Tratar de entender quién fue Federico Manuel Peralta Ramos a esta altura del siglo XXI no resulta tarea sencilla. Si apenas lo entendían sus contemporáneos, los que compartieron con él una época en la que el ideal era transgredirlo todo y derribar las convenciones. ¿Cómo explicar el lugar que ocupó este artista excéntrico entre 1960 y 1990 en este futuro en el que se ha impuesto (otra vez) la tiranía de lo racional? Si se menciona que fue primogénito de una familia patricia, tataranieto del fundador de Mar del Plata, descendiente por parte de madre de uno de los lugartenientes de San Martín y egresado del Cardenal Newman, se corre el riesgo de reducirlo a la categoría de nene bien. Una conclusión certera desde lo fáctico, pero muy incompleta desde lo conceptual. Porque Peralta Ramos también fue un tipo que hizo de sí mismo una celebración ambulante del arte entendido como mecanismo de ruptura, como fuerza contraria al sentido común. Un artista de lo efímero, un filósofo espontáneo, poeta de versos tan fugaces como potentes. Un performer que hizo humor con amor, un dandy sin un peso en el bolsillo. Una oveja negra que sin ser del todo aceptado por su propia clase tampoco renegó de ella. Un marginal vestido de pituco, pero también un chiflado capaz de ver los hilos invisibles de la realidad. Un ser único muy difícil de explicar ayer, hoy y siempre.

Esteban Feune de Colombi parece haber entendido a la perfección los alcances de tal imposibilidad a la hora de construir una biografía de Peralta Ramos y por eso ni siquiera lo intentó. Quienes se internen en las páginas de su libro Del infinito al bife (Caja Negra) no encontrarán en ellas un relato biográfico tradicional, de esos que a caballo de una línea de tiempo recorren una vida en el sentido lógico. Por el contrario, se trata de un montaje de voces, las de quienes conocieron a Peralta Ramos y mantuvieron vínculos de distintos grados con él, cuyos relatos fragmentados se amontonan hasta generar un perfil posible pero nunca definitivo del protagonista. Del infinito al bife es un libro sin centro ni dirección que se va construyendo de forma rizomática mientras avanza, provocando convergencias y divergencias que al acumularse trazan un hipotético mapa para recorrer su figura. Es esa forma arbórea de ramificación ilimitada la que mejor representa a Peralta Ramos. Al finalizar el libro sus lectores tal vez sigan sin entender bien quién o qué era este señor delirante, enorme y de voz profunda, ni cuáles sus méritos como artista, pero habrán disfrutado el recorrido con plenitud.

Sería fácil intentar aquello que Feune de Colombi evitó y ordenar la vida de Peralta Ramos en una serie consecutiva de hechos destacados. Que nació en 1939 y que el 2 de enero pasado hubiera cumplido 80 años. Que sin ningún tipo de formación artística empezó a exponer sus pinturas, durante los primeros ’60. Que a mediados de esa década fue tomado por el arte conceptual que definió a quienes fueron parte de la generación del Instituto Di Tella y que ganó el Premio Nacional que entregaba esa institución con su obra Nosotros afuera, un huevo gigante de yeso que comenzó a desmoronarse durante la ceremonia de premiación y que él terminó de demoler ahí mismo con un pico. Que fue parte de diferentes temporadas del programa de Tato Bores. Que ganó la Beca Guggenheim y se gastó la plata en hacerse trajes a medida e invitar a 25 amigos a cenar, invirtiendo lo que le sobró en una financiera. Que se expuso a sí mismo en una galería de arte vacía en la que se dedicó a charlar con los visitantes.

Es cierto que puesto de corrido su currículum acumula unos cuantos méritos, sin embargo se trata de una sucesión de actos muertos y si algo queda claro en el libro de Feune de Colombi es que la mejor forma de pensar a Peralta Ramos es desde una pulsión vital. Eso es lo que aparece cuando las fuentes consultadas se trenzan en un diálogo sin comienzo, sin nudo ni desenlace que las miserias del mercado editorial consiguen apretar en las 220 páginas de Del infinito al bife. Entre quienes cuentan su experiencia peraltiana están sus hermanos, sus amigos, sus tíos y sobrinos, pero también figuras como el conductor radial Bobby Flores, las actrices Edda Bustamante y Katja Alemann, la vedette Moria Casán o los artistas plásticos Marta Minujín y Yuyo Noé, entre muchos. Todos tienen una anécdota o una historia para dar fe lo estimulante que resultaba su presencia. En la acumulación no es raro encontrarse con versiones contradictorias de la misma historia, como si sus andanzas hubieran sido filtradas por un teléfono descompuesto hasta transformarse en mitos urbanos. Como ocurre con Macedonio Fernández, Peralta Ramos casi no dejó obra física y lo mejor de su arte es lo que ha quedado en la memoria de quienes han tenido la generosidad de compartirlo con todos en las páginas de este libro. «