“¿Para qué quiere ir a Yafo? Está lleno de terroristas árabes”, me dijo el conserje del hotel de Tel Aviv. Sin darle explicaciones insistí para que me dijera cómo ir. “Bordee el mar hacia el sur, es cerca, pero vaya en taxi, es peligroso a esta hora.” Esa hora eran las 5 de la tarde y todavía había sol en el invierno húmedo y caluroso, aun al borde del Mediterráneo. Pese a la advertencia opté por ir caminando por la explanada que bordea el mar. Me tomó unos 30 minutos llegar, atravesando barrios cada vez más pobres y con una empinada subida al final. 

Yafo o Jaffa está considerada uno de los puertos más antiguos del mundo. En aquel 1998 era una ciudad eminentemente árabe, invadida por galerías y artistas. Caminar por sus angostas calles escuchando al muecín desde el minarete convocando a los fieles musulmanes para que acudan a las oraciones es como retroceder siglos. De pronto aparece una placita donde unos chicos juegan a la pelota que se les escapa y devuelvo, se ríen de mi mal pase y preguntan en buen inglés de dónde soy. “Ahhh… Maradona” (aún no eran tiempos de Messi). Desde esa misma plaza vi el mejor atardecer de mi vida, con el sol escondiéndose en el mar. 

La noche -que según el conserje pintaba para peligrosa- terminó con el mejor shawarma que probé en mi vida en un bar de otra placita, compartiendo varias cervezas con los supuestos terroristas. Volví en 2010, pero no era lo mismo. Las familias árabes habían sido trasladadas por el gobierno.