El Destino se encuentra cerca del monumento en que Rodrigo Díaz de Vivar monta a Babieca, el colectivo 106 para prácticamente en la puerta. Es el bar elegido por Luciano Lamberti para concretar la charla con Tiempo. En medio de la oscuridad de la tarde, el lugar explota como una bomba de luz, ruido y vidrio, el feriado ruge en la garganta de los niños desperdigados en las diferentes mesas. No resulta fácil conversar sobre los aspectos tenebrosos de la vida y la literatura en un ambiente en el que hasta el último rincón se inunda del artificioso brillo de las lámparas dicroicas. Lamberti sugiere tener la charla afuera, así de paso fuma y elude “la dictadura de la salud”.

En el exterior, el ambiente cambia, el viento frío repone algo de tranquilidad y hasta el motor de los colectivos parece menos atronador. “Me encanta Buenos Aires, me vine hace dos años. De todos los cordobeses que conozco ninguno se volvería. Es más linda y hay más cosas para hacer”, afirma, mientras golpetea el cigarrillo contra la mesa del bar.

Entre los cafés descansa La maestra rural, su última publicación, editada por Random House. “Yo nunca escribo sobre donde estoy, sino sobre donde estuve. Escribo sobre pueblos o ciudades chicas, creo que es mi espacio para trabajar. Cuando estaba en Córdoba escribía sobre mi pueblo, San Francisco; en esta novela también surgen otros espacios, como Córdoba capital, en los que se mueven los personajes. Tal vez si me mudo a Estados Unidos escriba sobre Buenos Aires.”

En 2012 su libro de cuentos El loro que podía adivinar el futuro (Nudista) se instaló en el mapa literario nacional con el antecedente de El asesino de chanchos (Tamarisco, 2010), inmediatamente reeditado. En el primero, sus historias transitan el fantástico y la ciencia ficción, relatos en los que el mundo ordinario deja lugar a los más extraños paisajes o donde algo anómalo irrumpe y desequilibra el ambiente cotidiano: “No es un fantástico filosófico, sino de experiencia. Es una influencia no dicha de Cortázar, algo que cruza su obra es la emoción de encontrarse con lo otro, con lo que se sale de lo esperable.” Ante la pregunta por si se encuentra cómodo dentro de alguna escuela o grupo literario mira con un poco de desconfianza y se escabulle con cierta ironía, “dicen siempre que soy cordobés, pero hace años que vivo en Buenos Aires”.

–¿Por qué escribir?

–Escribir tiene que ver con el placer y con terminar las cosas, el camino puede ser pedregoso pero me da satisfacción terminar. Me imagino que debe sentir lo mismo alguien que hace una escultura de arcilla. Es algo real que está en el mundo, que pesa, que tiene su densidad. Y tiene que ver con hacerlo cada vez mejor, uno compite contra sí mismo, como decía Faulkner.

–Si bien hay una línea ligada al fantástico que recorre tus libros, existe una distancia entre El asesino de chanchos y El loro que podía adivinar el futuro.

–El asesino tenía que ver con el deber de registrar políticamente la realidad de los resabios del menemismo, las fábricas vacías y la mugre eran una representación de esa época. El clima y los espacios son casi lo más importante, el fondo de la historia definía las emociones y el carácter de los personajes. Es un realismo distorsionado, según mis amigos. No se trata de representar la realidad, sino que desde ahí busco lo raro, lo excéntrico. Trataba de que esos personajes pudieran ser el vecino de al lado, pero que a la vez perturbaran y generaran incomodidad.

–En El Loro… proponés narraciones de un fantástico más clásico.

–Sí, son narraciones más cerradas y transcurren en lugares más inverosímiles. Ahí recuperé ciertas lecturas que tenía prohibidas por la academia. Cada cuento tiene una referencia, como Stephen King, RayBradbury, Philip Dick, James Ballard. Las primeras versiones las escribí a máquina, para sustraerme de la droga que es internet, y en la máquina de escribir tenés que ir para adelante, no podés detenerte en cada palabrita. Lo imperioso es terminar la historia. Después hacía las correcciones en computadora. Yo escribo desde muy chico, y una de las primeras cosas que hice, antes de la secundaria, fue comprar una Olivetti de plástico vendiendo pastelitos. Entonces, la máquina me traía esos autores que leía en la preadolecencia. Cuando era estudiante en Córdoba escribí una novela y el ruido de la máquina molestaba mucho a los vecinos, porque yo vivía de noche, recién a las 6 me iba a acostar. Había uno que me odiaba profundamente porque el ¡tac tac tac! lo tenía despierto toda la noche. Así que a la mañana ponía la música fuerte para vengarse.

–Hay algo de la normalidad que desaparece cuando la mirás detalladamente.

–Para mí, esa es un poco la función de la literatura. Todo pasa por la disección que hace el escritor de cada personaje. Una historia anodina contada a través de las emociones del personaje se vuelve casi épica. El rol de la literatura es volver extraño lo ordinario.

–Si alguien leyera sólo el principio y el fin de La maestra rural se encontraría con dos libros totalmente diferentes.

–La idea es que el lector se vaya metiendo en este mundo de locura progresivamente. Como en las grandes novelas que a mí me gustan, que son las que te plantean una experiencia no sólo de lectura sino total. Obviamente yo hago lo que puedo con lo que tengo, por eso pasé del cuento a la novela, porque tenés más tiempo al lector con vos y podés hacer más cosas.

–¿Te dio miedo pegar ese salto del cuento a la novela?

–Sí, obviamente era un desafío, venía de escribir cuentos, que en un punto son una maquinita, uno trata de no repetir el mismo relato hasta el final de la vida, es un género que tiene un límite. Es algo que aprendí con los años y no puedo explicar del todo. En cambio la novela se puede abrir indefinidamente, esta podría haber tenido mil páginas.

–¿Y por qué la cerraste?

–Porque no quería ser un plomo (risas).

–¿Estabas pensando en el lector?

–Sí, obviamente, me podría haber ido por las historias secundarias, que tienen su vida paralela a la rama principal, pero preferí dejarlas en las sombras, insinuar nada más.

-¿Cuánto tiempo tardaste en resolverla?

-Tres años desde que empecé hasta que la consideré más o menos digna y la llevé a la editorial. Incluso después la cambié bastante.

–¿Cuál es tu responsabilidad con el lector?

–Mi ética de trabajo es la corrección, como dice Carver. Me parece un gesto de compromiso hacia los lectores. Uno se plantea la mejor forma posible, aunque tiene que resignarse, se la tiene que plantear. A mí me interesa el lector, lo valoro y está presente en lo que escribo, en las correcciones sobre todo. Pero yo me dedico a contar historias lo mejor que pueda, después lo que pase con eso no está a mi alcance.

La novela narra a través de dieciocho voces –vecinos, amigos, admiradores– la vida monótona de la poeta Angélica Gólik y su misteriosa desaparición. ¿Cómo una mujer tan común puede escribir poesía de esa profundidad? Una de las claves del libro es la paranoia, que en la novela se ancla en los personajes con problemas de percepción, que a su vez dan pie a la mutación del género narrativo, del realismo a la ciencia ficción. “Yo aprendí leyendo a Viel Temperley y otros poetas que hacen referencia a la poesía como algo que viene de otro mundo. Ese es otro de los afluentes de la novela. Ese otro mundo podría ser literal. Y la novela plantea esa pregunta, ¿de dónde viene la poesía?, ¿cómo pueden ciertos poetas llevarte a ciertos lugares del pensamiento, de la experiencia, de las sensaciones? Se trata de generar esa reflexión en el lector.”

Por un lado, la novela presenta a una mujer en la soledad del pueblo, escribiendo para ella misma: “Esa imagen me parecía muy adorable. Al venir de una ciudad chica, conozco gente así, que escribe fuera de cualquier camarilla literaria, de cualquier pretendido ascenso social, y se combinó con unos videos de avistamientos de ovnis, en uno había una colombiana que decía que su hijo era mitad extraterrestre y mitad humano. Cuando se cruzaron esas dos cosas, dije: «ahí hay una historia.”

–Claro, eso explica bastante (risas), pero cómo pensaste esa estructura en la que cada capítulo es la voz de un personaje que aporta su punto de vista.

–La estructura de la novela salió sola. Yo escribí el diario de Angélica entero, en el libro figura sólo una parte para que se note que algo falta, y la parte de Santiago, el poeta encandilado por su poesía. Después introduje otras voces, curioso por ver qué pasaba si metía más testimonios sobre esta mujer que es un misterio. Porque yo conozco cómo se resuelve este misterio, entonces dilaté esa resolución lo más que pude para mantener agarrado al lector. Abonar eso me parece fundamental en la literatura: la pulsión por seguir leyendo. Querer saber qué pasa a continuación, cómo se resuelve ese misterio. En cierta medida lo resuelvo y, a la vez, planteo otros misterios que no.

–En un punto, el final es arbitrario, como en los libros de Elige tu propia aventura, podría haber tenido otros.

–Sí, me gusta eso. La mitad es realista, cualquier apuesta fantástica o de ciencia ficción tiene que tener una base realista que la haga creíble. Eso lo aprendí de Stephen King, sus mejores novelas hasta la página cien son descripciones de un pueblo. Empezar con naves espaciales destruyendo todo, hubiera sido muy aburrido para mí. Además un argentino no puede escribir ciencia ficción como un norteamericano de los años cincuenta. Eso no es creíble, no sólo porque no está la fantasía de las naves espaciales, sino porque nunca llegarían acá, apenas los pedazos viejos de desecho para que podamos armar un carro tirado por caballos robot que salen a buscar cartón a la calle. Ya somos una distopía.

–Córdoba tiene una historia con los ovnis y está la novela Cielos de Córdoba de Federico Falco…

–Sí, es cierto. Con Falco fuimos a cubrir juntos el 11/11/11 en Capilla del Monte, él para Perfil y yo para revista Crisis. Había una ceremonia con una especie de sanador que se había hecho famoso por internet. En el Uritorco está la leyenda de la ciudad subterránea llamada Erk, en fin, fue divertido el proceso pero no avistamos nada (risas).

El misterioso espacio de una casa

Ya desde el epígrafe surge el tema de la casa como el resumen del misterio posible. En el inicio de la novela, un epígrafe de Emily Dickinson –una poeta que hace eco en la protagonista, Angélica Gólik– reza: “La casa que no hicieron manos humanas estaba delante de mí, abierta”. En una casa siempre pasan cosas, a veces terribles, a veces maravillosas. Acá transcribimos una parte del diario de Angélica Gólik:

«Anoche, otra vez, sueño con la casa.

Camino por una arboleda y al cabo de un rato la diviso, a lo lejos. Una casita de madera, pequeña, delicada, basta, sombría. Techo a dos aguas, rojo, una ventana a cada lado y una puerta, también, de madera. De la chimenea sale humo. Parece la cabaña de los osos en el cuento. Una casa para que viva una sola persona, alguien muy solitario, alguien que ha decidido recluirse del género humano. Yo la miro desde una distancia prudente, y eso es todo. No avanzo, no entro, no espío por las ventanas. No grito un nombre ni doy palmadas para llamar la atención. Miro la casa sintiendo a mi alrededor la gravitación del paisaje, de de los árboles, de los pájaros, de las nubes, del cielo, del mundo. Tengo la sospecha de que detrás de esa puerta hay algo importante, algo brillante y enloquecedor, y sin embargo cuando me acerco siempre acabo despertándome, encharcada y triste como después de soñar con algún muerto querido. La misma sensación que tengo a veces después de hacer el amor con Héctor.

Recordatorio: escribir poema sobre la casa.»