«… forman
parte de la realidad; un disparo en
la noche, en la frente de estos hermanos, de estos
hijos, aquellos
gritos irreales de dolor real de los torturados en
el angelus eterno y siniestro en una brigada de
policía
cualquiera
son parte de la memoria…»
Paco Urondo

¡Encontraron al nieto 121! Las redes sociales hicieron rápidamente eco de la buena nueva. El hijo de Ana María Lanzillotto y Domingo «El Gringo» Menna, secuestrados y desaparecidos en 1976, y asesinados por la dictadura cívico- militar, había sido encontrado. Una familia, un hermano, una abuela que exorcizaban con Memoria los fantasmas de la muerte en manos del terrorismo de Estado del cual han sido víctimas.

Por esos mismos días, en otro lugar de ese mismo país, dos chicos torturados por la prefectura, intentaban darle visibilidad al miedo, al apriete, a la violencia de las fuerzas de seguridad desatada sobre los más vulnerables.

Ambas historias tienen puntos en común: la violencia ejercida desde el Estado es una de ellos. La ausencia de un Poder Judicial que dé amparo a quienes lo requieren, es otro.

La violencia institucional es siempre ejercida al amparo de sistemas y estructuras que aseguran impunidad a quien ejerce la violencia. La impunidad además requiere la invisibilización de la víctima, que lleva escrito en el cuerpo y en la historia que relata, el dolor, la impotencia, las huellas indelebles de la tortura y de la ausencia de justicia.

La invisibilización de las victimas requiere, en las sociedades modernas, que los medios de comunicación sean parte del muro que oculta la violencia y concede impunidad social a los violentos.

Los abusos reiterados de las fuerzas de seguridad contra los sectores más vulnerables y estigmatizados de la sociedad, son ocultados con titulares de «inseguridad». Los discursos legitimadores de la justicia por mano propia, la justificación del asesinato como modo de defensa de la propiedad privada se constituyen en la escenografía detrás de la cual se ocultan los simulacros de fusilamiento de dos adolescentes a la vera del río, las murgas baleadas, las comisarías donde la tortura y los vejámenes son la moneda usual de pibes y pibas cuya ropa o color de piel son la sentencia inapelable que lastima, que mata y que es, desde siempre, ocultada al conocimiento de las almas de cristal, que, biempensantes y civilizados, defienden a tiros sus carteras.

Y por las mismas causas, por los mismos pactos de complicidad y silencio que nacieron al calor de las relaciones económicas y de las dictaduras, el hallazgo del nieto 121 apenas mereció unos breves segundos de visibilidad en los mismos medios de comunicación.

¿Por qué los medios no mostraron en vivo la conferencia de prensa donde Abuelas anunciaba el hallazgo de un nuevo nieto? Ese milagro que cada tanto nos ilumina y que les debemos para siempre a esas señoras –y señores– que hicieron del amor, la historia ejemplar de lucha por la Verdad, la Memoria, la Justicia y la Identidad.

La respuesta, al menos una de las posibles, es porque en los últimos diez meses cambió la política. Ya no existe un Estado que impulse las políticas de Derechos Humanos. Se observa en el lento declinar de la colaboración estatal para llevar adelante los juicios por delitos de lesa humanidad. En el abandono de las causas sobre los delitos económicos cometidos por quienes conformaron el sistema de terrorismo de Estado. En el desenfado de pusilánimes funcionarios negando números o hablando de «guerra sucia».

Cambió la política y cambiaron algunos actores políticos. Hoy muchos de los que deben sus fortunas a los negocios pactados con dictadores y asesinos, gobiernan.

Y también los medios, eternos socios del poder. Eternos predicadores de morales superfluas que desde sus editoriales piden el cese de los juicios por delitos de lesa humanidad.

Seamos claros, cada vez que aparece un nieto, «los pobres viejecitos» para los que claman perdón e impunidad editorialistas y afines, vuelven a ser lo que no han dejado de ser desde 1976: asesinos y cómplices de torturas, desapariciones, y secuestros de niños, que 40 años después descubren que nacieron en un centro clandestino de detención. Esos pobres viejecitos, no son pobres viejecitos, son asesinos y cómplices, que aún hoy prefieren callar el destino de hijos, nietos y desaparecidos. Esos pobres viejecitos no rompieron sus pactos espurios de complicidad para decir dónde estaba ese nieto. Y cada nieto hace estridente el silencio que sobre su identidad y su paradero han mantenido durante 40 años «esos pobres viejecitos».

El silencio de los medios de comunicación es la impunidad que reclama el poder permanente. Es la fábrica de papel apropiada en una sala de tortura. Es el apagón del que no se puede hablar –ni juzgar–. Es la riqueza obtenida al calor de las botas y los fusiles… y las picanas y los secuestros.

Y hoy esa impunidad es también un sistema judicial que de a ratos parece farándula. Que se va a auditar elecciones en EE UU (?) y no sabe cómo identificar a dos prefectos. Y un gobierno que actúa frente a mensajes en Twiter y se queda inmóvil ante simulacros de fusilamiento. Es la irresponsabilidad ignorante de un presidente a favor de la justicia por mano propia.

A todo el entramado de complicidades y silencios, la sociedad argentina tiene a Madres, tiene a Abuelas y tiene Verdad, Memoria y Justicia. También tiene la obligación, siempre urgente, de cuidar a los pibes para que no los fusilen en alguna comisaría. Y tenemos la historia y la política, que no se agota ni se oculta con titulares.

Y también tenemos al nieto 121. Fue hallado hace una semana. Es hijo de Ana María Lanzillotto y Domingo «El Gringo» Menna.