La puja entre el gobierno argentino y los acreedores de la deuda pública genera amenazas y condenas de una asombrosa violencia simbólica, ya que involucra de lleno el destino político y social de la Argentina y la ofensiva desatada en todos los planos contra el gobierno del Frente de Todos, que en lo inmediato busca debilitar su energía y capacidad para gestionar la crisis sanitaria generada por el coronavirus y la crisis económica y social que dejó el gobierno de Cambiemos.

Presentada como condición fatal de un país que gasta más de lo que produce, la deuda es una culpa colectiva que todos debemos expiar. Es la condición de sustentabilidad del plan de pagos invocada por ambas partes, que si para el presidente Alberto Fernández significa que en ningún caso se aceptará sacrificar las condiciones de vida y de trabajo de los argentinos para cumplir con los acreedores, para los prestamistas y el coro mediático que los apaña el país debe mostrar un plan económico que garantice solvencia fiscal a cualquier precio.

Como muestra del ánimo hostil con que Wall Street y el mundo financiero recibieron la propuesta que el ministro Guzmán presentó a los fondos de inversión, el diario de negocios La Nación cita a un economista devoto de Milton Friedman y ejecutivo de un fondo de inversión, quien exhibió su perspicacia al opinar que «el mundo demostró que no se deja manipular por las palabras de Jeffrey Sachs o Joseph Stiglitz».

El gurú se refería a los dos Premios Nobel que encabezaron el grupo de economistas prestigiosos que, signo de los nuevos tiempos de pandemia y fabuloso endeudamiento mundial, respaldaron la oferta argentina, a la que consideran “justa y razonable”, sumándose así al amplísimo arco de personalidades e instituciones nacionales y extranjeras que avalaron la posición argentina. La nota de La Nación afirma que “una fuente” de Wall Street definió el pronunciamiento positivo de los 138 economistas como “payasesco”, y destaca que los inversores tildaron a la propuesta de “unilateral, fallida y confiscatoria, que conlleva pérdidas desproporcionadas».

Continuando con las habituales fuentes de ventrílocuo, el diario cita a “un analista de un banco internacional” que se refirió a la minoritaria adhesión de acreedores a esta primera oferta de canje: «Es un papelón. El hecho de que no hayan dado los resultados es porque claramente fue un desastre», dicen que dijo. Y la cita a los dichos de “un ejecutivo de un fondo” le da el cierre imprescindible: «El ala dura no se salió con la suya de ir al default y el Presidente sigue abierto a escuchar.” Frase perfecta para la intención editorial de La Nación y su persistente campaña, desplegada junto con Clarín, para instalar “la nueva grieta”, que sería la que divide en bandos opuestos al presidente Alberto Fernández de su vice, Cristina Fernández, componedor el primero e intransigente e ideologizada la segunda, según la caracterización que hacen ambos diarios. A lo cual, le agregan ahora la imaginaria divergencia en torno a la negociación de la deuda, con la vicepresidenta a favor de no pagarla y el Presidente empeñado en evitar el temido default.

El debate por la deuda infinita pone en juego, además de las condiciones del pago de sumas siderales, el destino del gobierno de Alberto Fernández y el éxito o el fracaso estratégicos de algo que no alcanzó a ser nombrado porque la irrupción del coronavirus lo dejó en suspenso, que es el reemplazo de un modelo neoliberal y neoconservador por otro que se proponga recuperar niveles perdidos de solidaridad y equidad social en todos los órdenes de la vida en sociedad. Por lo tanto, el debate por la deuda contiene una confrontación no sólo económica sino también política, moral e ideológica.

“Las deudas se pagan”, es la frase tan frecuentemente repetida en las redes sociales que, aplicada a las deudas soberanas de los países periféricos, remite al ámbito del honor lo que en la inmensa mayoría de los casos es extorsión, devastación y despojo. Y no se trata solo de las cartas que publica La Nación de militares retirados y de ancianas de apellido ilustre sino de una agresiva inducción del discurso de la derecha económica y política, que transforma el saqueo, del que ella misma es coautora y beneficiaria, en una cuestión moral.

En ese relato, la deuda deviene un estigma que nos infama desde nuestro nacimiento como nación independiente, la condición fatal que se asocia a un estado ineficiente y sobredimensionado que cobra impuestos extorsivos; a la desidia y despilfarro de la política; en fin, a esa perenne decadencia que la nación arrastra desde hace 50 o 70 o 100 años de populismo (la cifra varía según el grado de ignorancia histórica de quien la pronuncia).

La denigración a Stiglitz y Sachs y al pronunciamiento que firmaron juntamente con las lumbreras que los acompañan es parte de esa operación de estigmatización del deudor. Llevar al debate público cuestiones como la ilegitimidad de la deuda, poniendo en cuestión la sevicia de los acreedores que prestan a tasas extorsivas a sabiendas de que los países no podrán pagarlas sin ceder soberanía económica y enajenar sus recursos y el ahorro público, toca uno de los núcleos constitutivos del capitalismo, que es la propiedad. Por eso el odio y el violento desprecio a lo social que subyace en el debate de la deuda.

Antiguamente las deudas privadas se castigaban con prisión, tan infamante como el hecho de ser deudor. Aunque ya no existe la prisión por deudas, la condena moral a los países agobiados por deudas que no pueden pagar continúa como parte de la construcción cultural que trata de imponer que las deudas, sea cual fuere su origen, son algo vergonzoso y humillante, y el acreedor, alguien que reclama lo que es justo y legítimo, por más que esas enormes hipotecas se hayan originado con la complicidad de gobiernos corruptos, de modo que los propios prestamistas, patrones del mercado financiero, recuperan el dinero y lo fugan, para reaparecer después a reclamar como acreedores impagos.

No obstante, la crisis sanitaria mundial ha hecho estallar la contradicción flagrante entre la financiarización absoluta de la economía, que nos llevó a esta catástrofe, y la necesidad y la posibilidad de una apropiación social de los bienes comunes, que nunca debieron ser transformados en mercancía como la salud, la educación y demás derechos sociales que hacen no solo a la condición de ciudadano, que la modernidad instituyó como sujeto de derecho, sino la de todos los seres humanos.