será la segunda muerta que conozco. La primera ha sido usted, desde luego, aunque es un poco grande para mi gusto.

Disculpe, disculpe. No se ofenda. Lo dije sin ninguna intención.

Le hago un último pedido, antes de que se retire: ¿no podría mandarme una psicóloga normal? No es que discrimine a los gigantes, pero si voy a tener que conversar tanto con ella, prefiero que sea una persona normal.

No lo tome así.

Por favor.

Lo que pasa es que de tanto mirar para arriba termino con el cuello todo contracturado. No se trata de mala voluntad, también me ocurría los días en que charlaba mucho con mi padre y ya me está ocurriendo ahora, de tanto hablar con usted.

Está bien, no se ponga así, mande a quien quiera, señora subcomisario. Igual, si me da un poco de tiempo, le preparo un paquetito con algunas verduras de la huerta para que se lleve. «

Relato

Amores enanos

Hace unos años empecé a encontrarme con enanos por todos lados. Y a pensar al respecto, casi de inmediato. La oportunidad de escribir sobre ellos vino de casualidad, como bien casi todas las cosas de la vida.

Una revista me pidió un cuento y probé. Lo titulé, precisamente, “El amor”. No suelo escribir cuentos, creo que todos los que he escrito, menos de 20, han sido por pedidos. Quiero decir que no se me ocurren “naturalmente” cuentos mientras me tomo los primeros mates de la mañana o mientras me ducho. Lo que se me ocurren, siempre, son novelas. Entonces, apenas terminé el cuento, llené la pava y me puse a idear Amores enanos. Son dos textos muy distintos que sólo se tocan en que sus protagonistas son enanos. Uno, el cuento, es dramático. El otro, la novela, es muy divertida, un barrio cerrado exclusivo para enanos. Pero los dos textos, me parece, son muy serios.

El Quijote y las novelas

El escritor Federico Jeanmaire nació en la ciudad bonaerense de Baradero, en julio de 1957. Es licenciado en Letras, profesor universitario y especialista en El Quijote.

Algunas de sus muchas novelas lo llevaron a obtener los premios literarios más importantes de nuestro país. Fue profesor en la Universidad de Buenos Aires, en la cátedra de Beatriz Sarlo.

Por otra parte, resultó becado en 1990 por el Ministerio de Relaciones Exteriores de España para trabajar en la Sala de Manuscritos de la Biblioteca Nacional, en Madrid.

La extensa lista de sus novelas publicadas es la siguiente: Un profundo vacío en el pie izquierdo (autoedición, 1984); Desatando casi los nudos (Norma, 1986; Seix Barral, 2007); Miguel (Anagrama, 1990); Prólogo anotado (Sudamericana, 1993); Montevideo (Norma, 1997); Mitre (Norma, 1998; Seix Barral, 2006); Los zumitas (Norma, 1999); Una virgen peronista (Norma, 2001); Papá (Sudamericana, 2003; Seix Barral, 2007); Países Bajos (Seix-Barral, 2004); Una lectura del Quijote (Seix Barral, 2004); El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (edición para niños, adaptación junto con Ángeles Durini; Emecé, 2004); Cómo se empieza a escribir una narración, VV.AA. (Libros del Rojas, 2006); La patria (Seix Barral, 2006), Vida interior (Emecé, 2008); Más liviano que el aire (Alfaguara/Clarín, 2009); Los zumitas/El silencio del río (Ediciones Outsider, 2010; libro doble con Juan Martín Guastavino); Fernández Mata a Fernández (Alfaguara/Clarín, 2011); Las madres no les decimos esas cosas a las hijas (Seix Barral, 2012) y Tacos altos (Anagrama, 2016).