El diagnóstico se va extendiendo como una advertencia que circula en voz baja y entre los mejor informados. Ya no es una ocurrencia singular de un dirigente. O una frase inspirada  de un autor puntual. La evaluación a la que se refiere este párrafo es compartida por los referentes más importantes del espacio nacional-popular. Su contenido, el espíritu de lo que pretende transmitir, se resume en la reflexión que trasladó a Tiempo un legislador del kirchnerismo, con mucha responsabilidad en el presente, y pasado de funcionario clave del gobierno anterior. «Esta no va a ser una simple campaña electoral. Esto va a ser muy duro. Porque Macri quiere mantenerse en el gobierno a como sea y para eso está dispuesto a forzar los acontecimientos y las normativas institucionales», alertó.

El indicio más crudo del tono beligerante y maximalista que adquirirá la puja por la Presidencia en lo que resta del año (la política como una continuación de la guerra por otros medios dijo alguna vez el filósofo francés Michel Foucault, y con ese juego de palabras invirtió los términos de una famosa máxima del historiador prusiano Carl von Clausewitz) lo aportó el propio Macri en la apertura de las sesiones ordinarias. Lo que viene será de una dureza y una tensión inéditas para la política argentina. Al menos para la democracia post-1983. En el conglomerado peronista se preparan para una confrontación durísima en la que el oficialismo no respetará demasiado las reglas. Y esa sospecha incluye, literalmente, aunque para algunos suene desmedido, el riesgo cierto de fraude.

La transmisión por TV de la Asamblea Legislativa del viernes ratificó la lectura compartida por los dirigentes del peronismo. Entre ellos Cristina Fernández. La gran mayoría interpretó la gestualidad «sacada» de un Macri airado no como una puesta en escena de reafirmación de autoridad inspirada en Jaime Durán Barba. Por el contrario, la señal que se asimiló en el campamento opositor es que Macri está dispuesto a pelear con todo para conservar el gobierno, y eso incluye la intimidación, el espionaje sistemático y hasta la detención de los principales opositores, o de sus allegados más queridos.

«Ojo, Macri no es De la Rúa. En todo caso está más cerca de ser Onganía», es la frase que suele utilizar un asesor parlamentario de la oposición en el Senado. La comparación no alude al origen de ambos jefes de Estado (Juan Carlos Onganía, dictador, tras el golpe a Arturo Illia de 1966; Macri por los votos) sino a la ambición de remodelar la Argentina a través de un gobierno refundacional y autoritario que se prolongaría por décadas. El actual presidente cuenta con un factor adicional en la pelea por su continuidad: el apoyo explícito y desembozado de Estados Unidos. No fue casualidad que, tras provocar a la oposición en el Congreso, Macri haya recibido al venezolano Juan Guaidó en la Quinta de Olivos. Por supuesto, lo trató como a un presidente. Fue un gesto para Washington.

La extrema tensión que se viene en la disputa por el gobierno –el neoliberalismo no quiere perder alegremente un país como Argentina– fue escalando en las últimas semanas. La denuncia por extorsión del empresario Pedro Etchebest y la actuación del juez Alejo Ramos Padilla tensaron aún más el cuadro. El magistrado considera probada la existencia de «prácticas promiscuas» llevadas a cabo por fiscales, espías y periodistas con terminales en el mundo de la inteligencia. De este modo, el macrismo se desayunó, inicialmente con desconcierto y hasta sorpresa, con que en el universo de la política argentina hay otros actores con capacidad para hacer una cámara oculta a lo largo de varios días, registrar conversaciones y monitorear dispositivos. «Las negras también juegan», diría un ajedrecista.

Este escenario de guerra de posiciones, de acciones visibles y subterráneas, está atravesado por un contexto mundial en el que EE UU y la mayor parte de Europa Occidental parecen dispuestos a hacer su aporte para impedir el regreso del «populismo latinoamericano». Lo que en los gobiernos de Lula, Cristina o Rafael Correa hubiera sido inaceptable para la comunidad internacional –como el intento de modificar las reglas electorales sin demasiada explicación ni lógica, y para colmo en un año electoral–, hoy no genera demasiada preocupación allende las fronteras. Al menos hasta ahora. El kirchnerismo, en cualquier caso, ya envió una delegación al Parlamento Europeo para poner el tema en la agenda global.

El miércoles pasado, en la reunión de la Mesa de Acción Política del PJ, el apoderado partidario Jorge Landau aseguró en términos inusualmente duros que el macrismo busca alterar las reglas y hacer trampa. «Le advertimos al gobierno nacional que no intente hacer fraude», avisó con tono fuerte y enfático. En ese mismo mensaje detalló los riesgos que acarrea el contenido de los decretos 45, 54 y 55 de 2019, emitidos por la Casa Rosada en pleno enero. Según pudo saber Tiempo, advertencias del mismo tono recibieron en los últimos días –aunque no por canales institucionales– especialistas en la organización de elecciones: uno de ellos es el radical Alejandro Tullio, exdirector nacional electoral durante el kirchnerismo, designado por Cambiemos en un cargo importante del Correo.

Con este telón de fondo, Cristina –como principal figura de la oposición– sigue analizando sus movimientos. Las alternativas se han reducido a dos: asumir la candidatura presidencial del frente opositor, con todos los costos que eso implica, o hacer un renunciamiento que retome el drama de aquel hecho político que paralizó a la Nación en 1951, cuando Eva Perón desistió de ser candidata a vicepresidenta . «