El concepto de «lavado de dinero» es repetido hasta el cansancio pero poco explicado. «Lavar dinero» es dibujarle un origen lícito a dinero sucio. Estos últimos, generalmente, provienen de la evasión impositiva, de negocios ilegales o de otras prácticas corruptas, tanto públicas como privadas. El concepto de «lavado» deriva de la red de lavaderos de ropa que supo tener la mafia estadounidense: varios negocios de mucho cambio chico, donde podían disimularse inyecciones en pequeñas dosis de capital ilegal enorme, producto de los aprietes o la protección coercitiva, de las drogas o de cualquiera otra acción delictiva. 

Un negocio ilícito, básicamente, es un negocio que está castigado por las leyes en un tiempo determinado. Si es el consumo de alcohol, como ocurrió durante un largo período en la historia en los Estados Unidos, sucio sería el dinero derivado de su comercialización, de carácter clandestino. Puede ser también sucio el dinero generado por el cobro de una coima, donde un funcionario recibe plata para facilitar el acceso de una empresa a determinada renta o contrato derivado de una licitación amañada con el Estado. No siempre los delitos son los mismos ni siempre los hechos que producen ese dinero son delito, esto cambia según las épocas. Por caso, la venta de alcohol ya no se persigue en los Estados Unidos, pero sí en Noruega, por ejemplo. O el soborno, en varios países, hoy trocó en lobby lícito destinado a financiar campañas o partidos políticos, abiertamente. Como ocurre, también, en los Estados Unidos. 

El show de la detención de Julio De Vido puede que tape varios asuntos de interés público: el aumento del ABL, de ARBA, de gas, de luz, de agua, del fútbol televisado y hasta de los créditos para vivienda de acá a fin de año, agenda que es puntillosamente disimulada en el 90% de los medios oficiales u oficialistas. Esto no exime a De Vido, por supuesto, de responder ante el Poder Judicial. La pregunta es para qué sirve o para qué se usó el show montado alrededor de su detención. La causa por la que fue al penal de Ezeiza no necesitaba de un arresto espectacular, quizá ni siquiera de una detención. Está en proceso y De Vido, como dicen los abogados, estaba a derecho: permanecía ubicable, cumplía tarea pública de legislador, los hechos investigados forman parte de decisiones de política administrativa, todavía no había sido indagado y cada vez que fue requerido se presentó en el juzgado. Podía ser investigado, encartado, procesado y hasta condenado en primera instancia, sin que por eso una patota de Gendarmería fuera a buscarlo como reo a su casa, bajo los focos de la TV. 

Es casi una obviedad señalar que su apresamiento, en el marco de esta causa puntual, obedeció más a la coyuntura política, 72 horas después de las elecciones, que a la inauguración de un mani pulite moralista teñido de amarillo. De Vido es un apellido tan negativamente connotado desde hace por lo menos una década, que podría haber sido detenido por un estornudo sin causar sorpresa social. Cuestión que merece análisis complejo. Pero hay que decir que el Estado de Derecho en la Argentina todavía exige que la restricción de libertad de una persona, cualquiera sea, esté fundada en pruebas jurídicamente sostenibles y no en supuestos políticos o propagandísticos. 

No se trata de exculpar a De Vido en este caso, que no es la tragedia de Once ni un hecho de coimas comprobado. De Vido, García o Pérez, si cometen delitos, deben pagar por ellos. Lo que merece atención ahora es el proceso políticamente viciado. La digitación oscura detrás de la decisión, la indisimulada colonización partidaria de otro poder del Estado, como el Judicial, desde la Casa Rosada. La ferocidad persecutoria aplicada a 450 funcionarios de la administración anterior que viven en estado de sospecha, situación penal que se traduce como hostigamiento público hacia todo un colectivo político que gobernó, con sus más y con sus menos, durante 12 años el país, por voluntad popular. 

Parado sobre una avalancha de votos incuestionable, el macrismo acaba de abrir la puerta a la posibilidad de una cacería futura sobre sus propios funcionarios, basada en esta misma jurisprudencia intoxicada de venganzas y oportunismo político. El control sobre Comodoro Py no es eterno y su lealtad es, básicamente, una lealtad a la propia supervivencia corporativa de los jueces. ¿O cómo suponen los actuales funcionarios que van a zafar, por ejemplo, del escándalo de la condonación de deudas del Correo? ¿O del escudriñamiento sobre el aumento de los peajes que precedió a la beneficiosa venta de Autopistas del Sol? ¿O sobre el otorgamiento de rutas a líneas aéreas low cost, ligadas al funcionariado, que compiten con el propio Estado? ¿O lo que está pasando ahora mismo con una conocida red de venta de remedios y golosinas que atiende las 24 horas? 

Decíamos al principio de esta columna que «lavar dinero» es fraguarle un origen lícito a la plata sucia. Comentábamos que la mafia estadounidense montó una red de lavaderos de ropa. De allí el término. ¿Cómo podría llamarse, entonces, la de invertir recursos extraordinarios para hacer campaña proselitista y adueñarse del Estado para, desde allí, dictar normas y leyes que conviertan infracciones o delitos en asuntos no punibles? ¿Qué fue, acaso, la Ley de Blanqueo? Para los no memoriosos, va una ayuda: empresas, amigos y familiares del presidente legalizaron, es decir, introdujeron plata que mantenían en negro, dentro del circuito legal. Cuando se votó en el Parlamento, los legisladores dispusieron que ni empresas, ni familiares de funcionarios podrían acogerse al perdón, pero luego el presidente, a través de un decreto, legisló en contra, algo que tampoco es –hablando en lenguaje republicano– demasiado prolijo. Impresionante maniobra para darle origen lícito a fondos que, de mínima, no venían pagando –evadían o eludían– impuestos. 

En pequeña medida, la sanción de la ley benefició a mucha clase media y clase media alta, que mantiene históricamente sus ahorros (sus canutos) fuera de las pretensiones tributarias del fisco, pero entre todos los elefantes pasó el escandaloso decreto que abrió la puerta a que decenas de empresas y grandes fortunas –entre ellas, la del presidente, su familia y sus amigos–, dejaran de ser evasores o elusores para convertirse en aplicados contribuyentes. Como no puedo contra la ley, modifico la ley y listo. 

Cuando uno dice que hay un show, conviene preguntarse para qué existe ese show. Que distrae, qué oculta, por qué se monta. ¿Cuántos sobreprecios, cuánta obra pública exorbitantemente mal pagada por el Estado, cuánta plata de origen indecible o mafioso, cuánto dinero de las cloacas de Morón, cuánta fortuna producto del contrabando de autos, cuántos fondos previsionales estafados, cuánto billete de empresas del transporte que dibujaban sus subsidios, de un día para el otro, con esa sola y sencilla firma presidencial, pasaron de ser prueba que justificara un reproche judicial a plata lícitamente obtenida que desincrimina a sus portadores? 

Que se hable de De Vido, hasta el cansancio. Que la multitud oficialista llegue al clímax viéndolo esposado. Que disfruten de cada parte médico. Que Elisa Carrió festeje con sidra sin alcohol, si quiere. Que lo condenen por todo. Pero va a llegar el momento en que la sociedad, con su morbo ya satisfecho, tendrá que pensar seriamente en la corrupción. Primero preguntarse y luego responderse cosas básicas, tan básicas como por qué sólo pagan los funcionarios políticos y no los empresarios pagadores de sobornos, por qué en Brasil los empresarios también van presos y acá no, por qué en cualquier país del mundo Panamá Papers fue un escándalo y acá simplemente un trámite para el mismo presidente comprensivo y generoso que ayudó a su hermano, su familia y sus amigos a lavar… sus culpas. 

Eso, a lavar sus culpas. «