El debate público está centrado por estas horas en el cierre de listas, la presentación de candidatos y la disputa electoral en dos tiempos: agosto y octubre.

Después de año y medio de un ajuste persistente, Mauricio Macri conquistó una relativa paz social que le permite encarar el desafío de las elecciones de medio término sin las convulsiones inquietantes de la movilización callejera ni la protesta social generalizada. 

¿Cómo es posible que una administración que accedió al poder mediante un balotaje (lo que implicó altas dosis de «mal menor» en una parte considerable de votantes), que es minoritaria en ambas cámaras del Congreso, que profundizó el deterioro social y cometió no pocas torpezas en estos 18 meses; haya logrado paz, orden y gobernabilidad?

Un papel estelar para este peculiar resultado fue puntillosamente cumplido por la mayoría de la oposición parlamentaria (con eje en el peronismo) que aprobó casi un centenar de leyes a la medida de Macri.

Pero otro pilar insustituible está representado por la dirigencia burocrática que ocupa y regimenta las organizaciones más poderosas que tiene la sociedad civil en nuestro país: los sindicatos. 

Razones para el malestar y el descontento no faltan: durante 2016 se produjo una caída del poder de compra del salario de los trabajadores registrados de algo más del 6% promedio. En esto coinciden las consultoras de las más diversas orientaciones ideológicas (Ecolatina, Observatorio del Derecho Social-CTA Autónoma, Cifra-CTA). 

Se perdieron 130 mil puestos de trabajo solo en el sector formal y el reciente informe del Indec reveló que la desocupación alcanzó el 9,2% en el primer trimestre de 2017. Se firmaron convenios flexibilizadores en petroleros (Vaca Muerta), en la industria automotriz y en la construcción. La última afrenta contra los derechos laborales fue agitada por el presidente y significó la más maravillosa música para los oídos del país patronal: disparó contra lo que denomina la «industria del juicio», que en los hechos es un reclamo de impunidad para los abusos empresarios. 

Cuando encontró canales de expresión, el descontento social ganó la calle. Marzo fue un mes de movilizaciones intensas: marcha de la CGT –con el famoso hit «Poné la fecha…»–, varias concentraciones multitudinarias de los docentes bonaerenses y otras acciones masivas como el paro internacional de mujeres (8M) o la tradicional movilización por el 24/3.

La coronación fue el paro general del 6 de abril, cuya contundencia fue destacada por la mayoría de los medios y reconocida especialmente por los oficialistas. 

Pero no terminaba de discutirse el balance de la tardía primera huelga general contra Macri, que las dirigencias sindicales fueron al auxilio del gobierno. Con la honestidad bruta que lo caracteriza, Carlos Acuña, uno de los triunviros que conduce la central había adelantado: «El paro nacional no es contra nadie, es un desahogo».

Una vez desahogados, el 1° de Mayo, una parte de la CGT conmemoró el Día los Trabajadores con un efímero y apagado show intimista en Obras Sanitarias. Dos meses después, el Ministerio de Trabajo podía jactarse de que en la ronda de paritarias en curso estaba logrando consolidar la pérdida salarial del año pasado y obtenía un nuevo recorte. «Las paritarias cerradas hasta el momento arrojan un promedio del 20,9%», aseguraba el informe la cartera comandada por Jorge Triaca. Y detallaba: «Bancarios (19,5%), Comercio (20%), Indumentaria (25%), Construcción (22%), Estaciones de Servicio (20%), Plásticos (21%), Gráficos (22,7%), Pasteleros (25%), Aceiteros (21%), Gastronómicos (24 por ciento). Recientemente se sumaron Sanidad, Petroleros y la UTA con porcentajes similares. El ruinoso acuerdo de la conducción de los trabajadores del transporte (en los hechos 8% para este año), provocó una rebelión y una huelga histórica de nueve días en la ciudad Córdoba.

El informe dibujaba algunas cifras, pero la mayoría de las paritarias se pautan en cuotas, por lo cual su efecto verdadero en el incremento anualizado termina siendo bastante menor que el 20 por ciento.

En la Argentina existen 3400 gremios, sobre un universo de 18 millones de trabajadores (empleo público, privado, autónomos, monotributistas, empleados de casas particulares y desocupados), la tasa de sindicalización es del 37 por ciento.No es mayoritaria ni mucho menos, pero sí una de las más altas del continente. Pese a la fragmentación producida por el neoliberalismo y sostenida en las últimas décadas, la clase obrera representa un potencial social irrefutable, cuyo relativo quietismo solo se explica por el conservadurismo de sus dirigentes.

La casta eterna que conduce los sindicatos semiestatizados tuvo una relación de privilegio con todos los gobiernos. Hubo «continuidad sin cambios» en la relación estructural mantenida, tanto en los años kirchneristas como bajo el macrismo. 

Debería ser considerada como uno de los mejores legados de la pesada herencia. Un factor esencial para la gobernabilidad de ayer y de hoy, y un pilar fundamental para el sostenimiento de cualquier partido del orden. El más venerado hecho bendito del país burgués.