Sentada en un mullido sillón, en el corazón de La Casa del Habano, Blanca Alsogaray pita con prudencia un Petit Robusto. Fumando espera, sin prisa, pero sin pausa, a los primeros clientes del día. «Le dije que este es un buen horario para conversar, la gente llega después del mediodía. Salen del trabajo, almuerzan y vienen a fumarse un habano, acompañado de un rico traguito o un café. Es el momento del relax personal. Su tiempo. Ese bien tan escaso en la actualidad», medita la dama, mientras disfruta de otra profunda calada del cigarro emblema de la firma Hoyo de Monterrey. 

La señora Alsogaray es una de las personas que más sabe de puros y del hábito de fumarlos en esta ciudad. El local que regentea desde hace décadas, en las entrañas del siempre frenético Microcentro, se ha transformado en un oasis para los incondicionales del tabaco cubano. «Fuimos la cuarta franquicia que se abrió en el mundo, hoy son más de cien. Piense que el habano está muy ligado al placer, al cambio de ritmo, a dejar a un lado la rutina del trabajo. Por eso creo que el local es una suerte de living familiar, perdido en medio de la ciudad.» Hay en Buenos Aires un nutrido grupo de fanáticos de las variedades de tabacos, las diferentes marcas y los tipos de «vitolas». Y el local de Alsogaray es una fija de esa comunidad. 

Blanca pita una vez más y el denso humo la transporta a su primera infancia. La imagen de su padre disfrutando en silencio de un puro, la casa perfumada, la osadía juvenil de manotear un ejemplar y encenderlo a escondidas. Recuerda también que fumó cigarrillos muchos años. Pero en los ’80, mientras organizaba el stand cubano de la Feria de las Naciones, quedó flechada por los gruesos morenos cubanos y dejó para siempre los delgados rubios nacionales. «Me encantaba verlos, tocarlos, oler su perfume. El habano está bien lejos de la compulsión del cigarrillo. Son ritmos muy distintos. Nada más prenderlo, uno se da cuenta. Es todo un rito: hay que saber cortarlo, calentarlo lentamente sin quemarlo, encenderlo fuera de la boca y luego… el relax. El habano demanda mucha atención.» Entre 25 minutos y una hora, según su extensión. Nada más lejos de los acelerados cinco minutos del cigarrillo, y chau pucho. 

No era sencillo adquirir habanos de calidad en Buenos Aires. Se traían de afuera en forma particular o se conseguían en un puñado de kioscos porteños. Entonces, Blanca vio una señal de humo, tuvo una epifanía y decidió conjugar su pasión con los negocios. Primero abrió una distribuidora y enseguida el local que la transformó en una referencia cardinal del gremio. «Aprendí mucho de mis clientes, exquisitos fumadores, y también los secretos de los torcedores –los fabricantes– que conocí. Tengo más de 50 viajes a Cuba, la meca.» Se transformó en voz autorizada dentro de un universo tradicionalmente masculino. Fue la primera dama en un panel de degustación en la isla, invitada por la reconocida fábrica Partagás. «Cuando arranqué en esto, éramos pocas las mujeres que fumábamos –dice y sobre su cabeza cuelga una foto que muestra una docena de obreras cubanas fumando en sus largas horas de trabajo–. Tenemos un paladar muy especial.» 

Pequeña Habana

Alsogaray  invita a conocer el humidor, su pequeña Habana porteña. Un espacio que conserva a estrictos 18 grados ambiente y 75% de humedad los tesoros de la casa. Allí también están las cajas de seguridad de los clientes más fieles, cuyos nombres Blanca mantiene en reserva, bajo siete llaves. En los estantes, cientos de ejemplares de Cohiba, Bolívar, Fonseca y Flor de Cano duermen la siesta. Marcas icónicas que disfrutaron fumadores de la talla de Fidel Castro, Groucho Marx, Tato Bores y Sarita Montiel. También se destacan los enrulados «culebra», que enloquecían a Jacques Lacan. 

Blanca aclara que el habano es una creación estrictamente cubana. Los fabricados fuera de la isla deben ser llamados puros o cigarros. «La clave sigue siendo el trabajo artesanal, que Cuba mantiene en forma inalterable desde hace siglos: la hoja se corta, se seca a la sombra en forma natural, sin químicos, y el sabor lo da la mezcla. Vuelta Abajo es la mejor región.» Luego da una clase magistral sobre copas, tripas y capotes, los tres elementos que dan cuerpo al cigarro. Mientras posa para la foto, Alsogaray reflexiona sobre el vínculo que une al habano con los sectores más acomodados de la sociedad. Desde luego, pertenecer tiene un precio considerable: un accesible Rafael González cuesta 66 pesos y un imponente Partagás Serie D Nº4, más de 300. En este rubro, el dinero se hace humo en pocos minutos. «En Cuba sí es popular. Fuman todos, desde el campesino hasta el obrero. Cuando funcionaba la libreta de racionamiento, junto al arroz, el azúcar y el ron ‘chispa de tren’, se incluía al habano como producto de primera necesidad».

Antes de que los primeros clientes comiencen el ritual de las volutas, Blanca deja ver otro de los tesoros del local, su pequeña biblioteca. Una serie de ejemplares que narran las andanzas y desandanzas del tabaco: desde los milenarios ritos originarios, pasando por los escritos de los conquistadores sobre los «hombres chimenea», el devenir del consumo entre la nobleza europea y hasta biografías incunables de productores, como la familia Robaina. El maridaje entre la buena literatura y los habanos no es cosa nueva. De obras de Shakespeare y Víctor Hugo han surgido los nombres de dos de las marcas más importantes de la isla: Romeo y Julieta y los inmortales Montecristo. 

Puro humo 

Roberto es el elegante caballero que da la pitada inicial de la tarde. Todos los jueves a las 13, religiosamente, se apersona en La Casa del Habano para cumplir con la liturgia. Es un empresario ligado al mundo de los seguros, tiene 83 joviales años y más de 20 dedicados al cigarro. «Vengo acá y entro en otro tiempo. Uno se sienta en el sillón, conversamos, pero también se piensa mucho», dice, al tiempo que disfruta de su vistoso H. Upmann Half Corona. En sus años mozos, fue un moderado fumador de los delgados Particulares 30. «Pero esto es otro mundo. Le doy un ejemplo: fíjese cómo se apaga el cigarrillo. Se lo retuerce, se lo maltrata. Al habano se lo deja morir en el cenicero, con dignidad. Una muerte natural.»

A la ronda se suma Raúl, parroquiano habitual del establecimiento, con dos visitas diarias. «Tengo la oficina acá enfrente. Llego al trabajo a las 6:30 y hago una parada estratégica a las 10 y otra después de comer, donde incorporo una copita de Etiqueta Negra para acompañar. De alguna manera, me marca dos momentos para frenar en el día», cuenta. Tiene tres años en el club y siente que encontró un verdadero remanso: «La tranquilidad, el aroma del tabaco, el relax que te da fumar, no tienen precio», dice Raúl, y confiesa que mantiene en secreto el costo de su felicidad, para evitar conflictos con su señora esposa. 

El elegante círculo se completa con Lucía, hija de Blanca y médica de profesión. Fuma de vez en cuando, sólo en ocasiones especiales, y sus favoritos son los Epicure Nº2. «Todas las políticas antitabaco me parecen acertadísimas. Pero el habano es muy distinto al cigarrillo: no lo fumás constantemente, hay un espacio y un tiempo para dedicarle, es complicado hacerse adicto. ¿Sabe cuál es la principal causa de muerte? El estrés. Y me parece que el habano puede relajarnos. No se lo puedo recomendar a un paciente, claro, pero sí a mi marido. Sabe cuántas veces lo vi algo nervioso y le dije: ‘¿Por qué no frenás un rato? Vas a ver a mamá y te fumás un habanito.’ Es como un mimo». «