Que no haya pibes con hambre es una obligación del estado, y quien asuma la responsabilidad de conducirlo sabe que esa debe ser su prioridad, pero eso no puede ser bajo ningún punto una forma de propaganda para ningún sello político, menos aún cuando todavía no se ven resultados concretos.

Que el hambre y la miseria que dejó el macrismo no sea la herramienta de acumulación política de nadie. Ni del gobierno actual, ni de las organizaciones, de nadie, porque nadie come de las fotos ni de las mesas de rosca. Y nadie tampoco debería agradecer algo que es básicamente un derecho humano: comer.

Juan Grabois dice algo fundamental, que es la importancia de diferenciar las herramientas gremiales y reivindicativas que construyen quienes quedan por fuera del mercado formal de trabajo, de lo estrictamente político partidario.

Cuando el progresismo blanco e instruido se cree el «salvador» de quienes se organizan en torno a su realidad buscando soluciones cotidianas para paliar el hambre, estamos en un problema. Quienes venimos de experiencias de militancia vinculadas al peronismo necesitamos hacer todo un proceso para entender esto. Crecimos y naturalizamos, sobretodo, quienes somos del conurbano profundo, que quienes militaban en un barrio tenían la obligación de además «bajar linea». Te doy tal cosa pero vos votá a «X» candidato a intendente o concejal o gobernador porque con él las cosas te van a ir mejor, y te lo digo yo que vivo con asfalto y cloacas mientras vos hace 40 años ves como tu barrio sigue igual de abandonado. Ni los peronistas, ni los radicales, ni los macristas se calentaron en que cuando caen dos gotas vos puedas salir de tu casa, o de que la droga deje de arruinarle la vida a los pibes de tu cuadra, pero haceme caso, la cosa es por acá.

Es una cuestión de clase. De representatividad. De subestimación. Ni siquiera hay mala leche en quienes se conducen de esa forma. Es así, siempre fue así y al parecer nadie se lo cuestiona demasiado. Pero hay que cambiarlo.

Es necesario llamar a las cosas por su nombre y que nadie se disfrace de lo que no es. La lógica del militante anfibio es dañina y poco sincera. En las experiencias militantes, se da un entrecruzamiento de dos mundos distintos, que acarrean historias distintas e intenciones distintas. No hay buenos ni malos, mejores o peores, solo mundos diferentes. Quienes sufren de forma directa, cruda y cotidiana el hambre, la marginalidad y la exclusión y quienes nos conmovemos ante ella sin padecerla en carne propia. Intenciones, en torno a esa realidad y esos dos mundos hay variadas, tanto de unos como de otros. No se trata de romantizar la pobreza y creer que todo el que la padece es un santo ni que quienes no la padecen y solo se conmueven son seres oportunistas y despiadados que utilizan el hambre ajeno para oscuras intenciones de protagonismo o acumulación política. Ni muy muy ni tan tan.

La figura del famoso «puntero político», que cobró protagonismo sobre todo en los ’90 con el menemismo y luego llegó a la cima de la fama en el duahaldismo, fue duramente castigado por el progresismo de clase media de los 2000 en adelante y generó además innumerables estudios de investigación y material de análisis en los claustros académicos, pero a su vez, muchas de sus formas se replicaron e imitaron durante el kirchnerismo por esa misma progresía universitaria que se volcaba a los barrios, incluso con un punto clave en contra: el puntero en general era del barrio, vivía y padecía el mismo abandono por parte del estado que sus vecinos; gozaba quizás de algunos mínimos privilegios extra por haber logrado entrar al mundo de «la política», y si bien en ese momento no había redes donde ostentarla, la foto con el intendente de turno era casi un trofeo para atesorar familiarmente. Pero el trato era sin embargo mucho más horizontal comparado con el que luego tuvieron los jóvenes y soñadores militantes del kirchnerismo 2.0 en los barrios con los sectores populares, distancia que se profundizó luego durante el macrismo cuando la crisis golpeó duro en los sectores que ya venían con altos niveles de pobreza del gobierno anterior. Pareciera ser que si determinada práctica la realiza un «puntero» es clientelismo, pero cuando la realizan universitarios o jóvenes con cierta formación política o simplemente más blancos y lindos es pura y exclusivamente «militancia».

De todos modos, el concepto «clientelismo» también esconde cierta subestimación hacia quien recibe un «beneficio», ya que lo deja en un lugar de sujeto pasivo, desinteresado e ingenuo y no como una parte fundamental y clave en la concreción de esa «transacción», por lo tanto es un concepto bastante ingenuo en algunos casos y un poco gorila en otros.

Sin embargo, las prácticas de utilización del hambre existen y no son patrimonio exclusivo de ningún sector. Pero más grave aún es cuando esas prácticas se constituyen como prácticas masivas y desde el Estado.

El éxito de la AUH, y del rol del Anses durante el kirchnerismo se debió en gran medida a la no intervención de terceros y a su universalidad, lo que hace que quien la recibe la sienta justamente como lo que es: un derecho y no una dádiva del Estado ni un favor de nadie. Además, si bien tiene ciertas condicionalidades cada persona puede utilizar el dinero para lo que considere necesario. De todos modos, se sabe a través de diversos estudios que la gran mayoría de sus «beneficiarios» la utiliza para comprar alimentos. La pregunta es entonces, ¿por qué lanzar una tarjeta alimentaria nueva desde el Ministerio de Desarrollo Social y no cargar esa suma extra de dinero a la AUH? ¿Por qué la gente tiene que tener una tarjeta exclusiva para los alimentos si ya tiene otra que utiliza para ese mismo fin? Sin mencionar el carácter clasista que le da el hecho de que no se pueda disponer del dinero en mano, ni tampoco comprar en los comercios de barrio, lo que deja bastante en desventaja al pequeño comerciante.

La respuesta aparentemente es estrictamente política y tiene que ver con tener algo distinto para mostrar. Si Cristina tiene la AUH, nosotros tenemos esto. No aparecen muchas explicaciones más.

Es difícil pensar que las organizaciones políticas, barriales, las de carácter nacional o municipal no repliquen ciertas lógicas si el propio estado y sus funcionarios lo hacen.

La primera vez que escuche esto de diferenciar lo político de lo social confieso que mi pensamiento fue «pero si lo social es político, todo es político». Y sí, todo es político, pero hay una diferencia entre la política de la solidaridad, comunitaria, aquella que nace por iniciativa de quienes sufren en carne propia la ausencia del Estado y la exclusión del mercado y deciden juntos buscar modos de organización, y aquella que surge con meras intenciones de acumulación de capital político o electoralista. Es fundamental que lo segundo no se apropie ni busque camuflarse entre lo primero. Es fundamental que en la etapa que comienza el peronismo sea como fue históricamente: un movimiento que otorgue derechos y no uno que utilice esos derechos como prenda de cambio. La organización popular de los excluidos debe lograr cada día mayores niveles de autonomía frente a los grandes poderes, sean estos de derecha, de centro izquierda, peronistas o de cualquier tendencia. Porque si no queremos que los grandes grupos económicos se enriquezcan a costa de la miseria de nuestro pueblo, tampoco podemos permitir que ningún político, ningún militante y ninguna organización garantice su capital de acumulación política a costa del hambre de lxs otrxs.

Después de estos cuatro años de terrible sufrimiento para nuestro pueblo, después de que el 1% de la población (Macri y sus amigos) se enriqueciera exponencialmente a costa del otro 99 % y de que el 30% más excluido quedara al borde de un abismo, es fundamental que hoy nadie sienta que debe agradecer nada porque simplemente lo que está sucediendo y debe suceder es que se le devuelva, poco a poco, todo aquello que le sacaron. La justicia social es eso.