Noé Jitrik cita a Tiempo Argentino en el viejo bar Thibon ubicado sobre la calle Montevideo al 700. Dice que es como su casa. La calidez que le otorga la madera, su aire de otra época –fue fundado en 1935– y un rinconcito acogedor alejado de la puerta constituyen la escenografía ideal para una charla.

Leer tanto los textos teóricos como de ficción de Jitrik es siempre una experiencia reveladora. Su última novela, Terminal, no es la excepción. ¿Cuál es su referente? La literatura misma concebida como espacio en el que el afuera se procesa con mecanismos propios y exclusivos. Jitrik no es de los escritores que contrabandean ideas escondidas en las palabras como si estas fueran meros contenedores transparentes, no empaqueta mensajes pensando que la escritura es la continuación de la realidad por otros medios. Él se ubica en la vereda de enfrente. A los 88 años y con una larga y reconocida trayectoria, no se apoltrona en la comodidad de las certezas que suele dar el prestigio. Prefiere el incómodo lugar de la duda y el cuestionamiento, es decir, prefiere seguir interrogando a esa materia esquiva e inquietante a la que le dedicó la vida: la escritura.

–Si tuviera que definir Terminal, diría que es una novela que habla de la literatura y de la verosimilitud, de la literatura como creación de mundos y que se pronuncia contra la fantasía de poder llevar la realidad a la escritura. ¿Usted acuerda con esto?

–Sí, en términos académicos diría que es una renuncia al realismo. En cuanto a la literatura, es una visita, medio inoportuna en algunos casos, respecto de situaciones que en otro proyecto podrían ser encaradas de otra manera.

–¿Por ejemplo?

–No entiendo casi una novela norteamericana con ese elemento literario tan explícito y, al mismo tiempo, tan socarrón y tan destruido.

–¿Se refiere a que el inicio podría ser el de una novela policial y que luego deriva hacia otra cosa?

–Sí, pero de entrada nomás, lo policial está desvirtuado por la irrupción de algo que no tiene mucho que ver.

–Y que es la música de César Frank.

–Sí, la música de César Frank escuchada por el portero del edificio donde tiene lugar el crimen.

–¿A César Frank se lo podría asimilar al romanticismo? Se lo pregunto porque la escena del cementerio del final podría muy bien ser asimilada a esa corriente.

–Sí, eso podría ser una reminiscencia de Edgar Allan Poe y su gusto por los cementerios. También hay otras reminiscencias literarias de las que yo soy deudor. Por ejemplo, Rulfo. Creo que está la idea rulfiana de la muerte y la convivencia con la vida. Eso está indirectamente presente. Nunca aparece mencionado porque sería una falta de gusto hacerlo.

–Casi todos los personajes tienen en su nombre incluida la palabra Dios. Como usted lo cita a Huidobro, que tenía que ver con el “creacionismo”, pensé que no era casual.

–Claro, es como si los personajes que configuran ese universo tuvieran ese elemento en común, Dios. Es como si fuera un símil del mundo entero y el mundo entero fuera una congregación en el que hay lazos que ligan a sus integrantes. En este caso los liga la idea de Dios que está puesta en cada uno de estos nombres. Yo no lo había pensado pero puede ser una inferencia posible. Lo de los nombres.lo había pensado como la resolución de un conflicto que siempre está presente en todo relato y que es el nombre. El nombre es el nombre del padre, del linaje, de la especie. Es algo muy importante. Pero designar es un problema, porque hay que atribuir un nombre. Hay muchas resoluciones para eso. Por ejemplo, gente que saca nombres de la Biblia y usa nombre genéricos como Juan y José, pero siempre queda ese conflicto atrás. Yo lo resolví de una manera parecida a la de la novela anterior en que todos los personajes tenían nombres de autores de tango. En este caso, son nombres ligados a la idea de Dios. Eso no implica una propuesta de volver a lo teológico, a lo religioso, sino la idea de volver a un agrupamiento, a algo que liga a un conjunto y que le da un sentido si se lo quiere ver por ese lado.

–Claro, yo lo leí apoyada por la mención de Huidobro de que la literatura es creación y que la realidad poco y nada tiene que ver con eso. Es decir, tiene que ver, pero si se la transfigura, se la trabaja, se la modifica, en fin, se la convierte en literatura.

–Sí, de ahí la toma de distancia. A veces, en algún momento de la narración hay dos personajes que discurren y lo hacen de una manera caprichosa. Terminan por contar vagamente sus historias personales pero eso está interferido por citas literarias que no corresponderían a lo que los personajes son. Con eso he intentado crear una atmósfera de veladuras, de disolución, de vaguedad. El desafío era hacer caminar eso, no detenerme en un encadenamiento de situaciones que llevaran a alguna otra parte.No tenía claro cuál era la parte a la que quería que la narración me llevara. El cementerio es esa otra parte. No es solo la muerte inevitable. Ahí aparece el tiempo que disuelve todo, la muerte que les da sentido a las cosas y también supone una salida porque siempre hay una salida. Pero no querría hacer una interpretación de lo que yo mismo escribí. Me tendría que desdoblar y eso es un poco esquizofrénico (risas).

–Un punto crucial de su novela es la cita de un poema de Leopoldo Lugones. Eso lleva a su hijo, que es quien introdujo la picana eléctrica. Esa charla en la que dos personajes hablan de Lugones y de su hijo quizá tiene que ver con eso irreconciliable que hay entre la literatura y la realidad.

–¡Y qué realidad! Se podría achacar a esta novela que no asume conflictos serios de la historia argentina. Por lo pronto, no los asume explícitamente, pero ese episodio implica una especie de gancho lanzado a algo muy crispante y no resuelto en la historia argentina como conflicto. Justamente, sería el destino de los Lugones. El Leopoldo mítico tocando zonas casi etéreas, la cultura grecolatina, la erudición extraordinaria. El hijo es policía. El conflicto entre pensamiento y acción que circula por la historia argentina está más o menos encarnado por estos personajes. Y quien implícitamente hace una síntesis de esto es la nieta, que al mismo tiempo que es escritora y poeta es también una mujer de acción. Creo que esto que no está del todo dicho, es lo que está circulando por debajo de la novela.

–El propio Leopoldo Lugones apoyó un golpe militar.

–Sí, pero eso fue episódico. Hay intelectuales que, de pronto, apoyan una posición política. Aunque parezca un contrasentido, hay intelectuales que apoyan al macrismo. Incluso, sé de un académico que se dedica a la literatura argentina que lo apoya. Me parece un contrasentido. Es una tentación permanente de los intelectuales argentinos el hacer valer su prestigio o sus quilates literarios para apoyar algo de tipo político, a veces comprometiéndose más y otras menos. La tentación está siempre presente. Yo mismo estoy opinando sobre lo político ahora, pero mi interés vital es lo literario. Pero desde ahí también trato de poner mi cuchara en lo político. Esto, que es permanente, fue el caso de Lugones, pero a lo grande, porque apoyó un golpe militar. Luego sintió simpatía por el fascismo y más tarde se decepcionó. Al final de su vida volvió al viejo liberalismo. Diría que esos avatares son propios de países en ciernes que están buscando no solo una identidad, sino también un perfil.

–¿No se da en otros países?

–En los intelectuales europeos se da rara vez, salvo en casos en que hayan sido perseguidos, como sucedió durante el nazismo; pero en épocas en que no hay dictaduras, no se da. En la época del stalinismo en la Unión Soviética la tragedia de los intelectuales era que si no hablaban de Stalin, los perseguían. A Boris Pasternak le cuestionaban que se le quisiera dar el Premio Nobel. En fin, son los datos de un conflicto permanente que en la figura de Lugones aparece de manera bastante nítida.

–Su novela resuelve ese tema evitando la literalidad, que es algo muy peligroso. Es muy raro, por ejemplo, que una novela sobre desaparecidos sea buena porque se le confía la fuerza del tema…

–Sí, se le confía toda la fuerza expresiva al referente. Eso apela, además, a la conciencia o a la mala conciencia porque uno no puede rechazar algo así porque se pone en el lugar del reaccionario aunque no lo sea. Al contrario, es al revés. Lo que tiene sentido es despertar la inteligencia de los otros, de los lectores o de quien sea, en fin, de los otros. Hay que despertar la conciencia, no adormecerla con consignas y hacer que uno se sienta mal.

–Algo similar pasa con Malvinas.

–Sí, creo que a veces, en cuanto a la literatura, hay oportunismo en eso. El tema es vendible y se cuelgan de ese tema. Es un poco lo que sucede con los libros de política actuales.

–Son libros de coyuntura.

–Sí, y son los que más se venden: los robos de Cristina, el nuevo casamiento de Macri… Los estantes de las librerías están llenos de libros así y eso es oportunismo puro. No sirve para nada, distrae un momento a quien quiere confirmar sus prejuicios y encuentra en esos libros una forma de hacerlo. Hay quien lee un libro de Majul que, notoriamente, vende más que yo (risas), y de qué manera.

–Volviendo a Terminal, ¿cómo se le ocurrió y cómo fue el proceso de su escritura?

–Hay un texto anterior que se llama Destrucción del edificio de la lógica que fue publicado por Emecé. Ahí hay un planteo más o menos equivalente de destitución del dato, de destitución de la imagen. Se dibuja algo pero todo tiende a diluirse y a pasar a otra cosa y a otra indefinidamente. Quedaba un punto que era como una solución. Lo que hice fue retomar ese punto: la escena en que una mujer asesina a su gigoló. Eso me quedó flotando y comencé a moverlo imaginariamente. Lo primero que había que hacer era que la mujer escapara y, una vez que escapó, le empezaron a pasar ciertas cosas, se encontró con ciertas cosas. Imagino entonces una calle por la que la mujer huye dejando en un hotel un cadáver. Pienso entonces en los detalles: dónde lo deja, cómo lo deja, con qué lo mata, cómo era el cuchillo, a quién le pertenecía… Siempre me fijo en los detalles. Creo que son restos de objetivismo. Puede parecer tonto o intrascendente, pero no lo es, porque eso crea una atmósfera narrativa y no referencial. Desaparece el hecho de la muerte y todo se vuelca hacia otro lado. Ese desplazamiento es un transcurso, por eso no es extraordinario que aparezca un bar que se llame “El lento transcurso”. Imagino cuál es ese bar, lo tengo bien presente. Es un lugar con muebles de roble antiguos, hay pinturas colgadas…

–¿Eso lo imagina o lo vio alguna vez?

–No, estoy pensando en una mezcla de bares a los que les atribuyo cosas. Siempre que uno va a un bar hay otra gente al lado. Quién es esa otra gente… Así se va desarrollando la narración sin un plan preconcebido, crece por la fuerza de la narración misma y no por una lógica real. Nosotros estamos conversando acá y la gente que está al lado está conversando de sus cosas, que no nos conciernen ni nos comprometen. Puede comprometernos imaginariamente y ahí está el chiste. Luego, pasan cosas afuera. ¿Qué cosas pasan? El peligro y la amenaza desaparecen y son otras cosas las que atraen la narración, no los personajes. Esto me parece que es algo interesante para destacar. No es que diga: “Entonces ella vio y sintió…”

–»Ella», además, en Terminal cambia de nombre.

–Claro, porque todo el esquema es de transformaciones que se van produciendo para generar situaciones nuevas. No importa lo arbitrario del asunto ni que alguien diga “pero ¿cómo?, si esta mujer se llamaba de otra manera”. Eso me hace acordar a algunas tías que cuando comenzaron a ver la televisión creían que la publicidad formaba parte de la telenovela y decían “¿por qué esta ahora se tiñe el pelo?” o “¿por qué se pone desodorante?” Las transformaciones, aunque arbitrarias, van a alguna parte que permite el juego del lenguaje, expresiones, matices. Eso es lo que busco. No sé si lo logro, pero esa es mi filosofía de la composición. Cada fragmento de esta novela lo fui escribiendo por las mañanas, luego de una noche tranquila o agitada se me iluminaba una alternativa que me parecía válida y que la podía seguir sin saber exactamente el momento siguiente. Pero en el momento siguiente pasaba algo porque, si parto de la idea de la transformación, aquellos que aparecían como muertos, de repente reaparecen, aquellos que aparecían como derrotados, de repente copan la escena. La huida debe producirse para ir hacia un destino que es un destino filosófico.

–¿Por qué le puso a la novela el título del último capítulo?

–Porque la elección de un destino supone un término. La idea misma de destino indica algo que llegó a alguna parte. Es la parte terminal. «

Terminal

Noé Jitrik tiene una larga y reconocida trayectoria en el campo académico en cuyo marco ha publicado diversos textos críticos. También se ha dedicado a la ficción. Su última novela fue publicada por la editorial Voria Stefanovsky Editores, en la colección El vellocino de oro.