Cartel de Santa no logra enmudecer el repiqueteo de los pies sobre el cemento; la soga zumba enlazada a los puños vendados. Tinglado de chapa con cielo a la vista, paredes sin revocar. Walter Sosa hace manoplas con un muchacho robusto que golpea fuerte. Sabe moverse sobre el ring. Sosa es el rey de Honor y Patria, el club de boxeo que funciona en el Harlem del Conurbano Bonaerense.

El hip hop mexicano suena en Villa Hidalgo, San Martín. También un poco más allá, en Carcova, y ahí nomás, en Independencia. Y al cruzar Márquez, en el barrio Corea, donde los jóvenes caminan con viseras planas y ropa holgada. Miran con ojos de tigre, muestran los dientes.

“A Corea o a la Carcova, a comprar, de la que toma Maradona”, dejó claro Pablo Lezcano, líder de Damas Gratis, en “Palo y a la bolsa”. Pero en esta parte del mundo ya no se escucha cumbia. La situación cambió en los últimos años, tanto que al boxeador correntino que llegó a probar suerte, los profesores le recomendaron que no salga solo a la calle si no quiere perder lo poco que tiene.

«A un alumno mío, para robarle la moto, le pegaron un tiro en la espalda. Y ni siquiera le robaron la moto. Cambió la calle.»

Sosa sabe lo que dice: además de trabajar en Estados Unidos con Marcos “Chino” Maidana, y junto a uno de los mejores entrenadores del mundo, el mexicano Robert García, entrena a los internos de la Unidad 48 de San Martín. Son los mismos pibes que vio crecer. Los hijos de sus vecinos, que apenas cumplen la mayoría de edad, se mudan al complejo penitenciario que las autoridades políticas montaron en el relleno a cielo abierto, al costado de la CEAMSE, sobre Camino del Buen Ayre.

Oscurece, es viernes y las estrellas asoman por esa ventana que nunca llegó. Fernando Peralta tarda en aparecer. Por Whatsapp avisa que el tránsito de la Panamericana está imposible. Jab izquierdo, jab derecho, gancho izquierdo. La combinación se repite hasta que el movimiento se haga instinto. La disciplina del boxeo consiste en la reiteración de las acciones para que cuerpo y mente se acostumbren al mismo lenguaje.

Peralta recuperó la libertad hace cuatro meses. La báscula judicial arrojó un peso de más de 14 años privado de la libertad entre vuelta y vuelta. Ahora tiene 35, dos hijas, tres tiros en el cuerpo, varias puñaladas y un dolor: haber estado preso cuando murió su madre. Apurado, llega al gimnasio, saluda a los asistentes de Sosa, al resto de los boxeadores y roba un mate.

«Vamos al primer piso, vamos a poder hablar más tranquilos.»

No hay sillas, sólo tachos de pintura para acomodarse. La luz es tenue, Peralta parece un jugador de futbol. Se peina y viste como tal. Pero no tuvo esa fortuna.

«Estaba en buzones y me vinieron a decir que tenía audiencia. Era feriado y los feriados no hay audiencias. Así que no fui. Al rato insistieron, me llevaron a una oficina y atendí el llamado. Era mi cuñado.»

Enterarse de la muerte de su madre lo llenó un poco más de soledad. Es el fantasma que aún lo persigue. Tanto que cuando visita a su padre, evita mirar la puerta de la habitación matrimonial al caminar hacia el baño.

«Me siento de espalda a ese sector de la casa. Me trae banda de recuerdos.»

Criado por las calles de Virreyes, la pintura de sus recuerdos aún está fresca. Sin excusas, confiesa que se vinculó temprano con el delito.

La primera vez que sintió el acero en las muñecas fue a los 14. Repitió a los 16. Hasta que cayó a los 18: ese viaje terminó a los 25. Sólo cuatro meses duró en la calle. Volvió a caer y estuvo otros siete años privado de la libertad. Lleno de “berretines”, peleando con los otros presos por un pedacito de orgullo. Ahora, se levanta el jean para mostrar la muerte que cicatrizó debajo de la rodilla, sobre los cuádriceps, los antebrazos, el pecho. Si la vida de un hombre se define por las cicatrices que carga en su cuerpo, Peralta es un renacido. 

Discípulo de su época, fue parte de la primera tanda de adolescentes violentos, emergentes del neoliberalismo. En zona norte, los gatillos policiales no discriminaban. Ser pobre, morocho y adolescente era suficiente para recibir un tiro. Ese fue el nacimiento del fenómeno social que multiplicó las cárceles en la provincia y que todavía mantiene preocupados a los vecinos del Conurbano Bonaerense. Los Backstreet Boys de Fuerte Apache; los precarios secuestros exprés de los jóvenes del Barrio Carlos Gardel en El Palomar; los adolescentes “tarjeteros” de Villegas, La Matanza; y así por toda la franja fabril venida a menos. Eso que ocurrió antes de la llegada del narcomenudeo a las barriadas.

Estuve siempre en cana. Y siempre con un par de cohetes. A veces me miro frente al espejo y me veo banda de cicatrices. Tengo uno en la cabeza, entró por acá –señala el parietal izquierdo– y salió por atrás. Me baleó la Policía, como a mi compañerito El Orejita, a él nombró en la toma de rehenes.

La “toma de rehenes” que lo llevó a la televisión ocurrió en 1999. “Aguanten los Pibes Chorros y El Oreja, que es mi compañero”, gritó esposado frente a las cámaras, luego de mantener cautiva durante varias horas a la familia Manzione en Kennedy al 1000, Victoria.

Diecisiete años más tarde, Peralta desnuda al niño borracho y drogado que se sentía solo. Y que tanto daño causó.

«Empecé robando bicicletas. Nos subíamos al tren, íbamos a San Isidro, Martínez, y si veíamos una bici que estaba buena, bum. Después empecé a robar de yuga.»

La “yuga” no era otra cosa que un cuchillo adaptado para abrir puertas de coches. Así que antes de afeitarse, ya sabía manejar autos robados. Los “truchos” se cambiaban por plata y la plata por droga. Del pegamento a las pastillas, y bienvenido a la cultura Nike.

El primer robo con armas que hizo fue con El Oreja. Sorprendieron a un vecino de Tigre que regresaba del supermercado y lo encañonaron. Lo obligaron a entrar a su casa y le quitaron joyas, dinero y electrodomésticos.

«Después empezamos a robar cajeros con los rehenes. Hacíamos rally con los ‘truchos’. Íbamos y veníamos. Hasta la tarde en que mataron a mi compañero.»

Esa tarde Peralta comenzó a “institucionalizarse”. Conoció los centros de detención para menores de edad: Belgrano, Almafuerte, Agote, Alfaro 1, Alfaro 2. Pero nada había cambiado.

«Pensaba que eran todos giles. Estaba re equivocado. Salí y me la volví a mandar.»

De regreso en las calles, sin El Oreja como compañía, siguió la vida bandolera. Como aquella tarde, la que caminaba con un Rolex robado en el bolsillo y se cruzó con Dibu, un conocido que estaba internado en un “colegio” donde lo mantenían empastillado para serenarlo.

«Salí con permiso pero no voy a volver más. Vamos a robar.»

Robaron dos casas, Dibu no escuchaba, no quería parar. Y la tercera fue la vencida. Entraron, maniataron a la familia y amontonaron el botín. Pero cuando estaban por salir, la sirena azul iluminó el living.

«Cuando abrí la ventana, estaba toda la Policía. Mi compañero se quería entregar y la señora de la casa me impacientaba. Yo no quería volver a un instituto. Así que agarré un whiskey y encontré pastillas.»

El temor de Peralta era la bolsa que la Policía usaba para asfixiarlo. Así trataban de convencer los oficiales a los adolescentes que delinquían en zona norte. Por eso pidió la presencia de un fiscal. Y llegó Patricio Ferrari.

«No quería que me pegue la Policía. Tenía miedo y el fiscal me prometió que nadie iba a pegarme. Pero en la comisaría, todo cambió.»

Después de ablandarlo, lo llevaron a Balneario, otro centro de detención para menores. Lo que vino después fue reja, reja y más reja.

«Mis viejos laburaban todo el día, así que salía del colegio y con los pibes íbamos a la ferretería y comprábamos Poxiran. Mi viejo me cagaba a palos a la noche, porque descubría los buzos con pegamento. Me drogué de chico y cuando pasaba por el Club Piñero de mi barrio, Agustín Carrizo, el profesor de boxeo, intentaba rescatarme con un sándwich de milanesa.»

Peralta se quedaba un rato. Pero la calle y el pegamento eran más poderosos que su voluntad. Sin embargo, muchos años más tarde, el boxeo volvería a rescatarlo.

«Estando en cana de grande, lo crucé a Walter Sosa y volví a vincularme con el boxeo. Él me escuchó y nos hicimos amigos. Cuando se fue a vivir a Estados Unidos, me llamaba al pabellón y lo hacía hablar con todos los pibes.»

Así consiguió lugar para entrenar a los otros detenidos. Sosa lo apuntaló y hasta se dieron el lujo de organizar eventos de boxeo dentro de la unidad donde estaba alojado. 

«El boxeo me cambio la mentalidad. Me enseñó el respeto. Los pibitos son inteligentes, sólo que jamás descubrieron el talento en ellos. Nadie se los inculcó. El gimnasio te da responsabilidades, por eso quiero retomar el taller en la calle.»

Respecto a las responsabilidades de “laburante”, Peralta está en proceso de aprendizaje. No le gusta que lo manden pero sabe que tiene que empezar de abajo si quiere revertir la pelea. Otro round tras las rejas, sería demasiado.

«Tengo que aprender a tener paciencia. Tomé la decisión de dejar de delinquir. Ya no quiero más. Ojala pueda ayudar a que otros no pasen lo que pasé. Antes me sentía re solo. Los recuerdos de mi vieja me hicieron pelota. Siempre estaba conmigo. La única. La madre de mis hijas me abandonó por uno de mis amigos cuando estaba preso. La soledad comenzó a pesarme. Pasó por la cabeza suicidarme. Cuando era malo, estas cosas no me pasaban. Pero ya no soy el que era antes.»

El boxeo contenedor

En Honor y Patria, Walter Sosa no sólo enseña a los boxeadores a tirar piñas. Además, les prepara el almuerzo, la merienda y, a los que se quedan a dormir, la cena. 

“Hay pibes de Salta y Corrientes. Entrenan triple turno y duermen acá. Se trata –explicó- de ayudar a los deportistas porque son pibes humildes. El año que viene intentaremos que los boxeadores terminen el secundario. Se trata de contener a las personas, además de enseñarles a caminar el ring, queremos ayudarlos a caminar la calle”. 

Cualquier interesado en contribuir a la iniciativa, puede comunicarse con Sosa a través de su perfil de la red social Facebook o acercarse al club, ubicado en Charlone 2448.

Exhibiciones en River

El año pasado, Peralta fue uno de los protagonistas del evento patrocinado por River Solidario en la Unidad 46 de San Martín. “Cuando llegué a esa unidad le comenté a Walter Mansilla, encargado del área de deporte, lo que hacía con los talleres de boxeo. La idea prendió. Quiero destacar a Facundo Taub, miembro de Artes Marciales y Deportes de Contacto de River, que me ayudó en las cuatro exhibiciones que hicimos. Ahora –revela- estoy esperando que vuelva de Estados Unidos para reflotar el proyecto en la calle. Que mejor que alguien que tuvo la experiencia que pasé yo, intente ayudar”.