Una furia patria pone en escena la esquizofrénica realidad argentina. El humor, festivo y sanador, que además recupera la fiesta del teatro, es la estrategia con que Andrés Binetti y Mauro Molina –autor y director, respectivamente– descosen los parches que apenas cubren el vaciamiento cultural que vive la Argentina para ver qué hay debajo. 

En un ficcional museo del teatro argentino, tres trabajadores estatales y la primera visitante que reciben en años (que a lo largo de la pieza mostrará su verdadero rol en la institución) plantan algunos de los puntos sobre los que girará la puesta. Parte de su riqueza se sustenta en que no presentan una lucha de héroes contra villanos, sino que multiplica los puntos de vista. No solo porque los personajes dan testimonio de una cantidad de discursos sociales –xenófobos, homófobos, etc.– que los atraviesan, sino también por el uso de cámaras en vivo y una pantalla gigante que muestra diferentes espacios, algunos fuera del panorama del espectador. 

Al dar cuenta del aspecto audiovisual, Molina explica que para Una furia patria pensó en una instalación que aunara dos facetas, «la de vigilancia, como una tecnología disciplinadora, en el sentido del panóptico de Foucault y, al mismo tiempo, la inutilidad de ese dispositivo en un espacio vaciado. Los personajes responden ante ‘alguien’ que no se sabe siquiera si existe. Son personajes oprimidos, pero serviles al sistema.» 

Binetti confirma que eso se relaciona con prejuicios claramente presentes en la sociedad. «Uno lo ve en la pérdida del registro del otro, cuando se dice ‘choriplanero’ no se piensa en una persona, o cuando se dice ‘lo pago con mis impuestos’ y se puede pensar que con esos mismos impuestos pagaron las balas que mataron a Kosteki y Santillán. Esto está muy en boga y creo que la obra es un poco la anticipación de eso que está tan efervescente hoy día.» 

Molina cuenta que en la puesta se potenció el humor, uno de los motores que ya traía el texto y le da un ritmo sostenido a la pieza. Además, «continúa un registro y un lenguaje actoral que veníamos trabajando con nuestro grupo desde otras obras. Hablar de temas tan serios desde la comedia te permite llegar distinto al espectador.» 

Ambos forman parte de una generación que busca cómo expresarse desde el teatro independiente: «Este es nuestro espacio de resistencia y militancia– afirma Molina–. El texto también problematiza el teatro como pieza de museo, es decir, algo muerto. Si el teatro burgués le dice al espectador lo que quiere escuchar, tenemos que buscar un camino para interpelarlo y generar una reflexión. Usar el teatro como una herramienta de transformación social.» 

El director sabe que todo teatro es político, pero se pregunta cómo hacerlo sin ser panfletario. «El tema audiovisual funciona un poco como el cartel brechtiano. Nos paramos estéticamente con la frase: ‘Los pueblos que no tienen cultura, no tienen alma.’ Es como que en estos tiempos de neoliberalismo nos pegamos más a la familia, porque somos nietos o bisnietos de Leónidas Barletta y del Teatro Abierto.» 

«Con Mauro tenemos una coincidencia estética –asiente Binetti–, incluso generacionalmente estamos en la paradoja de querer llegar al público, pero sin copiar las fórmulas de lo efectivo. Esto lleva a pensar mucho qué y cómo decir. No podemos permitirnos la soberbia de que no nos importe el público, algo que en otras épocas sí estaba.» 

Al finalizar la obra, cuando María Viau, que brilla al encarnar a la guía del museo, invita al público a hacer correr la voz si la ha pasado bien, uno siente que queda con una deuda. Ahí dio inicio el encuentro con Binetti y Molina. «

¿Cuándo? 

Martes a las 20:30 en Patio de Actores (Lerma 568). Actúan: María Viau, David Paez, Yannick du Plessis, Lucía Urriaga.