La larga fila de espectadores llega hasta la esquina. Es sábado, noche de reestreno en Palermo para una propuesta que llegó a su cuarto año consecutivo con el acompañamiento del público. En un contexto teatral donde las obras de carácter reflexivo cada vez se establecen menos sobre los escenarios -y las que lo logran no llegan a superar los pocos meses en cartelera- que una  de ellas alcance las cuatro temporadas es llamativo. Y lógico, esa permanencia no es poca.

Con Un judío común y corriente (el espectáculo de Charles Lewinsky adaptado por Manuel González Gil) Gerardo Romano goza de un destacado presente sobre las tablas del teatro Chacarerean Teatre con unas de esas obras que tocan temas sensibles -en este caso sobre el judaísmo- pero que bien puede aplicarse en múltiples niveles de la vida social. Sin ser muy explícitos, hablamos de un unipersonal en el que el actor interpreta a un periodista judío alemán que recibe la invitación de un profesor de historia cuyos alumnos, luego de haber estudiado el Holocausto nazi, ansían conocer y palpar de cerca a un judío. Desde ese punto, la reflexión y un humor delicado son parte de un balance donde conviven la historia, los recuerdos -de los buenos y malos- junto a una performance actoral que siempre hace foco en los espectadores. «Lo que tengo para celebrar con esta obra es su texto. Se trata de una sensación positiva porque me llena, gratifica y emociona. Poder expresar lo que dice esta obra en el plano de las ideas, la crítica, la lectura histórica y de la elaboración del pasado y el presente me resulta esencialmente catártico y sanador. Me hace sentir que es una propuesta que tiene sentido en lo concreto y que así mi trabajo arriba del escenario sirve», dice Romano sobre lo que le sucede internamente con esta propuesta en su encuentro con Tiempo.

-Los años de permanencia de una obra dicen mucho más que esa instancia. ¿Qué sensaciones construye en vos esa situación?

-Tuve la fortuna de hacer unipersonales que duraron mucho tiempo. Era otro contexto socio-histórico de la Argentina y anterior al kirchnerismo, concretamente durante el menemismo. Esa oleada neoliberal me sirvió para poder efectuar críticas hacia el sistema de gobierno que encarnaba Menem. Tuve la fortuna de que ese señor me querellara y de tener una persecución por lo que decía arriba del escenario durante la obra A corazón abierto. Yendo hacia atrás, ese gobierno tenía el condimento importante de que fue producto de un fraude, de una mentira confesada al poco tiempo por el propio estafador. Pero ahora no, es todo más complejo porque hay una propuesta genuinamente neoliberal y democrática aceptada por el pueblo argentino por segunda vez. La primera vez podríamos adjudicarle un tinte de aquel proceso menemista de fraude, en tanto Macri y su equipo mintieron, por decirlo de alguna manera, con propuestas que no cumplieron o con la ejecución de propuestas que no anunciaron. Ahora el panorama es bastante más complejo en momento social en el que vivimos porque hay cierta reivindicación del apoyo estructural que tiene el gobierno actual.

-¿Te llama la atención que estos procesos te agarren con propuestas reflexivas?

-Lo que me llama la atención son las elecciones de octubre pasado porque Macri no mintió. Dijeron que habría flexibilización laboral y todo lo que están haciendo ahora, y sin embargo se los votó igual. ¿Entonces desde qué lugar yo cuestiono el voto democrático del sector que sea de la Argentina, ya sea oligarca o cartonero? Eso es algo para pensar.

-Las obras exitosas no siempre generan un espacio para la reflexión. ¿Por dónde creés que pasa el éxito de Un judío común y corriente?

-La obra tiene como contexto al Holocausto nazi. Así que creo que en un punto subliminal toca al espectador y a mí, porque los argentinos tenemos nuestro propio holocausto, que fue la dictadura del ’76 al ’83, donde el colectivo social a suprimir no era racial como los judíos, gitanos o los negros, sino que era más bien ideológico. Eso se vuelve algo más grave todavía porque yo puedo decirle a alguien: «Vos tenés el pelo como un judío, tenés kipá, estás circuncidado. Así que sos judío y te voy a matar». Pero en la dictadura, totalmente ideológica, ni siquiera te decían algo porque te mataban por lo que pensabas. O sea que ellos eran dueños de inferir que tu comportamiento y pensamiento eran subversivos. Había algo mucho más difuso de establecer, inclusive para el propio victimario. Creo que la obra en ese sentido cumple con un costado ideológico en el cual se percibe que la catástrofe social e histórica que ocurrió fue tremenda. Uno podría pensar que todo lo que le pasó al pueblo judío en Alemania no nos podría pasar, pero no. Lo que nos pasó a nosotros fue peor y lo más tremendo es que desde lo ideológico la praxis de los gobiernos se reiteran. Se repite lo mismo que lo de los noventas, o lo que ocurrió en la dictadura se vuelve a dar de nuevo en medio de la democracia de nuestros días y con un contexto político complejo. De ahí que la obra menciona en un momento que los pueblos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo.

-¿Cómo llegaste a esta propuesta?

-Tuve la enorme fortuna de recalar en Manuel González Gil con el que trabajamos a destajo. Es una obra que fue rechazada por nueve actores antes que llegase a mí.  

-¿Dijiste que sí enseguida?

-Al toque. 

-El guión tiene muchas bisagras socio históricas que resultan muy interesantes de accionar. ¿Trabajaste con alguno de esos aspectos?

-Creo que se activaron algunos resortes que estaban en mí y que me marcaron en la vida. Yo nací en un barrio judío, fui a un colegio del estado donde de 30 alumnos, unos 27 eran judíos. Uno de mis íntimos amigos era Eduardito, un vecino judío que tenía a su bove que era ex prisionera de Auschwitz. Luego fui a un club católico y empecé a conocer la judeofobia cristiana. Después conocí azarosamente el Holocausto de Hiroshima y Nagasaki en fotos, así como también el judío. Entonces, para un chico de cinco años al que le hablaban de Dios, eso que había ocurrido era una contradicción y a la vez una dificultad de percepción tremenda. En ese entonces jugábamos interclubes con el Club Náutico Hacoaj, Sociedad Hebraica Argentina o la Organización hebrea Macabi, y en ese contexto la frase que escuchaba era «judío de mierda». Luego al terminar la primaria me encontré con organizaciones muy nazis como la Guardia Restauradora Nacionalista y Tacuara. Después tuve mis inclinaciones históricas y fui cada vez más teniendo información sobre todo lo que sucedió en Argentina, las represiones en la Semana Trágica, la Liga Patriótica y mucho más. Así que cuando entré en contacto con el material de la obra hice también un laburo de campo sobre el tema.

-El guión de la obra tiene una exigencia que pivotea entre el humor y la reflexión densa. ¿Cómo trabajaste ese nivel emocional? 

-Muy pero muy gozosamente. Digamos que eso es donde me apoyo para trabajar la obra y que salga como sale. El humor ayuda porque de no tener ese ingrediente todo se hubiese vuelto algo intransitable, y no se puede recorrer a una obra como esta sin reírte en algún momento. Siento que esa herramienta se vuelve como un bálsamo de necesidad. Por eso y muchas cosas más esta es una obra que no dan ganas de abandonarla.

«Lo que pasa es catastrófico»

En sintonía con lo que expresan diferentes personalidades del mundo del cine, el teatro y la televisión, la situación del país en torno al mundo de cultura preocupa seriamente a Gerardo Romano. Llegando a esa temática, la entrevista toma un giro decididamente crítico con respecto a las políticas dirigidas al sector desde hace 24 meses. «Lo que pasa es catastrófico. Al neoliberalismo no le conviene la cultura ni la educación. Desactivar, desmontar todos los mecanismos de conocimiento, crítica y percepción de la realidad y que los artistas transformen en cultura al arte es uno de los cometidos de esa orientación política. Eso es notable y por lo tanto muy observable. Sin embargo, creo que el teatro siempre fue y será una reserva. Creo que ahora veremos cómo lo comercial acciona, impulsando propuestas vacías de significado en detrimento de otras. Yo no dejé la abogacía ni la militancia política para entretener», concluye.

«Nada es tan duro como en la realidad»

El Marginal, el policial dramático estrenado en 2016, volvió a traer a la pantalla de la TV Pública una historia basada en el mundo de las cárceles. La serie fue aclamada por la crítica especializada y el público en general, lo suficiente para generar una segunda entrega en la que Gerardo Romano volverá a interpretar a un corrupto director de una unidad carcelaria. «Yo había trabajado con los Ortega y me parecieron muy profesionales. Saben trabajar, tienen un equipo con Adrián Caetano a la cabeza que es muy bueno. Hubo una capacidad de armar un elenco potente y de grandes actores como Juan Minujín, Claudio Rissi o Nicolás Furtado, que como actor tiene un presente y futuro increíble. La repercusión que tuvo me llamó poderosamente la atención, sobre todo desde que llegó a Netflix, más allá de que en la TV Pública tuvo un muy buen rating. La nueva temporada se trata de una precuela, así que vamos más atrás en la historia para dar a conocer nuevas aristas de lo que se pudo ver. 

-¿Cuánto sirvió tu trabajo como abogado para la construcción de tu personaje?

-Mucho porque fui jefe de la dirección sumarios del Ministerio de Justicia de la Nación. Es el órgano de superintendencia del Servicio Penitenciario Federal, es decir que regula a todas las cárceles. En ese contexto, cada sumario que caía lo recibía yo. Para que te des una idea, en los años ’70 iba a la cárcel de Devoto cuando los presos hicieron un motín y murieron quemados unos 70 de ellos. En El Marginal se puede ver lo difícil de la vida carcelaria, aunque nada es tan duro como en la realidad. «