Ante la actual oleada de protestas y movilizaciones masivas, la respuesta más nítida del gobierno es la construcción de una realidad paralela. De modo que la mitomanía se ha convertido en una política de Estado. En tal contexto, bien vale revalorizar la figura de Rodolfo Walsh. Pero no sólo por el cuadragésimo aniversario de su asesinato sino también por sus enseñanzas en el campo de la contrainformación.

Por lo pronto, Walsh fue –entre sus variados oficios terrestres– un ineludible hacedor del trabajo de inteligencia con fines revolucionarios o, por imperio de circunstancias adversas, del espionaje en situación de resistencia al terrorismo estatal. Dos disciplinas, desde luego, indisolublemente ligadas con su destreza como investigador periodístico a través de una misma atadura: su ya célebre pulsión por “develar lo oculto”. Una pulsión casi obsesiva que supo extender hacia las tinieblas más espesas de su tiempo.

Balazos con fainá

¿La literatura imita a la vida o la vida a la literatura? Tal parece ser la pregunta que Walsh intentó desentrañar a lo largo de su obra. Una pregunta de la que no es ajena su gran salto desde el relato policial ingles hacia la non fiction. Y que –al menos, en una oportunidad– él exploró mediante una notable coincidencia de procedimientos entre ambos géneros.

En su libro ¿Quién mató a Rosendo? –publicado en 1969 en base a artículos escritos para el semanario que editaba la CGT de los Argentinos– demostró que el sindicalista Rosendo García, quien secundaba a Augusto Vandor en la jefatura de la UOM, fue asesinado precisamente por él durante un tiroteo con una facción opositora en la pizzería La Real, de Avellaneda. Y supo probarlo al reconstruir la ubicación exacta de sus protagonistas en las mesas. El asunto es que aquel método es idéntico al que ideó con anterioridad en Cuento para Tahúres, una ficción sobre el crimen de un hombre en un local de apuestas. No obstante, el trasvasamiento de la escena imaginaria a la real –y acá el nombre de la pizzería es hasta un guiño del destino– significó un desafío investigativo a tener en cuenta.

Walsh cruzó los datos que obtuvo de los testigos presenciales –cuyos dichos le permitieron trazar un croquis del salón– con los peritajes judiciales obrantes en el expediente. Así pudo advertir su no correspondencia con el diagrama del informe balístico sobre la posición de los involucrados y la trayectoria de los proyectiles. Él estaba en pareja con Lilia Ferreyra, y en el departamento de un ambiente que compartían en la calle Cangallo al 1600 efectuó junto a ella sus propias pericias. Durante horas revivieron el momento del disparo fatal, escenificando los dos sitios clave del hecho, el del victimario y el del hombre que moría. Walsh, desde el lado del tirador, sostenía entre los dedos la punta de un hilo. El otro extremo estaba adherido a la espalda de Lilia, y ella pasaba de la silla al suelo infinidad de veces. De tal modo quedó establecida la autoría de Vandor en el asesinato de García.  

La pesquisa para aquel libro es un caso testigo de los recursos detectivescos que él solía poner en marcha para llegar a la verdad. Pero a diferencia de sus cuentos policiales clásicos este texto no estaba cifrado en la resolución de un simple acertijo argumental. Por el contrario, en sus dispositivos subyacía otro propósito que el propio Walsh explica en el prólogo: “Su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955”. Un tema invisible para la opinión pública. Hasta entonces. 

Al respecto, cabe decir que él le había encontrado la vuelta al acto de hacer trizas los secretos del poder. En Operación masacre logró demostrar –entre otras aristas criminales– que los fusilamientos clandestinos de la dictadura del general Pedro Eugenio Aramburu fueron realizados en base a una Ley Marcial aplicada con retroactividad. En Caso Satanowsky, referido al crimen –en junio de 1957– del abogado de un accionista del diario La Razón que se resistía a financiar campañas sucias, pudo probar que el hecho fue obra de la SIDE por orden expresa de su director, el general Domingo Quaranta. Y en ¿Quién mató a Rosendo?, además de señalar la responsabilidad de Vandor en el asunto, puso al descubierto la podredumbre de la burocracia sindical, sus negocios con los empresarios y las vinculaciones con la policía.

Los ojos y oídos de Walsh

El enorme empeño de Walsh por iluminar la oscuridad de las cosas también lo llevó a cometer proezas de otro tipo; proezas ajenas al ámbito de la literatura y el periodismo. La más contundente: haber descifrado a fines de 1959 en La Habana –mientras trabajaba en la agencia Prensa Latina después del triunfo de la Revolución– un rollo de teletipo emitido desde Guatemala por la empresa Tropical Cable con un presunto mensaje comercial en clave. Y lo hizo con la ayuda de un viejo manual de criptografía, especialidad sobre la que él hasta entonces no tenía la menor idea. Así descubrió que en realidad el cable estaba dirigido a Washington por el station chef de la CIA en ese país con un informe sobre los preparativos de un desembarco en Cuba organizado por los Estados Unidos. En resumen, los cubanos le deben a Walsh el hecho de que la invasión de Playa Girón, en 1961, no los haya tomado por sorpresa.  

No fue extraño entonces que, en la década siguiente, Walsh fuera una pieza de valía en el área de Inteligencia de Montoneros. 

Su nombre de cobertura era “Esteban”, pero sus compañeros solían decirle “Profesor Neurus”, en alusión al dibujito animado de Manuel García Ferré. Y él, con un dejo pedagógico, insistía en que los jóvenes integrantes de aquella estructura leyeran La orquesta roja, de Gilles Perrault, sobre la red de espías comunistas dirigida por Leopold Trepper en las entrañas del Tercer Reich. A todas luces, él estaba influenciado por su estilo artesanal. Tanto es así que a la gran pasión que sentía por la criptografía le sumó otro gustito: interceptar las comunicaciones policiales y de las Fuerzas Armadas. Para hacerlo, le bastaba simplemente con disponer de un televisor. 

¿Cómo obtuvo esa habilidad? Lilia Ferreyra lo relata en una entrevista con Gabriela Juvenal y quien esto escribe, publicada el 6 de noviembre de 2011 en el semanario Miradas al Sur. Y sus palabras fueron. “Eso ocurrió una noche, mientras mirábamos televisión en un aparato que nos había obsequiado una amiga. Recuerdo que estaban pasando El planeta de los simios y, de pronto, el sintonizador se aflojó. En ese instante oímos un chirrido y, después, una voz que decía ‘Comando llama, comando llama’. Ahí nomás, Rodolfo se abalanzó sobre el televisor para manipular la sintonía, y así comenzaron a salir todas las frecuencias de la banda policial. A partir de entonces, empezó a organizar el tema de las escuchas. Rodolfo era muy obsesivo.” 

Ya en 1975, lo desvelaban los crímenes de la Triple A. Y –en el contexto de sus tareas en la inteligencia montonera– se lanzó a investigar la estructura y los integrantes de tal grupo parapolicial. Esa pesquisa lo llevó a establecer una correlación entre las bandas delictivas de la década anterior y su convivencia con los antiguos jefes de la División Robos y Hurtos de la Federal. Al cotejar sus fotografías con las de la custodia de Isabel Perón y López Rega entendió que ellos –Juan Ramón Morales y Rodolfo Almirón Sena, entre otros– eran nada menos que sus cabecillas. 

Luego del golpe de 1976 –y en paralelo a dejar asentadas sus diferencias con la cúpula montonera, aunque sin romper con esta–, la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA) fue su última criatura en el seno de la “orga”. Pero no era un aparato de propaganda partidaria sino un instrumento de difusión popular. Su estructura: un pequeño local en la esquina de Venezuela y Perú dotado de un archivo, dos Olivetti y un mimeógrafo. Con tan magros recursos, Walsh y su equipo –Carlos Aznares, Luis Guagnini, Eduardo Suárez, Lucila Pagliai, Lila Pastoriza y Horacio Verbitsky, entre otros– pusieron en vilo el blindaje informativo del régimen. 

El asunto no dejaba de tener su lado cómico. ANCLA –sigla de inevitable resonancia marinera– despertaba confusión entre los hacedores del terrorismo de Estado. En la ESMA se creía que era un invento del Ejército. En esa fuerza se sospechaba que sus boletines eran editados por la Armada, en el marco de su rivalidad por el control de la Junta Militar. Recién en octubre de aquel año, el jefe de inteligencia del Ejército, general Carlos Alberto Martínez, reconoció en una conferencia de prensa que ANCLA pertenecía a Montoneros.

Aquella revelación resultó opacada por otra: Walsh y su grupo habían hecho circular por esas mismas horas un impresionante informe sobre la ESMA. Un texto histórico que por primera vez señalaba con lujo de detalles la existencia de un centro clandestino de concentración y exterminio. También exponía una lista de los móviles usados en sus cacerías nocturnas por las patotas del lugar y la nómina completa de sus integrantes –hasta con sus respectivos domicilios–, entre muchas otras precisiones secretas. Una verdadera hazaña en medio de la masacre del campo popular y la derrota de sus organizaciones.   

A lo largo de su existencia, ANCLA llegó a enviar con puntualidad más de 200 despachos a las principales redacciones del país. Por lo tanto, en agencias de noticias, en diarios, revistas, radios y canales de TV se conocía al dedillo la dinámica del terrorismo de Estado mientras sucedía. Aún hoy asombra que tal haya sido la conciencia de los hechos en los medios legales de entonces. 

Rodolfo Walsh cayó acribillado por una patota de la Armada el 27 de marzo de 1977, cuando intentaba enviar por correo copias de su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar.   

ANCLA siguió funcionando hasta 1978. «