Se cumplió una década desde que en la madrugada del 28 de junio de 2009, militares entraran a la casa del entonces presidente Manuel Zelaya Rosales a los tiros, para sacarlo en pijama y meterlo en un avión rumbo al exilio en Costa Rica, iniciando la secuencia de golpes de Estado en Latinoamérica en el siglo XXI, que continuaría con Fernando Lugo en Paraguay en 2012 y Dilma Rousseff en Brasil en 2016, sin contar diversos intentos fallidos en el continente.

La excusa de los golpistas fue que Mel, como se lo conoce cariñosamente, se quería reelegir, lo que –en teoría– está prohibido por la Constitución. Lo paradójico de ese argumento es que en noviembre de 2017, el entonces –y actual– presidente Juan Orlando Hernández se presentó para un segundo mandato sin que hubiera ninguna queja de todos aquellos sectores que habían promovido la destitución en 2009. Incluso el proceso electoral que llevó adelante JOH estuvo tan salpicado de acusaciones de fraude, que hasta la Organización de los Estados Americanos (OEA) emitió un comunicado asegurando que no podían garantizar la transparencia del resultado.

Es que sospechosamente se cayó el sistema de conteo de votos cuando JOH iba perdiendo por cuatro puntos y recién regresó dos días más tarde con una sustancial modificación de lo que se había considerado una tendencia irreversible. La población, entonces, se volcó masivamente a protestar. La respuesta estatal fue una brutal represión que terminó con al menos 22 muertos por balas militares, cifra confirmada por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

Se trata de los mismos militares que el pasado lunes violaron la autonomía de la Ciudad Universitaria en Tegucigalpa y al día siguiente en San Pedro Sula, disparando balas de plomo e hiriendo a varios estudiantes que protestaban en marco de las movilizaciones que hay desde hace más de dos meses por el intento de privatizar los sistemas de educación y salud.

Honduras es un país con un 40% de indigencia, un nivel de impunidad del 95% y una de las tasas de homicidios más altas del planeta, donde matan a una mujer cada 14 horas. Fue lo que le sucedió a la militante social Berta Cáceres, asesinada en marzo de 2016 por miembros activos del ejército en coordinación con altos cargos de la empresa hidroeléctrica DESA, por defender un río y el derecho de los pueblos indígenas a ser consultados antes de que se instalen en su territorio proyectos extractivistas.

Otrora fundador del término «país bananero», el Producto Bruto Interno (PBI) de Honduras depende hoy en un 20% de las remesas que envían los hondureños que viven en el exterior. A mediados del año pasado comenzaron a salir las famosas caravanas migrantes, cuya única novedad es que ahora la gente no se va a escondidas, sino en grupo, para sentirse más protegida y para no tener que pagarle miles de dólares a un «coyote» por atravesar el desierto de México, cruzar el Río Bravo y con suerte, conseguir un empleo para sobrevivir en Estados Unidos y poder mandar ahorros a sus familias. Ya no sólo se van los hombres, sino ahora también familias enteras, con niños pequeños en cochecito o en los brazos de sus padres. A algunas familias no les quedan ni parientes a quienes enviarles plata en un país convertido en exportador de mano de obra barata.

En Estados Unidos también se encuentran –y no de vacaciones– el exdiputado y hermano del actual presidente, y el hijo del presidente anterior. Fueron detenidos por la DEA y están acusados de ser narcotraficantes a gran escala. A Tony Hernández lo señalan de haberse convertido en el Pablo Escobar hondureño, al punto de haber usado un submarino de la Armada para llevar cocaína hasta la frontera norteamericana. Informes del Departamento de Estado aseguran que el paso de droga por el país centroamericano se duplicó desde 2010 –justo después del golpe–, convirtiéndolo en el lugar ideal para esa clase de negocios y en un infierno para todo el resto de la población, que desde hace una década ha entregado su vida en un intento por recuperar la democracia. «