Horacio Quiroga publicó por primera vez su cuento «El almohadón de plumas» en la revista Caras y Caretas, en julio de 1907. Pero 26 años antes, esa misma historia había sido difundida en un periódico como un hecho verídico. En aquellos tiempos, libres de Internet, era improbable la posibilidad de que el escritor se hubiera «inspirado» en una noticia tan vieja como desconocida para recrear uno de sus maravillosos relatos de amor, de locura y de muerte. Esta coincidencia, superposición, o como quieran llamarla, fue una de las razones que llevó a Soledad Quereilhac a escribir Cuando la ciencia despertaba fantasías, una lúcida investigación en la que desenmascara los contradictorios puntos en común que tenían la ciencia y los espiritualismos en el período de entresiglos (finales del XIX y comienzos del XX). 
«Las fantasías de esa época estaban en directa relación con lo que publicaban los diarios y con cierta vulgarización del conocimiento. Busqué qué representaciones de la ciencia había fuera de las academias y me encontré con un mosaico súper heterogéneo de escritores, ocultistas, teósofos y periodistas, que estaban en consonancia con la otra historia que dio origen a mi investigación: la insistencia de un tío abuelo para construir una máquina de movimiento continuo, algo imposible que contradecía las leyes de la termodinámica pero que coincidía con un sentir que la ciencia estaba al alcance de todos», explica la doctora en Letras e investigadora del CONICET (quien dedicó el libro a su esposo Axel, actual diputado y ex ministro de Economía.
–¿Por qué cree que el espiritualismo generaba tanto interés, al punto de compartir espacios con la ciencia?
–Muchas veces el refugio en lo espiritual puede ser considerado como una reacción hacia otros discursos racionalistas, que no pueden contener dudas o angustias. El apabullante desarrollo de las ciencias en el siglo XIX, con la curación de enfermedades hasta entonces mortales, hace que las inquietudes espiritualistas se ensamblen con el discurso científico y eso haga creer que la ciencia va a llegar al más allá y que va a poder resolver cuestiones vinculadas con lo espiritual y lo oculto. 
–¿Qué rol cumplía la prensa en ese contexto?
–Fue fundamental porque era la que tomaba los avances científicos como noticias, al punto de adelantarse a las revistas especializadas, como ocurrió con el descubrimiento de los Rayos X. En Argentina, el diario La Nación y luego La Prensa lo publicaron mucho antes que las revistas científicas. Pero cuidado, porque los mismos medios de prensa también informaban que desde Marte se enviaban señales de luz con dirección a la Tierra. 
–¿Hasta qué punto llegaba la vulgarización del conocimiento? 
–La vulgarización de aquella época no es la de hoy. Los periódicos incluían textos escritos por los propios científicos y ensayos serios de divulgación. Pero al mismo tiempo se vulgarizaban los contenidos, en el sentido que se simplificaban muchas teorías para ensamblarlas con cierta imaginación popular. 
–¿La teoría de la evolución de Darwin y la figura del mono serían buenos ejemplos?
–Claro.  Los diarios insistían en pensar al mono como nuestro antecesor mientras los naturalistas aclaraban que el hombre no descendía de ellos, sino que tenían un antecesor común. Para la imaginación de la época, el mono vendría a ser una especie de fantasma atávico del hombre, es decir, el doble donde nos podemos mirar y ver los restos de nuestra animalidad. Si la teoría de Darwin venía a decirnos que no somos más que animales, en todo caso más desarrollados, es muy tentador tener al mono como resabio de nuestro pasado bestial. 
–Bueno, de esta atracción se ha nutrido bastante la literatura.
–Hay muchos ejemplos de cómo el mono se muestra como un enigma a descifrar. En el cuento «Izur», Leopoldo Lugones habla de la posibilidad de hacer hablar a un mono. Aunque en realidad lo utiliza para referirse a las clases subalternas, a los inmigrantes, transmitiéndoles claramente que la elite dirigente era la que mandaba. Plantea una fantasía científica, pero es muy ideológica.
–En su libro se refiere a la formación teosófica de Lugones, un tema desconocido para algunos. 
– La primera vez que me propuse investigarlo fue cuando leí «El payador», ese ensayo de canonización del Martín Fierro. Me llamó la atención la cantidad de imágenes espiritualistas que usaba,  al punto de plantear que «El payador», Miguel Hernández y él, Leopoldo Lugones, formaban parte de una cadena de médiums que interpretaban la esencia de la patria. Luego, descubrí que en 1898 había ingresado a la Sociedad Teosófica, donde aprendió formas de argumentar que mantuvo toda su vida. Fue un hombre que pasó del socialismo al nacionalismo reaccionario, cambió mucho en lo político pero siempre mantuvo el ideario de la teosofía. Por supuesto que todo esto no le quita a Lugones el lugar que ocupa en la historia de la literatura argentina. La lectura de hoy es bastante anacrónica y no debemos leer la cultura del pasado desde las características del presente. Hoy, nadie en el CONICET presentaría un proyecto espiritista o paranormal. Porque eso no es ciencia. Pero en el siglo XIX esas esferas se tocan más y me gustó ir contra ese lugar común del positivismo por un lado y la reacción anticientífica por el otro. Por eso este libro. «