“Una noche de verano estás tirado viendo televisión en un departamento mugroso. Es el año 2001, faltan cinco días para Navidad, no tenés trabajo y tu novia te acaba de dejar por el tipo que le alquilaba una casa. Ni siquiera te has puesto calzoncillos, apenas una bermuda para salir a comprar cerveza. Te sentís estafado y tenés razón. Quisieras que todo explote. En realidad, ya explotó.” No es casual que el periodista mendocino Facundo García recuerde aquella tórrida noche del estallido social para soltar amarras en el prólogo de su nuevo libro de crónicas. La escena funciona como una declaración de principios. El primer mandamiento de un pibe que se va a aferrar a la escritura como escudo y refugio. Desde aquella noche iniciática en que se pierde entre el humo negro de las barricadas y las balas de la policía motorizada frente al Congreso, García ha escrito, primero, y según confiesa con modestia, mucho y mal. Después mucho mejor. Trajina redacciones, llena páginas, siente que puede cambiar el universo. O a lo mejor, exorcizar el deseo de hacer volar todo por los aires. El título que eligió para su flamante libro publicado por Ediciones del Retortuño lo deja clarito: Era esto o poner bombas. ¡Bum!

Ni amontonar crónicas o rescatar las perlitas de 15 años de su laburo en Página 12, Los Andes o NAN. La obra de García es más bien un manual de supervivencia, un registro sociológico del nuevo milenio, también un tratado sobre el amor, por qué no una reflexión sobre el mejor oficio del mundo. El libro del periodista nacido y criado en Godoy Cruz es imposible de catalogar, igual que sus textos, y eso lo hace fascinante porque no queda preso de cierta etiqueta del periodismo rancio, tan atrapado en lo políticamente correcto, en la novedad, en el click fácil en las redes sociales.

García es un cronista todoterreno, con olfato popular y clara herencia alrltiana. Gran observador, con el oído siempre atento al relato de las grandes historias que guarda todo ser humano. Las vidas de los que casi nunca son noticia: los bailanteros apasionados del Gran Mendoza, los siempre atentos bañeros de la Bristol, las “nenas” tristes que lloran en la despedida del Gitano Sandro, los culebrones de mercado en la Villa Imperial del Cuzco, el vendedor de poemas, el baterista olvidado de los Beatles, los proyectoristas melancólicos enamorados del cine de antes. En el libro, se siente el latido amoroso de un mundo casi siempre invisibilizado, que “jamás entrará en los afiches publicitarios”.

Párrafo aparte merece “La soledad de ser un ogro”, un texto alucinante, hilarante, desconcertante. El cronista se mete en un traje de Shrek en plena temporada alta de la infeliz Mar del Plata. Un ejercicio que le permite a García salir del yo y a la vez ponerse en la piel de los pibes que se ganan el mango sudando la gota gorda en los trencitos de la alegría, pateando la rambla, desfilando por las arenas ardientes de las playas. “Las manos del cronistas están a punto de arrancar la odiosa máscara cuando ve, a través de los agujeros, la expectación tristona de diez o doce nenes que quieren creer que ese gigante –o sea él- era de verdad. No sería noble destruir la magia”, tatúa el periodista. Un texto con dosis desparejas de locura y belleza. ¡En internet pueden verse las épicas fotos de aquella jornada memorable para el periodismo nacional!

Era esto o poner bombas también está engordado por un potente tridente de relatos africanos, que misteriosamente habían quedado afuera de su anterior libro Preguntas de los elefantes, las crónicas de viaje que narran la deriva kilométrica del mendocino por el continente negro, desde Egipto hasta Sudáfrica y más allá. García se pregunta con honestidad brutal por qué en un momento del recorrido se ha vuelto un facho. Teje un interesante ejercicio de reflexión. Cuenta además la historia de Lilian, una activista keniata que lleva la lucha del Ni Una Menos a la sabana. También la de Lankisa Saoli, el guerrero y criador de vacas que tiene la mirada más brillante del mundo.

En una entrevista que le hizo Andrés Valenzuela hace pocos meses, García confiesa una enseñanza sencilla que ha aprendido de sus derivas y excursiones para atrapar historias: “En este mundo, todo el mundo quiere amar y ser amado. Eso se repite en China, en la Antártida, en Latinoamérica, en la selva o la sabana. Es el puente común. Yo arranco de ahí: ¿a quién ama este hombre o esta mujer? ¿Quién lo ama? ¿Quién no? Ahí aparecen las historias”. Cuánta razón.