A lo largo de la historia la quema de libros ha sido una constante, lo que no le quita su carácter trágico. Cuerpos y libros perecieron en el fuego en grandes rituales colectivos. Pero cuerpos y libros fueron también enterrados y luego exhumados en busca de aquellos despojos que pudieran romper el silencio que los rodeaba.  

En los años de plomo de la Argentina había que elegir entre el libro o la vida, aunque la opción de hacer desaparecer los libros no ofrecía garantías ciertas de sobrevivencia.

«Entre diciembre de 1975 y marzo de 1976, Liliana Vanella y Dardo Alzogaray enterraron parte de su biblioteca en un pozo de cal en el patio de la casa que estaban construyendo en Villa Belgrano, entonces un barrio de quintas en el noroeste de la ciudad de Córdoba. En agosto, a meses del golpe de Estado, Dardo se exilió en México. Liliana y su hijo Tomás lo siguieron en diciembre. En ese lapso Liliana continuó la construcción de la casa. Luego distintos parientes y amigos la habitaron sin saber de los libros que habían sido escondidos en el patio». Así se cuenta en La Biblioteca Roja. Breve relación de la destrucción de libros, un volumen exquisito, un libro objeto que no le confiere toda la responsabilidad de la narración a las palabras, sino que desde la gráfica misma de su tapa y de su sobrecubierta se presenta como un vestigio, como un cuerpo de papel que estuvo enterrado durante 40 años en una fosa común. El libro publicado por Ediciones DocumentA/Escénicas que dirige la editora, escritora y editora Gabriela Halac es el testimonio de un proyecto colectivo. «Mi trabajo como editora –le dice Halac a Tiempo Argentino– siempre tiene intenciones de diálogo y sentido donde la construcción del dispositivo libro tiene un papel importante en la medida en que lo material cobra sentido y se pone en juego como un espacio de lectura más. Este proyecto tiene un perfil de libro de artista que a mí me interesa mucho. Es un libro que al parecer puede camuflarse como un libro más en librerías pero que tiene algunos guiños que descentran la lectura tradicional. Se pueden leer otras cosas que derivan de la materialidad del libro y no sólo de su contenido textual. En ese aspecto me parecía fundamental que la tapa no fuera la referencia a otra cosa sino que pudiera jugar con ser uno de esos paquetes. De hecho, es el primer paquete encontrado el que nos dio el indicio del sitio del entierro. Me parecía fundamental que la lectura fuera una experiencia y que lo performático de la excavación también estuviera en el campo de la lectura. La sobrecubierta esconde el pozo, al mismo tiempo da instrucciones para enterrar libros. Digo esconde porque nos parecía fundamental que hubiera que ser un poco curioso para llegar a ver esa foto. Creo que la sobrecubierta cumple un rol de documento y ficción a la vez, ya que la charla con las conservadoras de papel está puesta allí casi a modo de diálogo teatral, es la parte en donde el enterrar libros se llena de procedimientos absurdos y complicados. Digamos que para hacerlo bien, no se podría estar en una situación de peligro o apuro dejando en evidencia el absurdo, pero también el aspecto utópico del enterramiento».

Este libro tan singular tiene una larga historia. En 2013 Halac estaba trabajando sobre la biblioteca que su padre había tenido que quemar, cuando Tomás, un amigo que acababa de volver de México, le contó la historia de la biblioteca enterrada de sus padres. Juntos comenzaron a investigar acerca de aquellas bibliotecas perdidas y realizaron entrevistas como las de Dardo y Liliana que figuran en libro. En 2016, se incorporó al grupo Agustín Berti, profesor de Arte de la Universidad Nacional de Córdoba que desde el Conicet había investigado acerca de las dimensiones materiales de la escritura y del futuro del libro como objeto. Además es amigo de Tomás y su familia desde la infancia.

Ocho años después de su exilio, Dardo y Liliana regresaron a la casa de Villa Belgrano bajo un programa de repatriación de exiliados de Naciones Unidas. Buscaron la biblioteca enterrada y lograron exhumar un paquete. El estado de deterioro de su contenido los desalentó tanto que decidieron abandonar la excavación. Además de libros, Dardo y Liliana habían enterrado un revólver pequeño. «Cuando volvimos –le dice Dardo a Halac en la entrevista que figura en el libro–  lo primero que encontré fue un revólver que estaba picado, picado, picado… (…) Si el revólver está así con todo el baño de grasa que le habíamos puesto y envuelto en nylon, pensé, todo lo demás no está».

Allí quedarían los libros que habían formado parte de su existencia. Con el tiempo constituirían una capa geológica en la que sería posible leer –y aquí el verbo leer adquiere su sentido más pleno– la sedimentación de los tiempos violentos, de las vidas rotas, de las ideas pisoteadas.  

Pero 30 años más tarde, la investigación empezada por Tomás y Gabriela cambió el destino de los libros enterrados. Dardo murió el 29 de septiembre de 2015. Exactamente un año después, Tomás recibe una llamada telefónica del Ministerio de Cultura de la Nación que le anuncia que se le otorgaba el financiamiento para explorar el patio de los Alzogaray Vanella en busca de la biblioteca sepultada. La excavación comenzó los primeros días de enero de 2017 con la participación de antropólogos voluntarios del Equipo Argentino de Antropología Forense (Anahí Ginarte, Yamila de la Arada, Flavia Moreyra, Pedro Muller, Ana Sánchez). Hubo que remover cuatro toneladas de tierra y cavar durante una semana para dar con los 16 paquetes ubicados debajo de tres pinos. Todas las etapas del trabajo fueron registrados por Rodrigo Fierro, algunas de cuyas fotos aparecen en esta nota. 

Libros y cuerpos

Los forenses dicen que los cuerpos hablan. Hablan incluso cuando con el paso del tiempo sólo quedan los huesos. Los huesos de la cadera de Laura, la hija de Estela de Carlotto, por ejemplo, dijeron que Laura había sido madre en cautiverio. Y esos huesos tuvieron razón. Estela busco buscó a su nieto hasta encontrarlo. ¿Pero qué dice un libro enterrado durante 40 años? ¿Sigue siendo un libro o ese bloque indiscernible es apenas un testimonio mudo? Halac contesta a esta pregunta desde el libro que editó: «Un libro desaparecido es un libro que se sigue escribiendo, deja de preservar el contenido de sus páginas para dar lugar a la memoria sobre los hechos que llevaron a su destrucción».

Durante la excavación se llevó un diario minucioso: «Día I. 7 de enero de 2017. Comenzamos la tarea a las 9 de la mañana. La primera zona a excavar es el fruto de una caminata que hicieron Liliana y Tomás. El Equipo Argentino de Antropología Forense diseña la cuadrícula con estacas e hilos rojos. (…) Aunque al comienzo era una aventura de quien busca un tesoro, ver un pozo tiene connotaciones trágicas: enterrar al muerto, buscar al desaparecido. El movimiento es de vaivén que resulta en una sensación liminal. Nos encontramos entre el tesoro y el desaparecido, entre la euforia y el luto. Entre la biblioteca y la fosa común.»

De la mayoría de ellos ni siquiera es posible leer el título. Ya no son libros, se han convertido en otra cosa. «Los paquetes se secan, se desgranan fuera del cobijo de la tierra.Intento describir lo que veo: paquetes de tierra, atravesados por raíces, pegados a una base de ladrillos, aplastados y amalgamados al suelo, varios de ellos meteorizados, otros en bloque prometen algo de papel».

¿Qué hicieron con esos libros recuperados? Halac le contesta a Tiempo: «Sólo uno de los paquetes exhumados, que era el volumétricamente más grande y que por lo tanto era de difícil manipulación, se abrió y de él extrajimos algunos libros de los cuales pudimos saber cuatro títulos: El Anti-Dühring, Materialismo Dialéctico, Cartas desde la cárcel, y Citas del presidente Mao. El resto de los paquetes quedaron tal como estaban, muchos de ellos por su liviandad no prometen papel en su interior. Consultamos a conservadores de papel, archivólogos y paleontólogos y no existen procedimientos ciertos de cómo proceder con este material, quién podría acogerlo como patrimonio, o cuáles serían los modos de conservarlo mejor. Al contrario de un libro que necesita un ambiente seco, estos paquetes con la falta de humedad van perdiendo su espesor. En definitiva la sensación es que rompió todos los esquemas de las ciencias y que entonces desde el campo del arte pudimos revalorizar esos objetos difíciles de nombrar, o definir a qué mundo pertenecen o dónde deberían estar. Como si ante el colapso de la certeza el arte estuviera preparado para alojar la incertidumbre. Para nosotros esos objetos son un vestigio, un rastro de algo que les pasó a muchísimos otros libros que no estamos viendo, pero estos libros aparecieron para cumplir esa función de testimoniar, decir lo que le pasa a un libro enterrado por 40 años, dar espesor al tiempo, a la brutalidad, a la destrucción. En este momento están en posesión de la familia, conservados en vitrinas que construimos para ellos, preservando su condición de objetos antes que su posibilidad de brindar información como libros. De libros seriados ahora han devenido en objetos únicos».

¿Cómo continuará esta experiencia? «Voy a hacer un relevamiento de bibliotecas enterradas en el país –dice Halac– con la intención de hacer un mapeo que ayude a dimensionar cuántas bibliotecas se enterraron y dónde. No tenemos idea, pero sin dudas han sido muchas, ya hubo testimonios de diversos puntos del país que cuentan historias sobre entierros, quemas, pozos con libros, gallineros con las paredes hechas de libros prohibidos…» «