Algunas horas antes de salir a jugar, la Selección Argentina ya había perdido. La noticia recorrió el mundo por lo sorpresiva y por lo impactante. Lionel Messi fue sancionado de oficio por la FIFA con cuatro partidos de suspensión en el marco de las Eliminatorias al Mundial de Rusia 2018. El motivo esgrimido es aquel que sucedió en el último instante de la victoria ante Chile en el Monumental: los insultos del mejor jugador del mundo al juez de línea. Queda pendiente una apelación de la AFA, que en el medio del descalabro elegirá al Chiqui Tapia como su nuevo presidente. Si hubiese que evaluar las posibilidades de éxito de esa apelación por la autoridad moral de quienes vayan a elevarla, habrá que coincidir en que la causa está perdida.

Sin Messi entonces, hasta el último partido de este camino empedrado que el equipo de Edgardo Bauza transita sin el más mínimo rumbo diagramado. ¿Qué será para aquel momento, a principios de octubre, cuando toque enfrentar a Ecuador en Quito? Intentar respuestas sería lo único que le falta a este presente de angustias y disparates.

Un rato después de perder, la Selección Argentina salió a jugar frente a Bolivia y los 3600 metros de altura. Un equipo claramente alternativo eligió Bauza, y no sólo por la ausencia forzada de Messi. De los supuestamente titulares que enfrentaron a Chile sólo repitió al arquero Sergio Romero, a Marcos Rojo y a Di María. Cambió jugadores y planteo el entrenador, obligado por un cúmulo de circunstancias, todas negativas: suspendidos por doble amarilla, futbolistas en mal estado físico, la bendita altura, la necesidad de arañar aunque sea un empate frente a Bolivia, la ya comentada sanción a Messi…

Y así la Selección Argentina volvió a perder, esta vez con la camiseta puesta. Fue 2 a 0 frente a uno de los equipos más débiles del planeta, que sin embargo lo superó con claridad, sobre todo por lo realizado en el primer tiempo. A los muchachos de Bauza no les alcanzó ni con los tubos de oxígeno ni con las supuestas propiedades terapéuticas de pastillitas de colores. Pudo más la falta de aire y, sobre todo, la falta de ideas para jugar a la pelota.

En la conferencia de prensa, sin alternativas, Bauza le tocó poner la cara. Cara seria, de preocupaciones, de derrotas. Esta vez el entrenador no recurrió a las ironías para puntear de manera absurda el nivel del equipo. Ensayó un análisis banal de los noventa minutos. No terminó de redondear una reflexión sobre cómo se imagina los próximos tres partidos sin Messi, seguramente porque no quiere ni imaginarlos. Se ofuscó ante la insistencia de las preguntas sobre su continuidad en el cargo. “No me tuerce nada ni nadie”, dijo, sin profundizar, aunque dio por válida la máxima resultadista: “La continuidad en el trabajo de los directores técnicos siempre depende de que logremos ganar”. Políticamente correcto, dijo que confía en que los dirigentes que desde mañana conducirán la AFA “lo harán muy bien”. Y finalizó con lo que fue, quizás, la única respuesta verdadera: “Sólo nos queda pensar en lo que viene”.

Lo que viene es en agosto y queda demasiado lejos en el tiempo como para arrastrar incertidumbres hasta entonces. Sin embargo, no habrá otra opción. Se harán cálculos sin ninguna rigurosidad matemática para establecer las chances ciertas de Argentina de clasificar a Rusia 2018, ya sea de manera directa o disputando el repechaje. Algunos levantarán apuestas pronosticando la hecatombe futbolera de tener que mirar el mundial por televisión y otros subestimarán la situación con frases optimistas, del estilo “la FIFA no se va a arriesgar a perder millones de dólares y por eso no hay ninguna chance de que Messi no juegue el mundial”. Así las cosas, el futuro parece haber llegado hace rato. Llegó como vos no lo esperabas. Todo un palo, ya lo ves.