Se ha ido en Roma, a la venerable edad de 92 años, un viejo señor con dos alas enormes. El ángel y patriarca del cine latinoamericano, Fernando Birri.

Nacido en Santa Fe, se convirtió en ciudadano del mundo a los 24 años, cuando obtuvo el ingreso a la escuela de cine de Roma, ese Centro Experimental de Cinematografía adonde luego lo siguieron dos grandes escritores: el argentino Manuel Puig y el colombiano Gabriel García Márquez. 

Al contrario de aquel ángel encerrado en un gallinero que interpretaba en su último film de ficción, Un viejo señor con una alas enormes, inspirado en un cuento de su amigo García Márquez, realizado justo hace 30 años, Birri nunca se doblegó a la vejez y hasta parecía haberla derrotado
a través de su constante buen humor, su pícara y socarrona mirada que se escondía bajo el infaltable chambergo y el poncho, y su infinita fe en la humanidad.

Birri, si bien era reconocido por todos como el padre del cine latinoamericano, era más bien un padre putativo y protector, dado que sobre todo sabía abrir el camino a los más jóvenes, creando para ellos escuelas de cine. Desde la primera de la Universidad del Litoral, donde compartía con
sus alumnos la autoría de su primer documental, ese Tire dié que le abrió las puertas del mundo en 1960, hasta la mítica cubana de San Antonio de los Baños, donde se forman las nuevas camadas de jóvenes cineastas llegados de todos los rincones del planeta.

Pero ni el nuevo cine argentino, que en los años 60 se inspiraba más a la nueva ola francesa y al cine de la incomunicación de sabor antonionesco ni el Cinema Novo brasileño (con la única excepción tal vez de Glauber Rocha) y mucho menos el cine allendista chileno, tenían algo que aprender de este joven nacido viejo que se remitía tardíamente al dictamen neorrealista italiano con un retraso de casi veinte años pero recompensado en Venecia en 1962 por Los inundados.

Era más bien sus deudores esa plétora de documentalistas revolucionarios y utópicos que se inspiraban en la gesta castrista y guevarista y que se cobijaban bajo el nombre auspicioso de “Cine de la Liberación” con el boliviano Jorge Sanjinés a la cabeza y sobre todo con Fernando Ezequiel
Solanas, cuyo La hora de los hornos en 1968 encendía las mentes juveniles con la promesa de la lucha armada, reprimida cruelmente con otra escuela, la militar de Panamá, donde Henry Kissinger estaba arquitectando la solución final para la política de los cien fuegos de matriz guevariana.

Pero a lo largo de su obra, Birri nunca insufló la rabia y la llamada a la acción violenta de la que hacían gala sus hijos menores del documental, tanta era la bondad y la generosidad de su carácter.

En efecto, el cineasta argentino fue siempre un utopista y un humanista hasta la médula y nadie logró nunca disuadirlo de su firme convicción de que el ser humano había nacido libre e igualitario y que la lucha para que siguiera siéndolo en edad adulta era un deber para toda persona de bien.
Y es por esta convicción que Birri debe ser homenajeado como un gran maestro no sólo del cine sino también de vida y su muerte, por él soñada tras la de sus grandes amigos, Fidel y Gabo, es una enorme pérdida para todos aquellos que, contra viento y marea, siguen creyendo obstinadamente en el gran destino de la raza humana.

El cine italiano, que lo veneraba no tanto como un padre sino como un hijo tardío y foráneo del neorrealismo, lo llora y le brinda el último saludo con la cámara ardiente que se abrirá el viernes 29 de diciembre, en la sede romana del Archivo Visual del Movimiento Obrero Democrático, que fue la única institución a la que su viuda Carmen dio la noticia de la muerte. También lo recuerda la Casa Argentina de Via Veneto que desde hace tiempo ha bautizado con su nombre a su sala de cine, instituida por el INCAA, donde los romanos pueden enterarse de la nueva producción rioplatense.