Una paradoja de la comunicación contemporánea es que tenemos más herramientas para segmentar el discurso político entre diferentes públicos, casi hasta el nivel de la personalización del mensaje gracias a las redes (algoritmos, bots, técnicas persuasivas, etcétera) y, al mismo tiempo, nos resulta cada vez más difícil hacerlo por culpa de la excesiva exposición que nos vigila. Va un ejemplo. En 2006 tuve la oportunidad de presenciar en vivo un acto de Néstor Kirchner en un municipio de la primera sección electoral bonaerense. Ya se olía la campaña de 2007, el presidente pingüino estaba diseñando una elección que estaría dominada por Cristina-Cobos en la Nación y Scioli en la Provincia.

Por aquel entonces, cuando Kirchner hablaba para los grandes medios nacionales, nunca faltaban menciones a la pluralidad política (transversalidad, concertación, etcétera) y los Derechos Humanos. Pero en este discurso, con una audiencia peronista territorial y granbonaerense, se limitó a elogiar al intendente, y a prometer más planes de vivienda y mano firme contra los delincuentes. Eso último fue inusual. Segmentó, y se acomodó a los problemas conurbanos de su público presente, que quedó contento con este Kirchner más peronista práctico que progresista retórico.

No sorprendió, porque en aquellos años sin smartphones, ni YouTube, ni redes sociales era habitual que el orador se adaptase a la audiencia del momento, con el resguardo de que las palabras adaptadas no viajarían por todos lados; la prensa a veces cubría todo y a veces no –de hecho, esa tarde hubo algunos móviles que seguían el acto de Kirchner, pero el discurso entero, con las menciones a la inseguridad, no se transmitió por televisión–. En 2021 algo así ya no es posible, porque estamos mucho más observados, y aunque casi nadie sigue la pista a todo el volumen de información que se reproduce en forma constante, nos pueden pescar con la segmentación en la masa cuando menos lo esperamos. Como le pasó a Sergio Massa cuando se propuso filmar videos segmentados para difundir en diferentes provincias, y se filtró su memorable «tajaí», que se convirtió en risas y en una advertencia de que la segmentación no va más. Por eso mismo, una de las recomendaciones de la comunicación política actual es concentrar la palabra en pocas voces, y unificar el relato.

Ese tema fue bien manejado por Cambiemos durante el gobierno de Macri: hablaban pocos, y rara vez se salían de la línea bajada por Marcos Peña. Pero en las elecciones de 2021 se viene un problema generalizado. Por un lado, la oposición tiene muchas figuras, pero ya no un Marcos que le ordene los discursos. Y aunque el gobierno sí tiene una política de comunicación, conducida por la Jefatura de Gabinete, esta es limitada, porque no tiene jurisdicción sobre la gran cantidad de voces que conforman el amplio espacio panperonista. Empezando por la vicepresidenta, el kirchnerismo bonaerense, y los gobernadores.

Una de las consecuencias que tendrá esta anarquía del mensaje modelo 2021 es que no se podrá coordinar uno de los elementos clave de la comunicación política argentina, que consiste en definir qué es el peronismo de hoy, y cómo se lo representa mejor. Para Juntos por el Cambio es un problema mayor, porque necesita más que nunca morigerar su antiperonismo. El botín de guerra natural de una estrategia cambiemita sería sumar lavagnistas, y apuntar a los votantes del FdT que están agobiados por los precios que suben por el ascensor con los salarios que van por escalera, y que temen la ventana al vacío del desempleo.

En esa tarea, además de Pichetto, están los alfiles territoriales bonaerenses de JxC, casi todos peronistas de cuna, que postulan la candidatura de Diego Santilli para la madre de todas las batallas. Pero todos estos soldados del cambiemismo bonaerense no pueden combatir el antiperonismo incontenible de algunos de los influencers porteños y nacionales de JxC. Radicales mendocinos incluidos. Que no solo echan la culpa a Perón y sus herederos de todos los males de la Argentina, sino también al 48%; si el núcleo duro antiperonista domina el discurso cambiemita, la estrategia santillista de aproximación al votante peronista se verá boicoteada por sus propios socios.

Del lado del oficialismo, el desafío no es menor. El gobierno necesita una reperonización discursiva. Por un lado, para movilizar a sus propios núcleos de votantes fieles, que se encuentran algo desmoralizados por las asperezas de 2020, y crecientemente angustiados por la posibilidad de un 2021 de pandemia continuada. Pero también, y fundamentalmente, el FdT debe mantener unido al 48% que le dio el triunfo, y eso requiere motivación. Para un primer año de gobierno de consensos necesarios, son útiles los puentes al conjunto de la sociedad, las referencias a íconos de la oposición como Alfonsín y el protagonismo de los aliados no peronistas. Pero para la batalla electoral, hay que recostarse en las fuerzas propias.

Ahora bien, la reperonización es una maniobra complicada, porque debe contener a los diferentes peronismos que conviven en un solo frente. La oposición se anticipó, y busca explotar eso: habla al mismo tiempo de Máximo Kirchner y de Gildo Insfrán, para decirle al presidente que debe definir qué tipo de peronismo representa. Se necesita una síntesis. Ante ese gran desafío, el encargado de la política comunicacional del gobierno tiene algo propio: es un Cafiero. A diferencia de Marcos Peña, cuyo poder derivaba exclusivamente de la confianza presidencial, el jefe de Gabinete tiene un elemento adicional, y es que lleva uno de los apellidos más convocantes y efectivos del peronismo articulador. El peronismo es, ante todo, un legado, y en la herencia hay una carta para jugar.  «