Conocemos de la producción teatral de Rodolfo Walsh dos textos, escritos en los primeros años de la década del sesenta y editados por Jorge Álvarez en 1964: La granada y La batalla. Sabemos, además, que en 1966 participó con otros autores en el espectáculo Peligro, seducción.

Por otra parte, el teatro argentino se ha enriquecido con adaptaciones de sus textos no-teatrales realizadas por otros artistas, y lo tiene como personaje y tema en las obras de otros dramaturgos, de Walsh y Gardel (1993) de David Viñas a Walsh, todas las revoluciones juntas de Mariano Tenconi Blanco (estrenado este año y actualmente en cartel en el Teatro El Extranjero).

La granada inscribe en su poética un profundo sentido de la dinámica escénica. De él se desprende que Walsh sabía de los ritmos corporales y las intensidades espaciales propias de la pentadimensionalidad del teatro: el control de los tres órdenes del espacio, el tiempo y la relación con el público. Subió a escena en 1965, con dirección de Osvaldo Bonet (Teatro San Telmo). En el elenco estaban Héctor Giovine, Oscar Viale, Alfonso de Grazia, Osvaldo Bonet, Arturo Maly y otros. La granada tuvo también una buena versión dirigida por Carlos Alvarenga en la temporada 2003 del Teatro Nacional Cervantes, con Horacio Roca, Juan Gil Navarro, Patricio Contreras y Antonio Ugo en el elenco.

En una carta a su hija María Victoria, enviada desde Tigre el 15 de enero de 1965, Walsh habla de la expectativa que le genera el próximo estreno de La granada, y expresa la relevancia que le da al teatro en su apuesta artística-intelectual. Evidentemente, en los sesenta, el teatro tenía la fuerza de un arma. A diferencia de La granada, La batalla parece optar por un paradigma dramático más literario, todo sugiere que fue escrita más para la lectura y la cultura del libro que para la representación.

Walsh reflexionó sobre su dramaturgia: “Me siento ligado, con diferencias de concepto y estilo, al teatro de [Roberto] Cossa, [Germán] Rozenmacher y [Sergio] De Cecco. Pero yo no quiero hacer un teatro realista, sino uno que aluda a lo real sin ser realista, que tome lo real desde abajo, que lo exprese mediante símbolos poderosos sin ser documental”. Walsh se refiere, por relación y diferencia, a los recientes y apreciados estrenos de Nuestro fin de semana de Cossa, Réquiem para un viernes a la noche de Rozenmacher y El reñidero de De Cecco, todas de 1964.

ilian Tschudi (Teatro argentino actual, 1974) relaciona La granada con la poética de la farsa y la emparenta con la farsátira de Agustín Cuzzani y las farsas de Aurelio Ferretti, autores del teatro independiente de años precedentes cuyo legado continuaría Walsh de alguna manera. Sin duda hay componentes de farsa y de sátira (a la institución del ejército) en La granada, pero su poética es más compleja, heterodoxa, híbrida, porque a diferencia de la farsa canónica (que pone en suspenso la “justicia poética”, la distribución simbólica de premios y castigos), Walsh finalmente elabora una cartografía de Bien y Mal, siguiendo la tradición pedagogizante del teatro-escuela. Walsh salva al joven, inocente Soldado y destruye al aberrante Capitán Aldao, y ratifica con la risa el sentido de ese final.

Trabaja, por un lado, con una reelaboración del melodrama propia del realismo socialista: el maniqueísmo que opone el héroe ingenuo y bienintencionado (entelequia del Bien), víctima del sistema social, al villano (entelequia del Mal) que persigue irracionalmente a su víctima. Si algo relaciona La granada con los imaginarios del nuevo teatro argentino de los sesenta es su rescate del “hombre común”, ése que está solo y espera algo que lo libere de la sociabilidad insatisfactoria que padece. En este sentido se parece también a la dramaturgia de Ricardo Talesnik, Carlos Somigliana, Ricardo Halac, Humberto Constantini, Juan Carlos Gené…

Pero además no se puede dejar de observar en La granada, una doble pulsión: una crítica radical a la subjetividad de la derecha militar (Walsh se ubica así en la tradición de nuestro mejor teatro de izquierda, en complementariedad con buena parte del movimiento del teatro independiente en los sesenta), junto a una cierta fascinación por el mundo del ejército y especialmente por las armas y la experiencia de la guerra. El nítido maniqueísmo que opone el Soldado al Capitán Aldao en el juicio militar se vuelve más difuso en otros roles de la pieza.

De acuerdo con la observación del mismo Walsh sobre los simbolismos de su dramaturgia, uno de los elementos más potentes y cargados de sentido es el símbolo del hombre-granada, el hombre-bomba, el hombre-estallido, que enriquece el personaje del Soldado con una dimensión revolucionaria (incluso involuntaria para el mismo personaje, pero al mismo tiempo inexorable). Eso que hace del hombre común, sin transición, un hombre excepcional, como le explica Fusselli, el otro hombre-bomba. La misma arma que el ejército utiliza en una dirección, adquiere un sentido contrario y se transforma en una nueva función. Walsh cambia el signo de la granada para anunciar que, desde adentro mismo del sistema, surge un nuevo orden inesperado que lo pone en jaque y lo destruirá.

La escena más relevante de la pieza es aquella en la que el joven Soldado elige levantar el dedo que mantiene obturado el dispositivo detonador de la granada. Es el hombre común el que debe hacerse cargo de sus decisiones, afirma Walsh, en una evidente deuda con el existencialismo sartreano. Y esa decisión será la que cambie el signo del estallido. Los trazos de la dramaturgia de Walsh están escritos sobre el fondo del anhelo de la revolución.

La magnífica complejidad poética de La granada suma, entonces, farsa, sátira, maniqueísmo melodramático del realismo socialista, simbolismo, existencialismo… Y no acaba allí. Tschudi ha destacado el “teatro dentro del teatro” que implican los simulacros del entrenamiento del ejército, esto es, el teatralismo no realista (como quería Walsh), la auto-referencia teatral de La granada. Y agreguemos otro elemento presente en esta poética: las situaciones expresionistas, de objetivación escénica de los contenidos de la conciencia del Soldado, su mundo onírico, en el Acto Segundo, cuando Rosa, el Padre y la Madre se le aparecen en sueños.

Aunque olvidada por muchos historiadores y marginada del canon, La granada de Walsh es uno de los textos insoslayables del teatro argentino de izquierda de los sesenta, un eslabón que pone en evidencia los procesos políticos de construcción de utopías en la escena nacional.