«Hace muchos años un gitano discutió con Dios. Dios se enojó, le pegó un revés y el gitano cayó del Cielo sobre la Tierra. Después Dios revoleó a su mujer y luego revoleó su carromato. El gitano puso a su mujer dentro del carromato, puso el carromato sobre el macadam y empezaron a recorrer el mundo. Durante el día fabricaban fuentones, pailas y jofainas y se llenaba el carromato de cacharros. Durante la noche fabricaban hijos. Con los años el carromato se llenó de cacharros y de hijos y cada vez que daba un barquinazo caían tres o cuatro cacharros y tres o cuatro hijos. Así se fue llenando el mundo de gitanos». Este breve cuento pertenece a la literatura oral gitana y recibe el nombre de poviaste, pequeños relatos que se contaban al anochecer junto al fuego. 

Quien lo narra junto al grabador que exhibe un punto rojo, una ínfima fogata cautiva que indica que está registrando las palabras, es el escritor argentino de origen gitano Jorge Nedich. Mucho antes lo contaron sus ancestros, que entre 1380 y 1868 fueron esclavos en Rumania. Como todo el pueblo gitano, también ellos perdieron la lengua rom para adoptar la del lugar del mundo al que los llevaron sus carromatos. Pero los relatos de origen atraviesan el tiempo y los idiomas con la inclaudicable obstinación de toda diáspora. Se cree que en el siglo XIII los gitanos abandonaron la India para dispersarse por el mundo y en el mes de septiembre de 2017, en el siglo XXI, el grabador expulsa de sus entrañas metálicas el cuento que guardó hace unos días en un departamento de Buenos Aires, pero que nació en la noche de los tiempos en un lugar lejano. 

El abuelo de Nedich fue un gran narrador oral. Él también lo es. Recita versos y narra poviaste para difundir su cultura. Fue nómada durante su niñez y su adolescencia, entró a la universidad sin haber ido a la escuela, se convirtió en escritor, creó una editorial y dice no extrañar la carpa que fue su casa durante su vida trashumante. La literatura, después de todo, también es una forma de viajar.

–¿Cómo fue tu infancia nómada?

–Andábamos por toda la provincia de Buenos Aires. Yo nací en Sarandí, en el hospital Jaramillo. Vivimos de ese modo hasta que tuve 17 años, momento en que mis padres deciden instalarse y compran un terreno en Quilmes Oeste. Allí plantamos la carpa y después comenzamos a construir muy de a poco. Por el nomadismo, no me escolaricé. Intenté dos o tres veces ir a la escuela, pero siempre íbamos y veníamos, por lo que fui al colegio apenas unos días. De todos modos, algo me quedó y empecé a preguntar, por ejemplo, qué formaba la «m» con la «a», y así fue aprendiendo a leer.

–¿A quién le preguntabas?

–A los seis o siete años vendía en los trenes. Aprendí preguntándoles a los chicos que vendían conmigo, que no eran gitanos, porque ellos sí leían entre tren y tren. Al principio vendía bocaditos Holanda y luego unos saldos de una historieta, Afanancio, saldos de una especie de imitación de El Tony y Dartagnan, Killing y unos libros de Constancio Vigil. Por decirlo de algún modo, tenía la ficción en mis manos. 

–¿Tus padres sabían leer?

–No, nadie de mi familia supo leer. Comencé a tener problemas en la adolescencia cuando quise empezar a leer libros, porque no distinguía entre sábana y sabana. Como no conocía la tilde y no sabía el valor de la puntuación, no entendía nada. Eso hacía que tuviera lecturas muy disparatadas. Con la historieta no me pasaba lo mismo porque con los globos, las figuras y las frases cortas me resultaba más fácil. Pero creo que en cierto modo eso fue bueno porque en mis lecturas producía muchos delirios y eso aceleraba mi imaginación. Así fue como empecé a escribir. Lo hice con la idea de escribir claro porque para mí, como no entendía, los libros estaban mal escritos. De ese modo, buscando la sencillez, fui haciendo un estilo. Después descubrí la importancia de quedarse en el detalle, fui buscándole la vuelta. Más tarde, siempre a través de la escritura, me interesó profundizar en las miserias humanas, en las dudas, en las inquietudes. Eso me fue llevando al libro. Publiqué el primero a los 34 años. Se llamaba Gitanos para su bien o su mal. Me lo publicó Torres Agüero. Algunas menciones y premios hicieron que me sostuviera como escritor profesional pero siempre con una suerte esquiva.

–¿Por qué?

–Porque los libros se venden pero no tanto como para vivir de la literatura. Yo escribí trece libros, cinco de ellos para chicos, que firmé con seudónimo. A los 39 años entré a la carrera de Letras sentando un precedente jurídico y al año y medio comencé a trabajar en la carrera. 

–¿Cómo entraste sin haber ido a la escuela?

–En una época existía lo que llamaban la «Ley Duhalde», que permitía que toda persona que no tuviera el secundario completo, dando un examen de ingreso pudiera cursar una carrera regular en la universidad. Yo me presenté, me dieron los libros que tenía que leer y la fecha del examen. Los leí, me presenté y lo aprobé. Después me hicieron la ficha de ingreso y ahí se enteraron de que no tenía primaria ni secundaria, pero ya me habían tomado el examen y lo había aprobado. Tenía la constancia de aprobación y la ley concretamente no me impedía ingresar porque hablaba de los que no tenían el secundario completo, pero no decía nada de los que no tenían tampoco el primario. Y cuando la ley calla, otorga. Eso trajo algunos problemas en el Consejo Académico porque algunos estaban de acuerdo y otros no, pero finalmente terminé el profesorado y ahora estoy terminando la licenciatura. 

–¿Das clases en la universidad?

–No en este momento, pero trabajé muchos años en el ámbito universitario. Di un taller que luego se hizo seminario curricular y dicté un seminario de creación literaria para varias carreras con mucha afluencia de público porque a veces las carreras se afanan más por lo teórico que por la creación. Ahora estoy trabajando en la escuela secundaria como docente de Lengua y Literatura. El año que viene voy a retomar la docencia en la universidad. 

–¿En qué trabajaban tus padres?

–Todos nosotros trabajábamos en la venta ambulante. Los chicos gitanos trabajan desde muy pequeños y no se escolarizan. Con el tiempo mi padre fue fotógrafo de plaza y yo también hice ese trabajo. Sacaba fotos con un pony. Vendí autos y cientos de cosas en la calle o casa por casa. Eso era algo que a mí me dolía porque sentía que quería y que podía hacer otra cosa. Pero no encontraba el camino. Leía mucho.

–¿Cómo era ser lector en una familia que no leía?

–Al principio creían que miraba las figuritas. Pero luego, cuando empecé a leer libros y no historietas no lo podían creer y me pedían que les leyera en voz alta. 

–La escritura despierta desconfianza en los gitanos.

–Sí. Cuando salen de la India y llegan a Europa a principios del siglo XIV, la gente que los expulsaba previamente les leía un edicto o una orden. Les mostraban el papel y a partir de allí los echaban, los metían presos o les quitaban las pertenencias, pero siempre exhibiendo el papel escrito. La palabra escrita era persecutoria, enemiga, mala, ajena. Walter Ong dice que para los pueblos nómadas la escritura es un elemento que reforma y transforma la conciencia del hombre y lo pone detrás de una realidad falsa. La escritura burocrática, la escritura estatal, legal, era violenta con los gitanos. Por eso temían que si aprendían a leerla dejarían de ser gitanos. 

–¿Cuál es la situación hoy?

–El pueblo gitano sigue teniendo una cultura oral y nómada aunque algunos sepan escribir. Intenta preservar la identidad. No evalúa la ganancia de educarse, formarse y tener posibilidades de elección. Estoy intentando llevar la educación a la comunidad gitana y encuentro muchísimos problemas de los dos lados. Los gitanos tienen temor de enfrentarse a lo que creen que les va a hacer perder su identidad. Por su parte, la sociedad no gitana, la comunidad educativa, actúa de manera discriminatoria. La escuela pública rechaza a los inmigrantes, y con los bolivianos y paraguayos ese rechazo es extremo. Imaginate cuando aparece un chico con una mamá vestida de gitana. Eso es no aceparlos, no hacerse cargo de la situación de los 300 mil argentinos de origen gitano que están aquí, según una teoría, desde 1536 cuando llegaron como parte de la expedición de Don Pedro de Mendoza, o desde 1870, según otra, cuando vinieron con la gran inmigración. 

–¿Dónde reside la identidad gitana? 

–En la fuerte conciencia social de grupo, cosa que nos falta a los argentinos que tenemos una fuerte conciencia identitaria pero individual o, en todo caso, binómica: bueno o malo, y lo bueno y lo malo valen lo mismo. El gitano tiene una identidad múltiple, se adapta mejor porque el nomadismo le ha formado una identidad maleable. 

–Se los estigmatiza como ladrones. 

–De casi 300 mil que viven aquí, creo que hay sólo 31 presos. Pero cuando un gitano hace algo que está mal, sale en todos lados. Pero si comete un delito, generalmente es de poca monta y tiene que ver con la subsistencia. 

–¿Cuál es la situación de los gitanos en el mundo?

–Somos el pueblo más discriminado. Nadie nos quiere como vecinos. 

–¿Existen gitanos ricos o es un mito?

–¿Qué es ser rico? ¿Montar un negocio, una empresa, ingresar a una multinacional? El gitano es comerciante y muestra lo que tiene para poder comerciar. Es un vendedor de feria que anda a los gritos, nada más.

–No figurarían nunca en la revista Forbes.

–Tampoco en una revista local como Caras (risas). Algunos logran un buen pasar, pero no tienen mansiones, ni islas, ni chicas.  

–¿Estudiar te alejó de la comunidad gitana?

–Siento orgullo de ser gitano pero no añoro vivir en carpa, ni vender en los trenes, ni pedir en los bares. Soy un ejemplo, y no quiero decir un buen ejemplo, sólo un ejemplo del poder transformador de la educación. Fui analfabeto y ahora soy catedrático. Voy a dar una conferencia a México y un seminario a Sevilla. No me interesa ser nómada pero sí conservar mi identidad. Para mi abuelo las fronteras eran inventos. Y lo son, pero yo me siento argentino y gitano. 

–Fundaste una editorial. ¿Qué te motivó a hacerlo?

–Yo publiqué en Torres Agüero, en Planeta, en Ediciones B, en De la Flor, pero publicar no es fácil. Trabajé como editor freelance, formé parte de una editorial que se llamó La Bohemia y siempre me quedó pendiente la idea de fundar una. En 2014 abrí una editorial que se llama Voria Stefanovsky Editores donde publiqué, entre otros, a Roberto Ferro, a Noé Jitrik, a Osvaldo Gallone. 

–¿Por qué la llamaste así?

–Voria es el nombre de un río de Rusia. Dicen que les daba belleza y sabiduría a los gitanos que se bañaban allí. Entre otras cosas, la palabra «voria» significa «la mejor». Además, es el nombre de una novia que se llama Voria Stefanovsky y que es gitana. Es profesora en la Universidad de Brasilia y la conocí porque hizo su tesis doctoral sobre cuatro novelas, una de las cuales es mía. Luego de una intervención cayó en coma y estuvo seis años así. Hoy despertó y se encontró con que hay una editorial que lleva su nombre y su apellido Quise recordar un río, homenajear a una mujer y, además, es un nombre que me gusta. Con él se puede ser científica, bailarina, espía rusa… «