Jugar bien o ganar, unas de las discusiones del fútbol más absurdas y que desde los medios de comunicación se amplificó y generó un efecto abrojo en el público se acaba de terminar el domingo 24 de noviembre de 2018. Ya nadie, después de la decisión de Boca de ir por los puntos en quizá el partido más esperado de la historia del fútbol argentino, podrá decir que ganar es lo único que importa y que, sobre todo, hay que hacerlo como sea. Y como sea es como sea. A menos que en el mundo clonado por las redes sociales un buen posteo les llene este vacío. Si el fútbol es emoción alguien se la empezó a robar cuando River, después del lamentable episodio del gas pimienta y de la decadente actitud de Boca y sus referentes del plantel, pidió la misma sanción que ahora Daniel Angelici, en una estrategia pensada desde la calle por donde camina –según dijo- porque conoce “el pensamiento del hincha de Boca”. La lectura, entonces, es que el hincha de Boca quiere la Copa Libertadores, de la que no recibirá ni un dólar de los 10 millones en juego, ni la gloria y el reconocimiento por la eternidad y más allá y para siempre, ni la entrevista con alguno de los periodistas deportivos que se encargaron de ponerle el dramatismo extremo a un evento que todas y todos, ajenos al fútbol o vinculados con ese sentimiento, esperaban de acuerdo a su trip en el bocho, como nos cantó Charly García. Los hinchas no van a tener con quién abrazarse, ni gritar un gol, ni sentir ese rato de felicidad que sí pueden ofrecer los retazos que quedan de fútbol. No dará la Vuelta Olímpica, ni irá al Obelisco para fingir un orgasmo. Ni tendrá que ir al cine o apelar a la anestesia para no ver una final que, al cabo, a más de uno le pegó para ese lado. Hubo quienes no la quisieron jugar, por la tensión, por el corazón, por su temor a la humillación que ahora le toca la espalda sin que se dé cuenta. ¿Qué, no lo sabía? Las finales no se juegan, se ganan. Boca es campeón de América, venció a River en el Monumental. Gloria eterna. Mañana serán remera.