Fue una arremetida épica, pero no alcanzó. Ahora habrá que apechugar con un gobierno del que no se espera nada bueno para las mayorías populares y para la democracia en general. Sin embargo, nadie llega al 55% de los votos sin el apoyo de una parte importante de esas mayorías que sufrirán políticas como las que promete Jair Bolsonaro, de mano dura y sin miramientos.

En favor del ex capitán, de 63 años, corresponde decir que no se calló conceptos que hasta no hace tanto eran mal vistos en el discurso político de casi todo el mundo. Palabras que no le hubieran aportado voluntades en ninguna contienda, fueron calando en el imaginario popular como una salida a medida que las realidades cotidianas se fueron haciendo cada día mas complejas para la gente común.

En el caso de Brasil, el segundo gobierno de Dilma Rousseff empezó una debacle fruto de una crisis del sistema capitalista que arrastró a la economía brasileña como lo hizo con la de toda la región. La respuesta de la presidenta del PT fue tomar algunas medidas propias del neoliberalismo y desmentir en los hechos las promesas electorales de no hacer recortes antipopulares.

Eso generó en sus propios partidarios el desconcierto y el enojo de muchos que terminaron mirante la caída de la presidenta en un impeachment amañado por la derecha más acérrima como si fuera algo ajeno. Ya el gobierno del PT había dejado de ser sentido como propio.

El día del tratamiento del juicio político a Rousseff, Bolsonaro saltó a la fama internacional. Hubo diputados que votaron contra Dilma por la Biblia, por Dios y contra el marxismo -algo muy alejado de esa gestión- pero el polémico legislador por Río de Janeiro lo hizo recordando al coronel de la dictadura que había torturado a la presidenta en su juventud, cuando fue detenida como integrante de un grupo guerrillero.

A los sectores democráticos de todas las sociedades occidentales les cuesta creer que un discurso semejante pueda ser carta de triunfo en una elección. Sin embargo, las pruebas en los países más «avanzados» muestran que hay algo que se perdió en el sentido común actual. Y gran parte de la culpa, en Estados Unidos y Europa, la tienen los partidos socialdemócratas, que fueron rompiendo los compromisos básicos que formaron parte de su ideario. Si todos hacen neoliberalismo, qué más da que el candidato se diga de derecha o de izquierda.

Si en Estados Unidos un candidato que juraba terminar con las guerras en Irak y Afganistán y traer los soldados nuevamente a casa se desdice a poco de entrar en la Casa Blanca, como hizo Barack Obama desde 2009 en adelante -recordar que le habían dado el Nobel de la Paz en diciembre de ese año por sus promesas- qué más da quien ocupe el Salón Oval.

No debería extrañar que en este escenario pululen los grupos de la derecha extrema, como pasa en Italia, Francia, Holanda, Gran Bretaña, Alemania, o que llegue al poder Donald Trump. Personajes o partidos que encarnan desembozadamente idearios racistas, misóginos, antidemocráticos y que allá reciben el nombre de «populismo».

En América Latina populismo siempre fue otra cosa, y los gobiernos del comienzo del siglo XXI tenían otras características. A diferencia de Europa, donde había un Estado de Bienestar que la izquierda no dudaba en entregar en el altar de la estabilidad de los mercados, hubo presidentes que intentaron romper con esa lógica neoliberal.Lula da Silva fue uno de ellos.

Pero la crisis que estalló en 2008 arrastró también a las economías latinoamericanas. El viento de cola de los altos precios de las commodities culminó en un huracán en contra. Azuzado además por un enemigo que no pudieron superar en los medios de comunicación y en los poderes judiciales. Lo sabía Edward Snowden cuando reveló que los servicios electrónicos estadounidenses vigilaban a la presidenta Rousseff y a Petrobras, el mascarón de proa del despegue económico del Brasil «trabalhista».

Lo que vino después fue la andanada de denuncias y procesos por corrupción en Brasil primero, pero desde allí se diseminaron en el resto del continente. Petrobras, las constructoras Odebrecht y Camargo Correa se había extendido en toda al región y era natural que en su caída arrastraran a todos.

No se trata aquí de indagar en culpas y responsabilidades con los casos de corrupción en concreto, que los hubo, sin dudas. Pero es bueno recordar que la Italia del Mani Pulite, en los 90, dejó en el poder al empresario Silvio Berlusconi, -multiprocesado por corrupción- mientras en el camino fue perdiendo relevancia en el concierto de las naciones y ahora, con una alianza de gobierno integrada por un partido xenófobo, ya no tiene ni su principal industria, la Fiat, internacionalizada y con bases en Amsterdam y Londres. Lejos del Milán de su nacimiento.

Dicen que de un laberinto se sale por arriba. En el caso de Brasil, se salió por la extrema derecha. Dicen que Bolsonaro es fascista. Pero es un modo de fascismo diferente al que muestran los libros de historia. Es un modelo individualista, al uso de los grupos evangélicos que lo apoyan y ante los que se hizo bautizar como Messias de segundo nombre. y de los sericios de inteligencia que le aportan ideas.

Bolsonaro tiene entre sus mentores a un estadounidense que fue también promotor de Trump, Steve Bannon. Ideólogo de esa nueva derecha «sin culpas», Bannon se jacta de haber aconsejado políticamente a Víktor Orbán en Hungría, Mateo Salvini en Italia, al Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia y mantuvo reuniones con los hijos de Bolsonaro en Nueva York.

Bannon (Bolsonaro) apunta a un populismo opuesto «a las élites globalistas que han pasado a llevar la soberanía de países individuales y el valor de la ciudadanía». Bannon, de 64 años, declaró hace unos meses a la CNN que en breve “el mundo se verá obligado a elegir entre dos formas de populismo: el de derecha o el de izquierda. El centro está desapareciendo, eso es un hecho”.

Esa fue el sabor amargo que dejó la elección brasileña. Era el populismo, estúpido, podría parafrasearse. Pero el latinoamericano.