Allá por el 2002, después de la debacle y con el país convertido en una película de la saga Mad Max, visitaba a unos amigos en una suerte de casa tomada y centro cultural. Era el edificio de una ex empresa textil. Se accedía por un ascensor a un primer piso alfombrado que era un limbo increíble, donde te cruzabas con todo tipo de gente. Había bandas en vivo, proyecciones de cine, performances artísticas buenas y variadas. Era la primera época de La nave de los sueños. Mis amigos vivían en el piso de arriba.

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Noches de borrachera y buena onda. Yo intentaba escribir cuentos y andaba buscando cosas nuevas para leer. Ahí, me encontré una noche con El jardín de las máquinas parlantes, el libro de Alberto Laiseca, en una edición 1993 de la colección Biblioteca del Sur. “Ojeá esto” me dijo mi amigo Hernán, instructor de kung fu, poeta y jardinero. Salteé y repasé frases de algunas páginas. Quedé fascinado por la locura que salpicaban esos párrafos. El gordo Sotelo y el «Maestro» De Quevedo me atraparon de una con sus andanzas. La Máquina Usina, los «chichis», el «Antiser». No podía creer lo que estaba leyendo. Salí inmediatamente a la caza de un ejemplar de ese libro. Inconseguible, descatalogado.

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Lo pedí prestado a mi amigo, pero no era suyo y después no nos vimos por un tiempo. Un año después, de viaje, visitando a otros amigos, en Rosario, me crucé otra vez con el libro. Estaba ahí en un estante en la librería Ascasubi de Francisco Garamona. Lo compré por doce pesos. Arranqué la lectura en el bondi de regreso a casa y no lo solté hasta terminar las 700 páginas con el Gordo Sotelo tratando de humanizarse, la gran lucha del «Ser» contra el «Anti-Ser», y el delirio mismo entre máquinas parlantes y brujos esoteristas. Me metí tanto en la novela que casi me convierto en uno de los personajes. De hecho hasta el día de hoy hago mudras con los dedos cuando algo no me gusta. Fue amor a primera ojeada.

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Tenía que conocer al tipo que escribió eso. Necesitaba hablar con ese tipo. Ahi me dí cuenta de que era el mismo de los Cuentos de terror de I-Sat. Ya sea casualidad o destino, me crucé con Laiseca un par de días después de haber terminado de viajar en una máquina parlante. Ahí estaba una noche, contando cuentos en el bar del Rojas. Me tomé una cerveza para agarrar coraje y lo encaré. No me ladró. El Monstruo era humano. Me anoté en su taller. Fui su alumno un cuatrimeste en el Rojas y después seguí en su casa en Primera Junta. La primera vez en su casa fue como entrar a un universo paralelo. La cueva del monstruo.

Después pasó el tiempo. Pasaron muchas cosas, pasamos buenas y malas. Pasó mucho literatura. Compartimos cervezas, charlas interminables, discuciones, escritura, libros.

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El «Mostro» fue mi maestro, como De Quevedo para el gordo Sotelo. No puedo hablar de mi vida sin mencionarlo porque él me marcó mucho. Lo mejor que podemos hacer sus discípulos es difundir su obra, su legado, leyéndolo y compartiendo.Y lo digo con genrundios, que le encantaban.

Ojalá allá, en el otro mundo haya tetas y cerveza. Tecnocracia Monitor Triunfo.