Mientras dirige la batuta, Omar Federico sopla una zanka y golpea el bombo con milenario fervor. Al hombre orquesta lo custodian sus compañeros de la agrupación Wayra Q’ Qantathi. Frente a una tórrida fogata, suspiran con sus sikus la postrera kacharpaya, como se llama a la fiesta que despide el carnaval. 

Pocos pasos más allá, decenas de bailarines giran en ronda, tomados de las manos. La imagen parece sacada de algún festejo en las alturas de la Puna. Pero si uno ajusta la mirada descubre que no hay cerros de siete colores sobre el horizonte, sólo el gris paredón del cementerio de la Chacarita como fondo.

«Para los que amamos la sikuriada, este encuentro demuestra que la cultura de los Andes también existe en Buenos Aires. Le aseguro que no tiene nada que envidiarles a las fiestas mayores que se hacen cerca del Titicaca», explica agitado Federico, motor fundador de la banda originaria de Parque Patricios. 

No se equivoca. Con 13 ediciones en su historial, el Mathapi Apthapi Tinku se ha transformado en convite obligado para los cultores de la música andina en el llano: migrantes llegados de Jujuy, Salta, Bolivia, Perú, Chile y Colombia, pero también cientos de bonaerenses y porteños de ley. 

Federico es uno de ellos. Su flechazo con los ritmos del Altiplano se dio a principios de los ’80. «Venía de otro palo, más pesado. Me tiraba más una Fender que una zampoña –bromea–. Coleccionaba long plays de Zeppelin, Purple y Black Sabbath. Pero por curiosidad fuimos con un amigo a ver un recital en Canal 13. Tocaban Jaime Torres, Chabuca Granda y Domingo Cura. Fue un clic. Dejé los riff rockeros y arranqué a tomar clases con un músico salteño.» 

Federico formó parte de muchas agrupaciones, se transformó en maestro de sikuris y dedicó su vida a descifrar los secretos de la saya, la diablada, la morenada, la cueca y decenas de géneros más. Con los años, pero sobre todo con la práctica, aprendió que el virtuosismo individualista no tiene espacio en la sikuriada. «Lo importante es sentirse parte de una comunidad», explica. «El siku no puede tocarse solo, necesitás compañía. Cuando soplamos las cañas, estamos conversando. Es un diálogo comunitario.»  

Festejos y contrafestejos

El jujeño Marcelo Torres llegó a Buenos Aires en el ’79 con una valija repleta de sueños. Y de sikus. «Vine a estudiar para técnico electromecánico. Y en los ratos libres, para engañar a la nostalgia, me juntaba a tocar con otros paisanos», evoca uno de los organizadores históricos del encuentro. Por esos años, los migrantes andinos y su cultura eran despreciados por los porteños: «El siku era mal visto. Así que decidimos juntarnos, armar bandas en el Centro Kolla y salir a la calle.» En 1992, el contrafestejo por el quinto centenario sembró la semilla del Mathapi. Arrancaron con tres agrupaciones. Este año dan espacio a más de 40. Que el Parque Los Andes sea el espacio que los recibe no es casualidad. «Acá estuvieron nuestros hermanos del Malón de la Paz, cuando vinieron a reclamar sus tierras –destaca Torres–. No nos juntamos para hacer música y punto. Los aymaras, los quechuas y los kollas queremos mantener viva nuestra cultura, nuestra historia.»

Mariana Barrios, hija de migrantes andinos, es una de las que pone el cuerpo en cada edición. Integra la agrupación Ayllu Sartañani, «comunidad, levantémonos» en aymara. «La idea es levantar los sikus para pelear contra el capitalismo, contra este sistema que nos alejó de la armonía que teníamos con la naturaleza», cuenta la joven y convida un puñado de hojitas de coca. Al Mathapi vino con sus hijos, apasionados de los italaques y los taquiles desde la panza: «Con Sartañani hacemos mucho trabajo en las escuelas, para que los chicos no sientan vergüenza de sus orígenes. Es importante contarles la verdadera historia, la que escribieron Bartolomé de las Casas y Galeano. Acá hubo un genocidio y no un crisol de razas. No se puede tapar el sol con un dedo.» Antes de despedirse, señala un pasacalle colgado en el parque, que grita por la libertad de los presos mapuches y la aparición con vida de Santiago Maldonado: «Antes decían que no éramos humanos, nos llamaban salvajes. Ahora dicen que somos terroristas, violentos, usurpadores. Como le dije, hay que tener presente la historia. Para que no se repita. 

No se baila así nomás 

Multicolores wiphalas flamean en el parque. Las familias se agolpan frente a los puestos que ofrecen empanadas salteñas y manjares más sofisticados, como la vanguardista pizza de quinua o el meloso licor de coca. El elixir es obra de Franco Rizzuti, un cocinero de raíces ítaloargentinas y corazón quebradeño. «Es un proceso artesanal, lleva justo un año de trabajo. De agosto a agosto, porque le pido permiso a la Pachamama», cuenta y ofrece una copita, previa ch’alla obligatoria. Agrega que quiere desmitificar el consumo de la sagrada hoja del inca: «Lo dice el Evo y yo lo repito: la coca no es cocaína». 

La idea de reciprocidad e intercambio, que circula en los Andes desde tiempos inmemoriales, cobra vida en Chacarita. «Aunque estemos en un espacio urbano, este es un auténtico apthapi, la comida comunitaria que realizan los agricultores cuando terminan su faena. En el campo, se tienden aguayos y cada uno aporta lo suyo. Todo el mundo comparte, nuestra cosmovisión rescata la solidaridad», explica el sociólogo boliviano David Mendoza Salazar. El académico llegó desde La Paz, la capital aymara del mundo, para brindar una charla abierta sobre las mil y una danzas que florecen en los cerros. Su última obra se titula No se baila así nomás. Mientras mueve el esqueleto al ritmo de las zampoñas, confiesa que su ritmo favorito es la moseñada: «Se baila en la época de jallupacha, de fertilidad, para que la tierra dé sus frutos. Es el tiempo en el que bailan las flores y las papas.»

Marta Arapa es la bailarina número uno de la filial local de los Intercontinentales Aymaras de Huancané. La agrupación peruana es una de las potencias de la superliga de sikuris. «Los argentinos han empezado a valorar nuestra cultura –reflexiona–. Nosotros somos muy querendones de las costumbres de este país. Y me gusta que el amor sea recíproco. No se olvide de que todos somos hermanos.» La señora Arapa luce larguísimas trenzas, camisa naranja, pollera verde trébol y un par de abarcas todoterreno. Al bailar, hace girar los wichi-wichi que lleva en sus curtidas manos. De su Puno natal, confiesa, extraña los atardeceres junto al sagrado Titicaca y los suculentos platos de pejerrey, arroz y papines. También los kilométricos festejos en familia: «El peruano es de mecha larga –se despide antes de salir a escena–. Baila, toma, baila, come, duerme y vuelve a bailar. El peruano no muere fácilmente».«