A 65 años de su fundación y luego de más de una década fuera de circulación, la editorial Planeta revive la marca Minotauro, el mítico sello responsable de difundir en Latinoamérica lo mejor del género de la ciencia ficción casi al mismo tiempo que esta se escribía en los Estados Unidos y Europa. Creado por el editor argentino (nacido en España) Francisco Porrúa, Minotauro fue el primer hogar en lengua castellana que tuvieron las obras de autores de la talla Philip K. Dick, Richard Matheson, Ursula K. Le Guin, Frederik Pohl, Theodore Sturgeon o Brian Aldiss. Y, por supuesto, Ray Bradbury, cuyo libro Crónicas marcianas, con una traducción del propio editor y prólogo de Jorge Luis Borges, fue el encargado en 1955 de presentar a Minotauro en sociedad. En consonancia con el centenario del nacimiento de Bradbury, Planeta acaba de relanzar aquella experiencia, incluyendo el prefacio borgeano, como carta de presentación de una nueva colección bautizada como Minotauro Esenciales.

Así mismo el proyecto ya cuenta con un cronograma de lanzamientos que por el momento incluye títulos como Farenheit 451 (Bradbury) y La casa Infernal (Matheson) en marzo y Mercaderes del espacio (Pohl), en abril. En mayo vuelven los nombres de Bradbury y Matheson con El hombre ilustrado y el hoy inconseguible Soy leyenda, mientras que junio se convertirá en el mes de Philip K. Dick, con la edición de tres títulos de culto: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, El hombre del castillo y Ubik. Pero para entender el valor no solo de este relanzamiento, sino de la histórica fundación de Minotauro, tal vez convenga viajar en el tiempo, 65 años hacia el pasado.

A mediados del siglo XX la Segunda Guerra Mundial recién había terminado y sin embargo la calma no parecía dispuesta a ocupar de nuevo su lugar. La renacida paz no era más que una ilusión tan frágil que el más mínimo roce político podía acabar con ella. Como una continuidad del conflicto bélico, la tensión constante entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, dos potencias militares que jugaron a repartirse el mundo durante casi 40 años, no dejaba de proyectar la sombra de una guerra posible.

Una Guerra Fría siempre al filo del hervor. Pero esta vez podía ser la conflagración definitiva, en virtud de que la recién descubierta energía nuclear aplicada a la industria armamentista amenazaba con hacer volar los pedazos del planeta Tierra por el espacio. El mundo entero vivía sometido al terror de que un día “La Bomba” por fin cayese en cualquier parte y que en apenas un suspiro la humanidad se convirtiera en el último recuerdo de la memoria de nadie.

Fue en ese contexto que la ciencia ficción se convirtió en el género más popular, tanto en el cine como en la historieta, pero sobre todo en el campo de la literatura. Sus autores más destacados lo entendieron enseguida: la metáfora de la fantasía científica era capaz de conjurar todo aquello que flotaba en el aire de una época extrañamente paradójica, luminosa a pesar de la oscuridad que la envolvía, reuniendo en su seno al miedo con la esperanza. De golpe un universo de invasores alienígenas se dispuso a tomar el planeta por asalto, las naves espaciales se alistaron para partir como carabelas del futuro en busca de nuevos mundos, y los autómatas y robots llegaron para modificar la topografía del paisaje humano, conformando las sociedades distópicas de un mañana a veces demasiado próximo.

En 1955 todo aquello parecía muy lejano para una Argentina que avanzaba hacia el quiebre definitivo de su historia, que significaría el derrocamiento del presidente Juan Domingo Perón y la consiguiente la proscripción de su figura y de su espacio político. Sin embargo y contra todo pronóstico, fue entonces que Porrúa le abrió la puerta a todos esos universos de fantasía casi en tiempo real.

El joven editor tenía por entonces 33 años y ya hacía más de una década que había llegado a Buenos Aires para estudiar Letras desde Comodoro Rivadavia, ciudad en la que se había radicado su familia española cuando él todavía era un bebé de dos años. La primera vez que Porrúa leyó el nombre de Ray Bradbury fue en un artículo firmado por Jean-Paul Sartre, en el que el padre del existencialismo se refería al por entonces promisorio autor estadounidense como “el poeta de la ciencia ficción”. Aquella mención alcanzó para capturar la curiosidad del futuro editor, quien de inmediato se movió para conseguir (y lo hizo) los derechos para publicar en castellano la obra del autor de las Crónicas marcianas, que luego él mismo se encargó de traducir.

Aquella primera edición resultó un éxito tale proporciones que en pocos años Minotauro se volvió una editorial popular. A través de ella se publicó por primera vez en castellano la obra de J.R.R. Tolkien, que a pesar de no haber despertado demasiado interés en Porrúa acabó vendiendo miles de libros en sus primeras ediciones, llegando a varias decenas de millones con el correr de las décadas.

Gracias a su buen ojo para detectar obras en las que la calidad literaria se combinaba con el potencial comercial, Porrúa fue contratado como editor por Sudamericana. Su labor ahí fue vital para lanzar la carrera de autores fundamentales del famoso Boom Latinoamericano, como Julio Cortázar o Gabriel García Márquez, pero esa es otra historia. Hoy corresponde celebrar el regreso de Minotauro, que renace trayendo bajo el brazo un puñado de títulos clásicos que el amante no solo de la ciencia ficción, sino de la buena literatura, no debería dejar pasar.