Así como para mirar el mundo sus grandes ojos saltones se atrincheraron tras los gruesos cristales de sus anteojos, el propio Juan Carlos Onetti se atrincheró en una cama durante los últimos 12 años de su vida. Fumaba, tomaba whisky, leía novelas policiales, escribía, recibía algunas visitas de escritores y periodista y acaso sufría en posición horizontal. Su mayor movimiento consistía en ponerse de costado, levantar un poco el torso y apoyar la cabeza sobre el codo. Quizá fue su forma de desertar del acontecer del mundo. Estaba convencido de que “las palabras son más importantes que los hechos” y buscó su refugio en ellas.

El escritor español Antonio Muñoz Molina recordó en El País, su visita a Onetti en su exilio madrileño: “En aquel anciano enfermo, anclado en su deterioro físico, había una lucidez intacta y algo que yo había encontrado siempre en su literatura, y que había tenido desde muy joven sobre mí un efecto parecido al del whisky a media mañana y al fervor secreto que llevaba conmigo ese día de noviembre: el desengaño de la vida y el amor por la vida, la propensión a una tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y sin límite. La indignación lo reanimaba. Renegó de los obispos españoles y de su afición a invadir el derecho a la felicidad sexual de la gente.”

Razones no le faltaron para encontrar en la cama una nueva forma de exilio hogareño dentro de su exilio español. Las razones subjetivas de su aislamiento –quizá las más determinantes- solo las conocía él. Entre las objetivas, figura, sin duda, el encarcelamiento que sufrió durante la dictadura militar de su país, en 1974, por haber integrado un jurado del semanario Marcha que premió un cuento de Nelson Marra, El guardaespaldas.  También resultaron presos el autor galardonado y el director de la publicación Carlos Quijano. Esta fue la excusa ideal para cerrar el medio, como si la dictadura necesitara alguna. Reubicarse en España no le fue fácil, aunque en 1980 la obtención del Premio Cervantes fue un reconocimiento fundamental para consolidar su prestigio a nivel internacional. “En mi caso particular –dijo en su discurso durante la entrega del premio- tengo más motivos que la mayoría por estar agradecido: llegué a España con la convicción de que lo había perdido todo, de que sólo había cosas que dejaba atrás y nada que me pudiera aguardar en el futuro. De hecho, ya no me interesaba mi vida como escritor. Sin embargo, aquí estoy, unos cuantos años después, sobrevivido. Esta sobrevida es lo primero que debo a los españoles. Estos años de regalo, en los cuales he vuelto a escribir con ganas, después de mucho tiempo de no hacerlo. He creído, gracias a esta tierra generosa, que todavía tenía algo que decir, un penúltimo grano de arena.”

Es curioso que su fe en la palabra fuera paralela a su certeza de que la comunicación era prácticamente imposible. En este sentido fue un existencialista sudamericano que no necesitó crearse fama de atormentado, ni teorizar sobre la insondable soledad humana. Le bastó con guardar silencio y escribir como una actividad inevitable pero totalmente ajena al sistema de la fama, la idea de “carrera literaria” y los diversos ámbitos de legitimación, desde las cifras de ventas hasta el prestigio académico, que sin embargo obtuvo tal vez a su pesar. Pese al unánime reconocimiento de su obra dentro y fuera de las fronteras de América Latina, nunca fue un escritor de grandes mayorías como si lo fueron sus coterráneos Mario Benedetti y Eduardo Galeano.

 Cuando se le preguntaba cuándo creía que se había manifestado su vocación de escritor, contestaba que de muy chico, porque desde temprana edad había sido un mentiroso impenitente que les contaba a sus padres y sus amigos aventuras que nunca había vivido o que, más bien, vivía a través de su narración. “La literatura, dijo alguna vez, es mentir bien la verdad”.

Para definir su escritura suele usarse con frecuencia el adjetivo sórdido, que tal vez sea acertado, sobre todo si se lo compara con la mayor parte de los escritores del boom de los 60. Onetti escribió sin estridencias, sin celebrar la exuberancia latinoamericana, eligió cierta austeridad lingüística en beneficio de la precisión y una paleta de tonos bajos que lo apartaron definitivamente, por ejemplo, de la fluidez barroca de un García Márquez y de muchos otros sudamericanos.

No por casualidad admiraba la prosa seca de Juan Rulfo y Rulfo admiraba la de él. Sobre esta admiración mutua dejó testimonio Eduardo Galeano que cuenta que ambos escritores confluyeron inesperadamente en un congreso europeo. Los dos sentían deseos de apartarse del grupo para poder estar a solas, posiblemente para hablar de sus afinidades literarias, y buscaron en Galeano la complicidad para poder hacerlo. Fue así que ubicado estratégicamente en el micro que los llevaba del aeropuerto al hotel, el autor de Las venas abiertas de América Latina contribuyó a que quedaran aislados del resto. En el largo trayecto, Onetti y Rulfo, sentados uno al lado del otro, no intercambiaron ni una sola palabra. Tal vez ninguno de los dos pudo decirle al otro nada que agregara algo importante a lo que se habían dicho a través de sus libros.

En 1939, Onetti publicó su primera novela, El pozo. La crítica la recibió como una acabada obra existencialista que evidenciaba una madurez literaria infrecuente en una opera prima. Vinieron luego Tiempo de abrazar (1940), Tierra de nadie (1941), Para esta noche (1943), Los adioses (1954) y Para una tumba sin nombre (1959), además de los libros de cuentos Un sueño realizado (1951), La cara de la desgracia (1960), El infierno tan temido (1962) y Tan triste como ella (1963). Con La vida breve (1950) se inicia su ciclo principal sobre Santa María que se completó con El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964). Si Rulfo refundó Comala volviéndola a edificar con palabras, García Márquez fundó Macondo y William Faulkner, el condado de Yoknapatawpha, Onetti fue el arquitecto de Santa María, una ciudad de provincia parecida a tantas otras, con la estatua de un héroe en el centro de la plaza principal, un río, un puerto.

Su vida privada también está llena de ingredientes literarios aunque, quizá a su pesar, fue menos silenciosa que su escritura. Se casó joven sucesivamente con dos primas hermanas, María Julia y María Amalia Onetti. Más tarde, en 1945, en Buenos Aires, se enamoró de una compañera de redacción de la agencia Reuters, Elizabeth María Pekelharing y probó suerte en el matrimonio por tercera vez. Pese a la práctica reiterada, sus habilidades para la convivencia no mejoraron y tuvo un cuarto y último matrimonio, esta vez con la argentina Dorothea Muhr, Dolly, varios años menor que él, quien lo acompañó hasta el final.

Aunque siempre se definió como un hombre tímido, mantuvo también un estruendoso romance con la reconocida poeta uruguaya Idea Vilariño  sin abandonar su vínculo matrimonial. Es imposible saber qué tormentos atravesó cada uno en esa relación intermitente y desbordada, pero uno de los poemas más recordados de Vilariño, Ya no, está dedicado a Onetti: «Ya no será / ya no / no viviremos juntos/ no criaré a tu hijo / no coseré tu ropa / no te tendré de noche /no te besaré al irme /nunca sabrás quién fui / por qué me amaron otros. / No llegaré a saber /por qué ni cómo nunca / ni si era de verdad / lo que dijiste que era / ni quién fuiste/ ni qué fui para ti / ni cómo hubiera sido / vivir juntos/ querernos/ esperarnos, estar. / Ya no soy más que yo /para siempre y tú / ya /no serás para mí /más que tú. Ya no estás /en un día futuro / no sabré dónde vives/ con quién / ni si te acuerdas. / No me abrazarás nunca /como esa noche / nunca. / No volveré a tocarte. / No te veré morir.»

Según lo cuentan María Esther Gilio y Carlos María Domínguez en la biografía Construcción de la noche, se conocieron en los años 50 y comenzaron un romance marcado por las estruendosas rupturas y reconciliaciones que se convertiría en leyenda. “Estaba seduciéndome a fondo con lo mejor de sí mismo y tanto que yo me quedé convencida de que aquello era la séptima maravilla, cuenta Vilariño.  Esa misma noche me enamoré de él. Me enamoré, me enamoré, me enamoré”. Más tarde se reprocharía a sí misma haberse involucrado sentimentalmente con él: “Es el último hombre de quien debí enamorarme porque éramos lo más imposible de ligar que había. Nunca entendió el ABC de mi vida, nunca me entendió como ser humano, como persona. Y así teníamos nuestros grandes desencuentros. Si yo hablaba de algo sumamente delicado él me salía con una barbaridad. Decía cosas que me hacían echarlo, imposibles de soportar. Todavía me pregunto por qué aguanté tanto, por qué volví tantas veces. Nos peleábamos y volvíamos a juntarnos, lo echaba, regresaba.” Sus relaciones tormentosas abonaron su fama de escritor maldito tanto como su pesimismo existencial y literario.

Apenas en unos días, el 1° de julio, se cumplirán 110 años de su nacimiento, por lo que puede decirse que este es el año onettiano. Entre los diversos homenajes que conmemoran su muerte y su nacimiento figura el de la editorial argentina Eterna Cadencia que publicó Dejemos hablar al viento, El astillero y Juntacadáveres así como los ensayos Onetti. Los procesos de construcción del relato, de Josefina Ludmer y Teoría de la prosa que reúne las clases que Ricardo Piglia dictó en 1995 en la Universidad de Buenos Aires.

Pesimista a ultranza, Onetti tuvo, sin embargo, un módico pero acertado optimismo respecto del destino de su obra cuando le dijo a Eduardo Galeano en una entrevista: “Yo sé que va a haber alguien que me va a leer y va a entender las tristezas que escribo.”