Algo debe de tener el hielo para que frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía recordara la remota tarde en que su padre lo llevó a conocerlo. Quizá por eso no olvidaré nunca la tarde también remota en que mis padres anunciaron que al día siguiente llegaría una máquina que fabricaba inviernos nórdicos y que tenía dentro una pequeña caja, un armario diminuto donde el agua se congelaba en cubos que parecían diamantes desmesurados.

El mundo no era tan nuevo como en los tiempos de Aureliano Buendía, los objetos ya tenían nombre, por lo que no era necesario señalarlos con el dedo, pero nuestra inocencia intacta se deslumbraba aún con los objetos que ofrecía un Melquíades de saco y corbata detrás de un mostrador. Decididamente, los electrodomésticos eran cosas que traían los gitanos desde mundos lejanos y misteriosos donde se fabricaban objetos inverosímiles. Eran tiempos en que los chicos nos preguntábamos cómo hacían los integrantes de una orquesta para meterse dentro de la radio y en qué momento entraban y salían de la enorme caja del televisor las personas que veíamos en la pantalla. La magia era una cuestión eléctrica, los enchufes eran máquinas de producir milagros.

Sin duda, el recuerdo más vívido de mi infancia es el momento en que la heladera Siam desembarcó en casa. Mi padre había consentido que faltáramos al colegio para no perdernos el momento de su llegada. Ya que nos privaba de tener televisor con sólidos argumentos pedagógicos, nos permitía a cambio esperar la Siam en el andén de nuestra ansiedad como cuando íbamos a la estación de tren a recibir a una tía lejana. El mundo era más grande, el tiempo era más largo y el pueblo de la provincia de Buenos Aires desde el que nos llegaban las tías quedaba mucho más lejos que hoy. La adultez acorta las distancias y alarga el desencanto.

Mi padre terminó de quitarle el embalaje como quien ayuda a una mujer a quitarse el abrigo. Y allí apareció ella, rotunda y protectora como una matrona, vestida de blanco como una enfermera y pálida como nuestra prima que vivía entre algodones y padecía de asma.

Yo, que por aquel entonces me introducía en los misterios de la escritura a través de frases como ¡qué linda es mi bandera! o ¡qué bien canta mi canario!, no dudé en advertir que aquella manija metálica que culminaba en una bolita blanca era el comienzo de un signo de admiración, una invitación muda a pronunciar una frase que quizá fuera, a su vez, el comienzo de una historia. Sí, era un signo de admiración tridimensional y potente como los que se necesitan en la niñez para expresar gráficamente el asombro que nos produce el mundo.

Los chicos exigimos que mi padre obviara la lectura de las instrucciones y pusiera la Siam a fabricarnos un invierno propio en pleno verano. Imposible resistir la tentación de abrirla para asistir al cambio de estación que se producía en su interior y al congelamiento polar que tenía lugar en las cubeteras metálicas. Era la más pura transmutación alquímica en pleno siglo XX.

Los vecinos se invitaron solos a presenciar aquel suceso. El de al lado dijo que Estados Unidos era un país tan adelantado que ya no sabían qué hacer con tantas heladeras y que allí todo el mundo usaba ropa de nylon, la mayor conquista de la civilización. El del final del pasillo nos advirtió sobre los mil peligros que implicaba la manija metálica y nos dio consejos para exorcizar la posesión demoníaca de la electricidad. Mi madre, por su parte, prometió enfriar todo aquello que le pidieran, desde la leche para los chicos a las botellas de sidra para la próxima Navidad. Quizá porque nunca le había sobrado nada para dar o porque la Siam la convertía de repente en una nueva rica con capacidad de repartir dádivas entre los pobres, era pródiga en el reparto del frío solidario capaz de prolongar la vida de la carne y las verduras de los otros.

En los primeros tiempos, el latido de su corazón de ballena descomunal me despertaba a intervalos regulares por las noches. Cuando no podía volver a dormirme, me dirigía hacia ella como una sonámbula y la abría para sentir en la cara su aliento polar y perder el miedo a la oscuridad en la luz de sus entrañas.

Ha pasado de esto mucho más de medio siglo y la Siam sigue presidiendo la cocina como un tótem. Cuando tantos de los corazones familiares se han llamado a silencio, el suyo sigue latiendo con fuerza a intervalos regulares, como si hubiera sido creada para la eternidad.

Quizá porque su nombre evoca un reino antiguo, porque su cuerpo imponente hace pensar en Moby Dick, porque guarda en el congelador paisajes helados de Jack London o porque el signo de admiración de su puerta invita a narrar, lo cierto es que todo el que visita la casa y la ve, tiene una historia de infancia que contar relacionada con ella. Paradójicamente, entre los pliegues del frío conserva con tibieza una memoria argentina. «