El domingo a las 22 se estrena la segunda temporada de Westworld, la serie de ciencia ficción creada por la pareja Jonathan Nolan y Lisa Joy (ambos productores ejecutivos junto a J.J. Abrams -Super 8, Star Wars Episodio VII, entre otras-) en base a la película de 1973 del mismo nombre, escrita y dirigida por el novelista Michael Crichton. La serie que tiene detrás a HBO, que emite en exclusiva para la región y estrena en simultáneo con el resto del mundo, es también la punta de lanza de la renombrada cadena para liderar los premios Emmy en los que viene arrasando desde que lanzó Game of Thrones: la ausencia de la serie de los dragones creada a partir del libro original de George R. R. Martin -que cerrará su ciclo el año próximo-, llevó a la cadena que supo hacer del prestigio su sello a apostar fuerte por la historia que cuenta con un elenco que incluye a Anthony Hopkins, Evan Rachel Wood, Thandie Newton, Ed Harris y Jeffrey Wright. Y espera que ella se convierta en su sucesora en premios, calidad de producción y especialmente en llevar audiencia a otros productos de la cadena.

De hecho Westworld tuvo su primera temporada en 2016, y al confirmarse la ausencia de Game of Thrones en 2018, se decidió que su segunda temporada tuviese lugar en 2018. Como perla, en el mismo mes que tradicionalmente había ocupado la serie de Khaleesi. Es que Westworld, cuyo estreno se posicionó como uno de los más vistos en la historia de la cadena, tiene el sello que los Nolan por lo general imprimen a sus realizaciones: la posibilidad de una abundante especulación de tipo filosófico existencial, todo contado y filmado con maestría. Si en Batman, el Caballero de la Noche, convirtieron a El Guasón (Joke) en un personaje capaz de hacer el mal sólo por placer -toda una innovación narrativa no sólo para las historias provenientes del cómic al romper los límites morales presupuestos-, y en Interestelar hipotetizaron que el amor en realidad era la quinta dimensión del espacio, aquí el menor de los Nolan juega con varios escenarios a la vez, algo necesario en una serie que debe garantizar el interés de su trama a lo largo de varias temporadas.

En primer lugar, el Lejano Oeste inventado en base a un cruce especial de inteligencia artificial con ingeniería de tejidos animales para diversión de multimillonarios y no tanto, es acaso el escenario más “tangible” (en un futuro no muy lejano) que propone la serie. Allí van los que están aburridos de sus vidas a buscar mucha acción y sexo; y también violencia, que después todo hace falta descargarla. No es una locura y por lo tanto si bien interesante, carece de originalidad. Pero su tono afable, sofisticado y de bienestar y positividad permanente le dan un toque diabólico. Como detalles, el personaje de Evan Rachel Wood, la anfitriona Dolores Abernathy, aparece vestida como Alicia en el País de las Maravillas; en uno de los episodios, en la pianola suena con toda su carga trágica el Radiohead de Ok Computer.

En segundo, la posibilidad de borrar las memorias de los androides que forman parte del personal del lugar, a fin de que cada nueva aventura que quiera ser vivida por un humano no les genere conflictos de ningún tipo -además de la originalidad que las vidas hastiadas siempre buscan-, pone en perspectiva otros asuntos. Como por ejemplo la posibilidad de borrar memorias humanas, algo de lo que la actual manipulación a través de redes sociales u otro tipo de mecanismos puede resultar un antecedente, aunque en la serie se presenta a través mecanismos tecnológicos que, en principio, resultan más efectivos.

En tercero, y aquí aparece un tema muy caro a los asuntos humanos del presente, cuánta conciencia se puede crear en la inteligencia artificial a fin de que no resulte hostil a la propia humanidad como especie. Allí el tema toma las imbricaciones que tanto entusiasman a los Nolan -y de la que en casi todos los casos salen airosos-: sólo como botón de muestra, recordar el film El origen (2010). La posibilidad de la conciencia es también una puerta a la rebelión de los seres artificiales. El juego se pone por demás interesante, ya que si hay conciencia, hay afecto, y si hay afecto, la complejidad ya se torna inmanejable: a semejanza del caos en el universo, en el que todo parece funcionar pero la estabilidad resulta imposible, la hipótesis Nolan pareciera ser que la imposibilidad de controlar y domesticar a la especie (y los derivados que de su semejanza surjan) es producto de lo que se consideran dos de sus principales obstáculos para la “evolución en seres superiores”: la conciencia y el afecto. Menudo problema, entonces.

En la segunda temporada la serie amenaza con profundizar estos y nuevos aspectos de la actualidad a fin de seguir levantando hipótesis sobre los escenarios que pueden surgir si el actual ritmo de investigación y experimentación en inteligencia artificial e ingeniería de tejidos humanos -y otras tecnologías de punta- sigue su curso. Y avanzar en lo que algunas series y películas se proponen en esta segunda década del siglo XXI: convertirse en la nueva forma de aprendizaje no académico de niños y jóvenes de todos los géneros, como hace un siglo lo fueron los libros.