Introducción

Cada una de ellas, en mundos distantes, distintos, salió desde las honduras de los fuegos y rescoldos que caracterizan la vida de nuestra América. Cada una anduvo una vida por el mismo sendero que caminaron otros pies desnudos, con pasos menudos y desolados. Fueron capaces de entenderlo todo porque amaron a la humanidad, y por eso también fueron capaces, cada una de ellas, de esa entrega sin límites para darlo todo desde la lucha, la política, la literatura y la poesía.

Los mundos distintos y distantes las acercan a través de la palabra escrita o hablada, pero siempre incendiada. Como mujeres de fuego que son, dejan y dejaron llamas por donde caminan y por donde caminaron. ¿Qué las une y qué las diferencia? Las une la misma voluntad de resistir injusticias, dogmas, dominaciones de todo tipo, incluyendo las de género que tanto abundan aún.

Del fuego sacaron la voz que recogieron por el mundo, donde las palabras son andantes. Cada una compartió las historias mínimas de seres de fuego o de simples hombres de la vida, que las conmovieron y las hicieron mujeres de la solidaridad eterna. Esta, que es una forma superior del amor compartido, del hacer colectivo, una forma de vida que las llevó a alzar su tea de lucha.

Una tea, sí, siempre en acciones, en palabras caminantes, escritas, habladas, gritadas, aulladas a veces. Todo por una causa de humanidad, porque en cada uno de los caminos que abrieron está la huella del hombre. Infinitas sabidurías, corajes desmedidos, antorchas ellas mismas. Estas mujeres dieron a la humanidad sus iluminaciones, que están, que perduran y brillan con luces propias. Cuando todo se cae o parece desmoronarse alrededor, en ese juego fatuo de los espejos que se astillan, ellas surgen de los trasfondos de la historia y ayudan a construir los laberintos de memorias perdidas, a reconstruirnos cada uno de nosotros. Reconstruir humanidades es un acto extraordinario de dignidad y amor.

Rescatar a los condenados de la tierra no es tarea fácil. Pero ellas lo hicieron desde jóvenes, y es un gesto de amor devolverles el soplo que nos dieron de alguna manera. Las entrevistas reunidas en este libro —con algunas variantes respecto a la versión publicada en 2008 bajo el sello editorial Desde la Gente (sobre todo, en cuanto a actualización de datos, más el agrega-do de algunas notas a pie de página)— las hice en distintos tiempos.

Cada una ellas podría ser un libro. Pero estas historias son la historia de nuestro continente y de otros. Son historias de mujeres de fuego, para avivar las llamas de otros tiempos de búsqueda y de justicias que no llegan, de liberaciones necesarias y urgentes.

Ellas nos entregan su vida desde el amor; dulces, duras, perfectas, imperfectas, humanísimas en sus pudores, sus miedos, sus corajes. A ellas les debemos el respeto de la historia contada a través de sus propias vivencias, la mejor historia de la humanidad.

FRIDA KAHLO La que irradiaba hechizos

Pintaba su rostro sobre su propio rostro. Su cuerpo fue trazado por pinceles sobre su propio cuerpo. Y a través de esos hilos finos del color, Frida Kahlo percibía los matices del dolor físico y del ánima, el alma. Fue más lejos. Salió de sus claustros de dolor personal a buscar y exigir la justicia.

Había símbolos inequívocos en sus trazos, las manos de una mujer, la percepción de la mujer, los recovecos de esa cabeza agitada por las búsquedas, los signos de la libertad sin concesiones. Se la intenta ver desde muchos ángulos y caracterizarla en diversas escuelas pictóricas. Algunos hacen tesis desde el surrealismo, expresionismo o en el riquísimo arte popular mexicano. Feministas trabajan incansablemente en reunir los vericuetos de los caminos que anduvo, de la energía vital que podía transmitir desde una cama de postración, escapándose de allí, volando por los campanarios, amante eterna, madre frustrada, revolucionaria agitando banderas, campesina mexicana, desafiante hembra sin dobleces, todo eso y lo que fue sin serlo o siéndolo.

Perfil fuerte y tierno a la vez, rostro cincelado, que ella captó rompiendo en astillas la languidez del renacimiento. Profeta, sibarita del amor, contradictoria e íngrima. Irradiadora de hechizos que congregaban a pintores, literatos, políticos, hombres y mujeres simples, obreros, marginados. Compañera y amante de un volcán.
Si algo faltaba en esa descripción en que uno intenta atrapar algo de la imagen de aquella mujer inatrapable, era su pertenencia política. No dudó. Cuando muy pocos eran comunistas en México, ella lo fue. Apasionada, sin concesiones, desafiando los entornos, enamorada de la Revolución mexicana que alumbró los principios del siglo XX.

Los orígenes

Había aprendido a mirar rostros, formas humanas, escondrijos de almas, maravillas arquitectónicas, imperceptibles humos de inciensos de antiguas iglesias, en las fotografías de su padre, Guillermo Kahlo Kauffman. Y desde esa mirada llegó a los trazos que la hicieron decidirse por la pintura cuando estudiaba en la Escuela Nacional Preparatoria.

Tenía sólo 18 años cuando en 1925 sufrió un terrible accidente que marcó el resto de su vida, ya surcada por la poliomielitis.

Durante su larga convalecencia, la adolescente creció, subió a los tejados y voló. Desesperada, rabiosamente, comenzó a trazar formas, como quien echa afuera los demonios y las maravillas. Sólo tres años más tarde, en 1928, con la misma rebeldía que mostraba desde niña y la pasión a flor de piel, ingresó a la Liga de los Jóvenes Comunistas. México desbordaba en acontecimientos políticos y culturales.

Fue en ese mismo año cuando Diego Rivera, el gran muralista mexicano, el volcán apasionado, el hombre sin límites, poderoso amante, tierno y cruel, la pintó en los muros del edificio de la Secretaría de Educación, en ese mismo México que cuando Frida Kahlo tenía sólo tres años produjo el hecho revolucionario, el desborde, el fuego que marcó indeleblemente el siglo. Revolución que se ha tratado de desaparecer en la memoria colectiva latinoamericana, para dejarla como una referencia histórica, aunque el hecho fue además la fuente de una brillante eclosión literaria. Se intentó detener, congelar aquel momento, a pesar de que su intensidad desbordó fronteras, incluso en sus expresiones artísticas. Se intentó encerrar el fuego de la revolución en los límites de México, cuando debía estar, casa por casa, en una América Latina donde la identidad y la cultura son sometidas a sucesivas castraciones. Y esto no sucedió por voluntad de los mexicanos, sino de los que intentan tapar soles con garras, como si la luz no pudiera escaparse cada vez. ¿Cómo no habría de doler a Frida Kahlo su país, luego despojado, con casi la mitad de su territorio arrebatado?
Por eso, quizás, vengadora y única, Frida regresó ahora, con sus estallidos pictóricos y las serenidades de madonas latinoamericanas, sus aullidos contenidos, pero desgarrantes y vivos, que se perciben en esos rostros, su rostro, enmarcados en sus propios sueños, ternuras, desventuras y amores.

La otra Frida

La gente de su pueblo, la que transcurre cotidianamente lejos de las élites, puede verla ahora, reviviéndola, y es en general a través de magníficas reproducciones. Lo hacen religiosamente con respeto y despertares.

Así lo dicen en las nuevas crónicas. En estos tiempos, cuando la “fridomanía” fue desatada, el mercado intenta “destaparla” como uno de sus productos más caros, pero ella lo vence, lo dobla, se impone por sí misma, escapa de los ardides mercantiles y entra en la casa de todos, desnuda, deslumbrante en el dolor.

Así se la puede ver en casas humildes, en un encuadre simple, una lámina en una pared, una postal exhibida como un tesoro, Frida con esa mirada que sigue, escruta y ama, los ojos sombreados por las cejas fuertes, definidas, montunas, la boca con el pequeño rictus del sufrimiento, el desafío y la ironía, pero siempre retadora. Flores y destellos de selvas y animales alrededor de su cabeza, de su cuello erguido, fino, cuello de vida, de dignidad, de corajes épicos. Y en su frente, allí donde los brujos y chamanes ubican vivencias y magias, pintó a Diego Rivera, al que amó con desmesuras y desmesuradas libertades mutuas.

Fue en 1929 cuando se casó con Rivera, en el mismo año en que el pintor se fue del Partido Comunista. Ella lo siguió. Viajaron a Estados Unidos, donde Frida vendió algunos cuadros. No fue un paso fácil, para ninguno de los dos. Su formación se estrelló con los trazos de un sistema que no valoraría precisamente las inquietudes sociales y libertarias de ambos.

Ya en 1934 regresan a México. Es otro tiempo, otras turbulencias. Ninguno de los dos podía imaginar que terminarían alojando, en su casa, nada menos que a León Trotsky, cuando estallan las crisis internas en la Revolución rusa, y llega, como un náufrago político en 1937, para asilarse en México.

La vida de Frida seguía cosechando tormentas. ¿Hubo, en realidad, amores entre Frida y Trotsky? No importa del todo esa historia. En realidad, en ese tiempo apasionante de una mujer que lo desafiaba todo, incluyendo la enfermedad o la muerte de una parte de su cuerpo, todo era posible, natural y a veces desolador.

Con la misma energía de siempre, Frida participó activamente en el desarrollo del trotskismo en México. Pero también —y en esto desata toda su pasión y su vehemencia— la Guerra Civil española la encontrará en las calles, en las plazas, en los sindicatos.

Es la epopeya y ella trabaja incansablemente, comunicándose con el mundo para lograr solidaridad con los que luchan por la República Española. Aquella guerra y aquellas magias son como trazos de su propia vida. Frida pintaba, afiebrada y volcánica, como vivía, o serenamente, cuando iba hacia adentro de ese cuerpo siempre atormentado, al que alzaba en sus manos y trazos como una extraña ofrenda.

En 1938 conoció a André Breton, quien la instó a exponer en París, adonde fue Kahlo, encantando al ambiente cultural parisino. Antes, había expuesto en Nueva York. Pero fue en París donde se convirtió en leyenda en los círculos intelectuales, que cautivó y conmovió. Se dice que Breton la decepcionó.

Su apasionada vida con Rivera, sus celos y desafíos, sus guerras y los sufrimientos de un amor sin límites, pero también abierto, concupiscente y cómplice de las pasiones de ambos, los llevó al divorcio en 1940, para volver a casarse sólo un tiempo después.

Dos años más tarde, en 1942, Kahlo se convierte en una de las fundadoras del Seminario de Cultura Mexicana, y ya alejada del trotskismo, que la desencanta, ingresa en 1943 como profesora en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda”. Allí, sus alumnos forman un grupo que se conocería en México como “los fridos”. Bajo su dirección, el grupo decoró magníficamente La Rosita, una pulquería (donde se vende el típico pulque, bebida popular mexicana), y lavaderos públicos, en Coyoacán, uno de los barrios más bellos de la capital azteca. En 1946 Frida Kahlo recibió un premio oficial por Moisés y sólo dos años más tarde, en 1948, reingresa al Partido Comunista, al que perteneció hasta su muerte. En 1953 expuso finalmente en su país, en la galería de Arte Contemporáneo de la capital mexicana. Fue la única exposición que realizó en vida en México. Allí se vieron los retratos de Rivera y los de ella misma, los que trazó sobre su cuerpo atormentado, agobiada por padecimientos físicos y numerosas intervenciones quirúrgicas que la fueron postrando casi definitivamente. Todo estaba reflejado con la intensidad de grito contenido, pero también con la maestría del artista sin concesiones: refinamiento, precisión, intensidad artística, la misma que perdura en esos 150 cuadros, que hoy dan vueltas por el mundo.

En 1954, poco antes de su muerte, asistió en silla de ruedas, soportando dolores físicos, a una manifestación contra el golpe de Estado y la invasión a Guatemala, cuando fue derrocado Jacobo Arbenz, en una conjura de multinacionales fruteras y la CIA estadounidense. En ese entonces México fue el único país que no convalidó la infamia en la Organización de Estados Americanos (OEA); Argentina se abstuvo.

Muchos artistas y políticos la recuerdan aún en esa manifestación, cuando nadie pudo convencerla de que era arriesgado, que podían suceder tumultos. Ella hizo cargar su cuerpo liviano, se vistió bellamente como siempre lo hacía cada mañana y fue —encabezando la protesta— a reafirmar que su pensamiento, su decisión política, su coherencia con la vida misma estaban intactos, a pesar de que ya olía la muerte. En la soledad de su cuarto de enferma la adivinaba.

De esta Frida, muchos no hablan ahora. Esa Frida no se aviene a las “necesidades” del mercado. Esa Frida se escapa de las ambigüedades del posmodernismo del subdesarrollo, y por lo tanto infinitamente más empobrecedor y más cercano a la poscolonización, que Kahlo hubiera despreciado profundamente. La identidad de la pintora es su propia obra. Mucho se ha escrito sobre Frida Kahlo en el mundo, pero nada mejor que lo que se ha dicho sobre ella en su propio país.

Los secretos

Recientemente salió a luz, a través de las diversas biografías, la historia del que pudo haber sido el último gran amor de Frida: el pintor catalán José Bartolí. Exiliado en México después de la Guerra Civil española, el pintor conoció a Frida. Fue el hechizo, el fuego, la ternura, como él mismo decía cuando hablaba de ella con un gran res-peto por su inteligencia y su arte.

Muchos años después, enfermo y casi ciego, regresó Bartolí a Barcelona para “enterrar el amor de su vida”, según dijo. Llevaba un baúl con cintas de seda, dibujos, pañuelos y una cantidad de textos dedica-dos por Frida Kahlo. En 1946 Frida escribía a su amiga norteamericana Ella Wolfe sobre un gran amor de ese momento: “es la única razón que me hace sentir de nuevo con ganas de vivir”, le decía, rogándole silencio en torno a esto. Este silencio perduró desde 1946 hasta septiembre de 1998. Durante 16 años, el baúl de gruesas maderas que Bartolí dejó en el taller de su sobrino Salvador, permaneció cerrado. Fue abierto en 1995, después de la muerte del pintor, quien pasó sus últimos momentos en Estados Unidos. Entonces algunos de los pocos que compartieron respetuosamente el secreto de aquellos amores, comenzaron a hablar. (…)

Cronista de nuestro tiempo

Stella Calloni eligió sus propias charlas con Gloria Gaitán, Fanny Edelman, Gladys Marín, Danielle Mitterrand, Nélida Piñón, Nidia Díaz, Rigoberta Menchú, Sara Méndez y Olga Orozco, y luego resolvió contar las historias de Manuela Sáenz, Frida Kahlo y Rosario Castellanos, para darle forma a “Mujeres de Fuego”, que publicó Ediciones Continente. Julio Ferrer y Héctor Bernardo, en un trabajo que cuenta la historia de la propia Calloni, la definieron como una «Cronista de nuestro tiempo». Escritora, editora y directora de revistas. Es corresponsal en América del Sur del periódico La Jornada, de México. Sus obras publicadas: Poesías, Los Subredes (1975); Cartas a Leroy Jones (1983), y Poemas de Trashumante (1998). Cuentos: El hombre que fue Yacaré (1998), finalista en el Concurso Casa de las Américas, La Habana, en 1992. Investigaciones: Los años del Lobo, Operación Cóndor (1999), Memorias del transhumante (2002); Argentina de la crisis a la resistencia (2002); Que son las Asambleas Populares (en coautoría-2002); Reconolización o independencia (2004); Operación Cóndor, Pacto criminal (2005); Evo en la mira; Dea y CIA en Bolivia (2008); Macri lo hizo (en coautoria-2016), entre otros.