Cambiemos no arrolló a sus opositores el domingo 13. Es verdad que nacionalizó su marca deglutiéndose al radicalismo y al peronismo complaciente con sus políticas, que ejerció su poder estatal para manipular los resultados en el mayor distrito del país y que se garantizó desde Clarín y La Nación una lectura positiva sobre el desempeño de sus candidatos en las PASO. Pero ni por asomo consiguió los 20 puntos de diferencia que Raúl Alfonsín le sacó al peronismo en 1985, ni arrimó siquiera a la trepada de Néstor Kichner en 2005, que pasó del 22 al 45 por ciento. Demasiada inversión de recursos para avanzar en tan pocos casilleros reales.

El resultado no revela un fenómeno avasallante, esta es la primera observación. Tampoco una derrota, negarlo sería una necedad. Porque si hasta ahora debía alquilar voluntades en el massismo y en el peronismo no K para concretar sus proyectos parlamentarios, de proyectarse la foto de las PASO al escenario de octubre, Mauricio Macri podría contar con más diputados y senadores propios que lo apoyen sin necesidad de estar negociando con oportunistas tácticos como Sergio Massa, kirchneristas autocríticos con temor a los carpetazos o gobernadores sedientos de auxilios financieros para sus provincias.

El supuesto éxito de Cambiemos, entonces, es relativo. Tenía todo para ganar en serio, para dar el batacazo: presupuestos infinitos, medios concentrados, oposición real diabolizada. Pero apenas consiguió pescar más que el resto de sus amigos en la pecera remanente del balotaje de 2015. Tiene el anzuelo del poder, lo aprovechó y creció, pero todo lo hizo a expensas de sus aliados más inmediatos, y con severos cuestionamientos al escrutinio gubernamentalizado, pese a las advertencias de la Cámara Electoral.

Sin embargo, no se puede ignorar el manto de gracia automático que cubre a aquel que evita una derrota aplastante u obtiene un salvoconducto electoral –un resultado ni tan malo, ni tan bueno– capaz de ser disfrazado de victoria pírrica. Mucho menos, cuando los interpretadores juegan, en su mayoría, en el bando oficial y producen el insumo indispensable para que otros crean –inquietantemente receptivos, con las defensas de la crítica muy bajas– que la ola, en realidad, es una marea imparable.

La tendencia a revestir de éxito apabullante lo que no es, apenas contribuye a pasar el momento. Es un placebo ingerido por los que apuestan ciento por ciento al gobierno, no importa lo que haga. Eso no quita que haya provocado, en ciertos analistas que no revistan en el oficialismo puro y duro, una revisita al macrismo en clave de novedad que atraviesa el límite de la clemencia para instalarse en el territorio de la apacibilidad carente de cuestionamiento. A ver, que Cambiemos, el PRO o el macrismo no son cualquier cosa, ni se trata de una murga a contramano de la historia, es una verdad inexcusable. Atribuirle la refundación magistral de la derecha, es una exageración.

Prima facie, hablar de una derecha «democrática y renovada» cuando hay desaparecidos como Santiago Maldonado o 14 militantes de la organización kirchnerista Tupac Amaru que padecen arbitraria prisión por razones políticas, exime de abundar en la benignidad de la caracterización del actual gobierno, aunque sea cierto que asumió por los votos y sus funcionarios no son –Dios nos libre– los de una dictadura. Igual de cierto es que nadie demostró en tan poco tiempo la intención de usar el poder punitivo y represivo del Estado de manera tan repetida y naturalizada. Sobre todo, para resolver conflictos sociales o laborales.

¿Esta remozada intención por barnizar de innovación política al espacio oficial es una manera elegante de depositar al kirchnerismo en el museo de la historia? Puede ser. Ahí está la tapa de Noticias de esta semana, que por enésima vez le decreta la defunción, mientras invita al bautismo del poskirchnerismo, que ya nació varias veces también. Lo cierto es que, en medio de la regresión neoliberal que vivimos, más que atacar sus consecuencias, aparecen voces señalando que el macrismo sería algo así como una invención del kirchnerismo y sus errores.

El macrismo se cansó de hablar de la «pesada herencia» en materia económica y social. Inesperadamente, esta vez surgida desde sectores muy lúcidos e igual de perezosos, vuelve la cantinela de la «pesada herencia» pero en este caso, de orden político. Resumido: el macrismo sería culpa del kirchnerismo. ¿Hay alguna otra cosa más que se quiera cargar a la cuenta del anterior gobierno? ¿Cuál sería la relación? «No lo vio venir», «lo eligió como contendiente», «lo dejó crecer», «lo subestimó». Resultado: macrismo por cien años. Merecido, además, porque nos lo buscamos.

Hay un problema con el tipo de análisis político que se hace hoy en día. La foto siempre le gana a la película. Se especula mucho con el presente, como si el pasado no existiera. Pero, peor aun, se desacopla la política de la influencia que el poder real, el de verdad, ejerce sobre ella. Macri y su equipo serían así unos recién llegados que le ganaron a una serie de momias sentadas sobre barriles de experiencia inútil, muertos por empacho de poder mal aprovechado. El macrismo sería, entonces, una mala cosa que le ganó a una cosa peor, incapaz de reinventarse y comprender la agenda vegana y el poder de las redes sociales.

No es así. Es más complejo el asunto. De 2011 a 2013, el bloque dominante, la economía concentrada de este país, el capital financiero, el agro y los grupos locales, confluyeron como nunca antes lo habían hecho, para decidir que el patrón igualitario en la distribución de la riqueza del país tenía que llegar a su fin. No querían ni administración del comercio exterior, ni de la divisa extranjera, ni ley de abastecimiento, ni democratización del Poder Judicial que funciona como malla protectora de sus intereses. Quería que el kirchnerismo acabe y que el salario baje de una vez.

En ese lapso surgen, después de un largo período de balcanización opositora, el macrismo y el massismo como opciones con posibilidades electorales, hasta que la PASO virtual dentro del Círculo Rojo la ganó Cambiemos. Macrismo y massismo son producto, no de los errores o de la subestimación del kirchnerismo, sino de la unificación de las distintas facciones del capital y de su necesidad de boicotear urgentemente el modelo anterior, cuando la gestión kirchnerista amenazó con defender el patrón de distribución a favor de los sectores populares, incursionando en zonas de la administración de la economía del país vedadas a la política.

Esto no se dice así, habitualmente. Porque el poder económico y sus apetencias gozan del crédito de la invisibilidad, del mismo modo que son castigados y diabolizados aquellos que lo cuestionan, expuestos de manera espantosa en los canales, los diarios, las radios y los tribunales. Esto no se dice así, habitualmente. Esto no se dice, en realidad.

Esto no se dice. «