Quizá parece que quedó demasiado lejos, pero fue este año, hace unos meses, cuando tuvimos que quedarnos en casa por la pandemia, y se hacían masamadres, se compartían recetas, nos llenábamos de harinas y vivos de Instagram, también ejercicios en casa para equilibrar, y aplaudíamos al personal médico a las 21. Eran días en los que también nos teníamos que refugiar y ver viejos partidos de fútbol. Era todo lo que teníamos, un pasado. La única certeza futbolística era lo que habíamos sido, y entonces la TV Pública nos ponía los Mundiales completos, en continuado, o nos abrazábamos a The Last Dance, y hasta compilados de Fútbol de Primera se nos aparecían con cierta nostalgia.

A medida que repasábamos esos Mundiales, tiempos de celebraciones sin HD, pequeños buenos momentos, un buen partido, estadios llenos, se extendía de manera transversal esa idea de que éramos felices y no lo sabíamos. Ahora estábamos encerrados. El fútbol argentino volvió hace ya unos meses pero nos entregó otro golpe de realidad. Nada demasiado atractivo hay ahí, en una copa que sólo tiene como incentivo la clasificación a otras copas, con una zona llamada deslucidamente “complementación” y sorteos de cruces convertidos en memes. Y si no es eso, es un sistema de tecnología que te hace gritar goles que después se anularán o te avisan que fue gol cuando ya no tenés ganas de gritar. Puñito y adentro. Han hecho que gritar un gol pueda transformarse en un estado de desilusión. Hay que explotar siempre con un asterisco mental.

Como si hubiera sido una forma de sembrarnos el terreno para el dolor, para la pérdida, todo ese pasado que 2020 puso frente a nuestras narices, diciéndonos que eran las únicas alegrías que teníamos, se nos vino encima con la muerte de Diego Maradona. La infancia para muchos, el mito para otros, el hacedor de las máximas alegrías colectivas futboleras, había muerto. Y aunque ya no jugara, aunque sus rodillas con artrosis lo hicieran mover lento, la sensación de que sólo se lo iba a poder recordar hizo explotar en lágrimas a su pueblo. Quedan los videos, que siempre aparece uno nuevo, las fotos, y el @Diego_Bot10 en Twitter con respuesta para todo sacada de la obra de frases maradonianas.

La otra muerte futbolera que nos puso de frente con ese pasado fue la de Alejandro Sabella, el entrenador de la Selección que llegó más lejos a un Mundial en los últimos treinta años; la que generó la fantasía de que Lionel Messi pudiera, al fin, levantar la Copa del Mundo y, para mayor excitación, hacerlo en el Maracaná. Sabella fue más que eso. Para los hinchas de Estudiantes de La Plata fue volver a reinar en Sudamérica y jugarle sin miedo, otra vez, a los grandes de Europa, revivir el partido con el Barcelona de Messi y Pep Guardiola (ese Barcelona, otra cosa del pasado), y más atrás fue el mediocampo de los 10, en el equipo de Carlos Bilardo, con José Daniel Ponce y Marcelo Trobbiani.

Sabella fue también el hombre comprometido, el que reivindicaba a la universidad pública, abría sus puertas en una inundación y dejaba claro que había que ser digno en la victoria y en la derrota, que el segundo puesto también es un mérito. Pero lo inevitable fue revolver los exactos cuatro días que pasaron entre la definición por penales contra Holanda y la final con Alemania en 2014. Maradona, en otra dimensión, Sabella, en su lugar, fueron artífices de la felicidad colectiva, de ese pasado que se revisaba en los inicios de la cuarentena como única forma posible de experiencia futbolística. Con ellos, se muere parte de la infancia (el fútbol, más allá de cualquier edad, siempre es la infancia), las dosis de alegrías que entregaron. Fue como si 2020 nos dijera: “¿Viste esto qué lindo fue? Bueno, no lo vas a tener más”. Nos queda, vacuna mediante, la esperanza de un futuro. Y que algo de ese fútbol que se fue inspire al que esté por venir.