La leve transición entre la noche vieja y el primer día del año nuevo siempre me pareció fascinante. No tanto porque en ese rato se produzcan acontecimientos que –pum para arriba– disparen íntegra la cohetería vital, sino porque establece las condiciones de una inevitable memoria y balance, porque convoca a pensar en cómo nos fue en el partido de Aciertos versus Pifiadas y, por supuesto, porque estimula a renovar proyectos y a hacer control de calidad del popular dicho «De ilusión también se vive», ideal para un tiempo de desilusión serial.

Es el instante en que, sin pedir permiso, 365 (o 366) jornadas inevitablemente gastadas por el uso se nos acercan convertidas en mesa de examen exigente, para preguntarnos justo por la bolilla –afectos, trabajo, salud, dinero, logros, promesas– que menos estudiamos. Frente a cualquier clase de perentoria rendición de cuentas, con la mejor de las ondas posibles, uno intentará tapar con un dedo los menos disimulables eclipses de los 12 meses pasados y hacer lo necesario para que, por algún lado, se filtre el solcito de la esperanza y del optimismo.

Lo sabemos por experiencia. Esta puede ser la mejor noche, o la peor. Sé que hay otras, pero, como decía un amigo, son mucho más caras. Por ejemplo, nunca participé en Madrid de la ceremonia de manducar 12 uvas en los segundos finales del año; jamás estuve en Sidney en donde a la medianoche (anticipada a la nuestra) los puentes de la ciudad vuelven día la noche con la explosión de miles de fuegos artificiales. Tampoco, vestido de blanco como es de rigor, pisé las arenas de las playas de Río de Janeiro ni anduve en Nueva York, frente a Times Square besando en la boca a mi amor a la hora señalada.

Nada de eso figura en mis antecedentes, pero sí sé de noches alegres y cantarinas (la de hoy, seguro, será una de ellas) tantas como algunas otras, bastante largas y aburridas.Nada es lo ideal: ni ignorar morfi y chupi y saltear abrazos y rajarse a dormir a las 9 y media, pero mucho menos pasarla en un restaurante, atendidos por mozos de pésimo humor y obligados a participar del carnaval carioca tomados de la cintura de gente a la que nunca más veremos. Entonces, ni pegarse unos corchazos de vitel toné y piononos ni tomarse hasta el agua de los jarrones y decirle hermano querido al pariente más imbancable. Atenti: si bebe, después que conduzca otro.

Si de pedir deseos se trata, eso lo tengo más claro. Tendré en mente a mis nietos, a mis hijas, a mis yernos, a mi pareja, a mis amigos queridos, a los que ya no están, a Racing y al futuro de este lugar, el país en donde vivo, para que los que vengan a partir de mañana sean días, al menos, más justos. Y para que, de una buena vez, entendamos que, de a uno, no vamos a poder.Porque, como dijo el querido Eduardo Galeano: «Hoy, más que nunca, es preciso soñar. Soñar juntos».

Es mucho lo que el bajoneo puede apichonarnos. Pero, sin negar la realidad que nos aflige, aseguro que es inmensa la lista de hechos y personas capaces de llenarnos de entusiasmo y orgullo. En 2018 cumpliremos 35 años continuados viviendo en ese sistema esencial e imperfecto que es la democracia; tenemos a las Madres de la Plaza y su ejemplo de no aflojar nunca y a las Abuelas con sus 127 nietas/nietos recuperados por prepotencia de dignidad; contamos con la labor del Equipo Argentino de Antropología Forense, con experiencias educativas diferentes como la del Centro Educativo Isauro Arancibia, con los juicios a centenares de represores, ejemplares en Latinoamérica o España, y las acciones en procura de Memoria, Verdad y Justicia, probablemente únicas en el mundo, con el movimiento #Ni una menos, con la solidaridad social demostrada en casos como los de Milagro Sala, Santiago Maldonado, Rafael Nahuel o los 44 del submarino o frente a los manoteos a jubilados y a niños. Y ni hablar de lo mucho estimulante que pasa en artes, cultura, espectáculos y medios. Cientos de mujeres y hombres decididos a hacerles un tacle a la resignación y al miedo, en estado de creatividad, acción y pensamiento, de gestión y autogestión. Eso es lo que queda, lo que dibuja una vida mejor para el año que viene. A propósito: los cuatro dígitos de 2018 suman 11, un número que contiene mucho de lo que necesitamos: intuición, introspección, espiritualidad.

Quienes lean esta columna deben tomarla como uno de aquellos coloridos tarjetones a los que el WhatsApp condenó a apolillarse en las góndolas. Los recuerdo bien : eran unos objetos que les ahorraban a las personas decir en voz alta frases relativamente obvias como «Buen fin y mejor principio». Yo les digo una: Felicidades, con lo que tengan, con lo que se pueda. Eso les deseo: Felicidades. Lo de feliz se entiende por sí solo. Pero, ¿qué serán las dades? Tienen un año por delante para descubrirlo. Les dejo la inquietud. <

PD: A los compañeros de Tiempo Argentino les reitero mi admiración por lo que lograron y el deseo de seguir teniéndolos cerca durante 2018.