Mauricio Macri es el presidente más poderoso desde el regreso de la democracia. Él y sus pupilos gobiernan los tres distritos económicos más importantes del país –Nación, Capital y Provincia de Buenos Aires–, y en la elección de medio término obtuvo triunfos en los otros dos del top 5: Córdoba y Santa Fe. 

El presidente cuenta con el respaldo de todos los sectores del empresariado –industriales, servicios, finanzas, banca– y selló la alianza con las patronales del campo nombrando como ministro al jefe de la Sociedad Rural. La copiosa emisión de títulos y bonos fortaleció el aval de las organizaciones de crédito –FMI, Banco Mundial, BID–, cuyos representantes se deshacen en elogios al «modelo» PRO. Lo mismo ocurre con buitres y fondos de inversión, agentes con alto poder de influencia entre economistas y politólogos locales con pantalla. 

Macri cuenta con el apoyo explícito –y por momentos obsceno– de la gran mayoría de los medios masivos de comunicación. Por volumen y alcance, sobresale la protección del Grupo Clarín, una relación lubricada con abundantes recursos públicos. Pero el dispositivo de propaganda incluye periódicos nacionales y provinciales, productoras audiovisuales, conductores de radio y televisión, páginas web y hasta blogs firmados por famosos. Según las planillas oficiales, muchos de ellos ven gratificada su simpatía con pauta oficial. Salvo por los beneficiarios, en esa práctica no hubo cambios.

Apenas pisó la Casa Rosada el presidente obtuvo, también, el favor del Poder Judicial. Fieles a sus costumbres, jueces y fiscales arrimaron al oficialismo de turno sus ofrendas habituales: expedientes contra ex funcionarios, opositores y disidentes en general; mano blanda con los imputados oficialistas. Macri, está claro, decidió utilizar a fondo los frutos de esa tradición extorsiva. 

El show de detenciones abusivas sin juicio ni condena de dirigentes sociales, sindicales y exfuncionarios K cumplen una triple función: sacia la sed de revancha de los fanáticos macristas, disciplina a dirigentes con prontuario y esparce una mancha venenosa entre fuerzas opositoras que potencia su fragmentación. 

Estigmatizar para dividir. Y dividir para mandar. Un clásico. 

Pero la campaña del miedo también tiene efectos fuera del ámbito político. Periodistas sienten la necesidad de aclarar que no son «kirchneristas» antes de criticar al gobierno, por temor a perder audiencia, avisos y hasta el empleo. Un chico que fue preso por tuitear debió explicar que «no es k» frente a una avalancha de fanáticos que justificaban su detención. En los albores de un ajuste brutal, los paladines de la República ofrecen diálogo y consenso a punta de carpetazos y ataques troll. Así estamos. «