Cuando aparece una serie como Gambito de dama (The Queen ‘s Gambit, 2000, Netflix), de lo primero que surge es la pregunta: ¿por qué se vuelve un fenómeno? Éxito audiovisual y ajedrez son términos que no maridan bien; y hasta no hace mucho, no gozaba de tan buena prensa conjugar mujer con “cumplir con un rango definido de expectativas” (según una de las varias definiciones de éxito). Pocos se preguntan, por ejemplo, por qué puede gustar tanto The Mandalorian (de la que el 17 se estrena la segunda temporada): responde al universo de Guerra de las Galaxias, está hecha por Disney (¿quién dudaría de la factoría?) y guía el héroe y acompaña la heroína.

En buena medida esos dos tópicos explican que Gambito de dama esté convocando multitudes: una mujer heroína (y joven) en un deporte juego del que, al menos a través de la pantalla, no se recuerda que haya resultado tan divertido y despertado tantas pasiones, resultaron una combinación imbatible.

Un poco de historia ayudará a explicar mejor el acontecimiento. The Queen ‘s Gambit es un libro que Walter Tevis publicó en 1983, y pronto obtuvo buenas ventas. Aún se sentía la Guerra Fría a pleno (Ronald Reagan comandaba a Estados Unidos hacia la Guerra de las Galaxias en versión nuclear) y por más que la historia se ubica en plenos ’60, un libro con toda la dinámica de un thriller sobre ajedrez, donde alguien de nacionalidad estadounidense le ganaba a un comunista de la Unión Soviética, difícilmente podría fracasar; si encima se trataba de una mujer, y adolescente, en los ’80 era para comprarle todos los boletos. Así fue. Y casi de inmediato el periodista del The New York Times, Jesse Kornbluth, se acercó a Tevis para adaptarla al cine. Para no abundar, Tavis murió al año siguiente y, salvada la burocracia que toda herencia implica, el escocés Allan Scott adquirió los derechos en 1992. Scott es uno de los creadores de la serie. Y no es que se tomó su tiempo, sencillamente el fracaso de los caminos que intentó antes (incluido uno con Heath Ledger) lo hicieron esperar más de la cuenta. Y le vino bien.

Beth Harmon (fantástica la británica con toque argentino Anya Taylor-Joy) es una niña que aparece por primera vez en pantalla totalmente desconectada de la realidad porque acaba de sufrir un accidente de tránsito en el que murió la mamá. Segundos más tarde se sabe que Beth es hija de madre sola. En consecuencia, a fines de los ’50, su destino es un orfanato. Allí todas las noches las medican con tranquilizantes; Jolene, su amiga negra unos años mayor, le enseña algunos trucos de consumo para que le peguen mejor. Un día la mandan a sacudir los borradores al sótano, y allí encuentra al señor Shaibel jugando solo al ajedrez. En medio de la desolación que no imaginaba pero presentía como el derrotero de su vida, ese tablero la subyuga, y quiere aprender (“Me gusta el ajedrez -dice Beth en una entrevista a Life años más tarde- porque es un mundo en 64 casillas. Un lugar en el que sentirse segura. Predecible, dominante.”)


...

Entre el 1992 que adquirió los derechos y este 2020, el guionista Allan Scott escribió, entre otras: El nombre del juego, Minority Report y Logan (antes había escrito Mentes que brillan). Y más allá la eficacia y destreza de esos guiones, como creador de Gambito de dama (nombre de una jugada de ajedrez que tiene como objetivo ‘ofrendar’ una pieza a fin de obtener una ventaja en el juego) Scott consigue una obra feminista distinta. Sin perder el pulso por lo que implica ser una prodigia y huérfana en una actividad con prevalencia extrema de hombres -lo que le da otro sabor a la competencia deportiva-, encuentra las posibilidades de éxito de su protagonista en factores que son poco tenidos en cuenta a la hora del análisis: ya con 11 años, Beth es adoptada por un matrimonio en el que la pequeña funciona como el chiche que calmará las tendencias alcohólicas de la parte femenina de la pareja; al poco tiempo de convivir los tres, él abandona a su mujer y a la hija que “le adoptó”. Y es a partir de esa liberación de las obligaciones que la sociedad le impone a las mujeres de ese tiempo, que la madre adoptiva (interpretada Marielle Heller), puede convertirse en una madre de verdad; y más: en una madre distinta. Porque a diferencia de lo que se acostumbra en la época, cuando las preocupaciones maternas pasaban porque la nena pudiera conseguir un buen marido para garantizar su futuro (pocas eran las que apoyaban a sus hijas para ir a la universidad, casi nulas las ocasiones en que eso ocurría para algún deporte), con sus limitaciones, ella acepta a Beth y la sigue en su periplo y sus sueños (casi obsesiones). Una relación entrañable que sostiene emocionalmente la historia sin recurrir a los típicos conflictos adolescentes, al tiempo que ofrece una mirada más amplia a la hora de buscar empatía.

El complemento de esa relación es una soledad aplastante. Primero para las dos mujeres que por distintas razones no quieren andar el camino que la norma indica. Luego, porque ya sin su madre adoptiva, a los fantasmas propios de los que tan bien y sin darse cuenta la defendía ella, le agrega el gran problema de todo talento: no saber por qué se le acerca quien se le acerca. Qué pasará cuando el talento no sea tan efectivo es la sombra que empieza a amenazarla; sombra a la que contribuyen en parte las mujeres, lejos aún de construir su concepto de sororidad.

Cualquiera y todos tendrán ganas de abrazar a Beth con la intención de calmar su angustiante indefensión ante un mundo que no eligió pero al que debe adaptarse. Hay millones de vidas así. Puede decirse que no todas tienen el talento de Beth, y es cierto. Pero sin ese fortuito encuentro con el señor Shaibel jugando al ajedrez su vida habría sido insoportablemente cruel. Gambito de dama no explica por qué Beth tuvo la suerte que tuvo. Ni la buena ni la mala. Muestra cómo siempre, al igual que con cada movimiento en el ajedrez -con talento o sin él-, hay un precio a pagar. Sino no hay juego.


Gambito de dama. Creada por Scott Frank y Allan Scott. Disponible en Netflix.