Hay una casa de madera, pintada de amarillo, con techo de hojalata a cuatro aguas, un vivero pequeño al fondo, y alrededor sólo hay campo, salvo una casa que se ve más allá. Todo va rápido, a la velocidad de un tren, y hasta podría ser una geografía de las afueras de Buenos Aires, pero el GPS dice que esto es Mostrotoy, oblast de Vladimir, a unos 200 kilómetros de Moscú, camino a Nizhni Nóvgorod. Es la Rusia lateral, la que se pasa de costado. A la Rusia profunda dicen que no se la conoce en tren. En los caminos, se la conoce por algo menos divisible, el alma. El alma rusa es el mito del país gigante, un concepto, lo que intenta descifrar su literatura; una belleza fría pero noble y melancólica, con su angustia, tan distinta a la de los otros, los europeos occidentales, los que se adueñaron del Mundial.

Los que quisieron, los que vinieron hasta acá, habrán visto algo de eso. Pero fueron pocos, los que vinieron fueron los latinoamericanos, los africanos, el Tercer Mundo. Europa, la del boicot, la que miró de reojo, la que advirtió a sus hinchas sobre el peligro de viajar a Rusia, la que denunció corrupción en la elección de la sede, la que hegemoniza el fútbol global, colonizó el Mundial sin necesidad de sus hinchas. Lo hizo con sus equipos. Es posible que la ausencia europea haya golpeado las previsiones económicas del Mundial. Aunque Rusia no organizó el Mundial para eso, sino para quebrar la imagen hollywoodense de los rusos, el estereotipo de la frialdad, la de los agentes del espionaje, la de Iván Drago en Rocky IV, esa máquina anabolizada para golpear. Vladimir Putin lo celebró en estos días. «La gente vio que Rusia es un país hospitalario, amigable, que le da la bienvenida a los que vienen acá», le comentó a Gianni Infantino durante la visita que el presidente de la FIFA le hizo al Kremlin junto a los exfutbolistas, Diego Forlán, Marco Van Basten, Lothar Matthäus, Rio Ferdinand y Jorge Campos, leyendas FIFA.

Y están los que sospechan, los que creen que la Rusia del Mundial no es la Rusia cotidiana, la que venga cuando se desmonte de fútbol todo esto; los que sostienen que no todo es tan amable. La escenografía FIFA sobre la Rusia real. También que el verano ayuda a la simpatía, y que el invierno endurece.

–Vivimos así, yo vivo así, vivía así antes del Mundial y voy a seguir viviendo así después –dice Zhaneet, unos 50 años, mientras desayuna en un bar a la salida de la estación Taganskaya, la línea 5 del Metro de Moscú, una de las circulares.

Zhaneet habla un castellano limpio, vivió cinco años en Tenerife, se casó, se separó, y volvió a Moscú. Pero sus amigos españoles prefieren no viajar a Rusia, tampoco su exmarido. Eso explica para ella lo que pasa en el Mundial que se juega en la patria matrioshka. Al país vasto y opulento del zarismo lo tapó el socialismo soviético, un nuevo sistema social, pero ahí quedó su arquitectura, su monumentalismo. Lo que siguió, 74 años después, fue el capitalismo, pero acá están los símbolos revolucionarios, la hoz y el martillo, Lenin, el CCCP, el monumento a Karl Marx, el Estado fuerte, la derzhavnost, la gran Rusia, esa matriz desde la que se construye el país. Todos adoran el Metro del capitalismo, pero el Metro lo construyó el comunismo.

Europa no está en las calles. Está en las canchas, en los equipos, en los jugadores. En Eden Hazard con su partido riquelmeano, Bélgica sacándose de encima a Brasil. En el francouruguayo Antoine Griezmann manejando los tiempos. El croata Danijel Subašić atajando penales. Dicen que es el Mundial de los equipos, no el de las estrellas. Porque ya no están Lionel Messi, Cristiano Ronaldo y Neymar. Pero está Hazard, está Mbappé, está Kane, está Griezmann, está Pogba. Y los equipos estuvieron siempre. ¿Brasil 2014 no fue el Mundial de un equipo, Alemania? ¿Sudáfrica 2010 no fue el Mundial de un equipo, España? ¿De qué estrella fue Alemania 2006? ¿O fue el Mundial de un equipo, Italia? Hace mucho que los Mundiales son de los equipos.

La hegemonía europea no empezó en Rusia. En los últimos cinco Mundiales, sólo hubo dos finalistas sudamericanos, Brasil y Argentina, que perdieron. Lo que ocurre, tal vez, es que, excepto por Brasil, Rusia 2018 marca mucha diferencia entre las selecciones, en juego, en jugadores, en estado físico. La Europa del fútbol es una Europa multicultural. De los 230 jugadores que integraron las diez selecciones europeas que avanzaron a octavos, 83 son inmigrantes o de familia de inmigrantes. Lo es el 78,3% de los jugadores de Francia y el 47,8% de Bélgica, los dos equipos que el martes van a jugar una de las semifinales. Colonialismo e integración. Días atrás, en la Plaza Roja, la FIFA armó un partido de refugiados. De Afganistán, Zimbabwe, Camerún, Costa de Marfil y Siria. Los gobiernos ajustan cada vez más sus políticas migratorias, pero las abren para los jugadores de fútbol. La Ley Bosman, que en 1995 habilitó la posibilidad de que futbolistas con doble nacionalidad no ocuparan cupo en los equipos de la comunidad europea, cambió el mapa del fútbol, su industria. Desde su aprobación, en 1995, sólo hubo un campeón sudamericano, Brasil en 2002, que además fue finalista en 1998 como Argentina en 2014.

Pero la Ley Bosman no es la única explicación al dominio europeo, a la huida sudamericana de Rusia. Hay aspectos formativos y de organización. De talento. Sin embargo, Alemania, ejemplo hasta antes de empezar el Mundial, se fue en primera ronda. Y España, con la autogestión de los jugadores a cuestas, cayó en octavos con Rusia. Todo no se puede explicar. En uno de los ambientes del Museo de la Gran Guerra Patriótica, en el Parque de la Victoria, hay una instalación donde aparecen los hologramas de Winston Churchill y Stalin en una conversación de 1942, uno de los primeros encuentros después de la Operación Barbarroja con la que Alemania invadió a la Unión Soviética, lo que decidió el ingreso rojo al frente. Churchill y Stalin comían y bebían hasta la madrugada. Churchill estaba fascinado. «Rusia es una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma», fue una de sus frases más conocidas. Era la forma en la que Europa occidental veía a Rusia. La forma en que la ve. A veces indescifrable, lo que en código futbolero se dice rompeprode, el Mundial 2018 también tiene su alma rusa. Europa tal vez la descubra con el fútbol. «