El saldo de la violencia en Venezuela es abrumador y las imágenes que recorren el mundo hace unos días servirían para demoler a cualquier gobierno. El gran enigma es cómo puede terminar este proceso de hostigamiento que el chavismo vive desde febrero de 1999, cuando Hugo Chávez asumió la presidencia. Y si la ofensiva opositora no esconde debajo del poncho algo más que lo que denuncia el gobierno.

Todavía las imágenes de Chávez jurando su mandato inaugural se pueden ver en YouTube. «Juro delante de Dios, de la Patria, de mi pueblo, sobre esta moribunda Constitución», decía el joven militar, vestido de austero traje civil para la ocasión.

La reforma constitucional había sido promesa electoral y fue el primer logro de este presidente que forzó tantos avances para la población empobrecida de ese país riquísimo en petróleo. Y que también fue clave para integración regional. La Constitución de Venezuela es un librito de tapas azules que cabe en la palma de una mano y que Chávez regalaba orgulloso a quien lo fuera a visitar.

Garantiza derechos fundamentales y establece para el Estado obligaciones que los sectores más reaccionarios nunca quisieron aceptar. En ese sentido, no hay diferencia con las oligarquías del resto del continente, siempre reacias a respetar derechos y garantías y menos a un rol activo para el Estado, más allá de tareas de seguridad y control social.

La historia argentina, con la derogación por bando militar de la Constitución de 1949 tras el golpe a Perón; las leyes máximas de la dictadura brasileña –que en 1967 puso fin al Estado Populista de 1946 y en 1980 impuso la actual– y la reforma pinochetista de 1980, con resabios que aún hoy limitan la democracia en Chile, son muestras de que la derecha no solo aspira a quedarse con las riquezas del país. También quiere instrumentos que le garanticen un despojo sin consecuencias. Por algo en Paraguay no quiere una reforma, aunque sirva para la continuidad del empresario Horacio Cartes. Por eso en Honduras volteó a Manuel Zelaya, que pretendía un referéndum constitucional, aunque lo hubiese perdido.

El hostigamiento a la revolución bolivariana no cesó desde el primer momento y se recuerda la escalada previa al golpe del 11 de abril de 2002, que por unos días alejó del poder a Chávez. Aquella ofensiva siguió en 2003 y luego con un paro petrolero promovido por la burocracia directiva de PDVSA.

Fue entonces que Néstor Kirchner convenció a Chávez de someterse a un referéndum revocatorio, una figura establecida en la Constitución que con tanto orgullo regalaba. En la consulta de agosto de 2004 participaron como observadores, entre otros expresidentes, Raúl Alfonsín, Eduardo Duhalde y James Carter. Chávez obtuvo más del 62% de los votos.

Desde entonces el chavismo avanzó en la concientización de la propia fuerza, con la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y dentro de las fuerzas armadas en defensa esa perspectiva revolucionaria. Pero la muerte de Chávez fue un mazazo muy fuerte para Venezuela y para toda la región. Por su carisma y también por su audacia para enfrentar las dificultades.

El triunfo de Mauricio Macri les devolvió a las oligarquías regionales el empuje que habían perdido en este siglo. El empresario argentino puso la mira en Venezuela y su presencia sirvió de paso para alentar el golpe contra Dilma Rousseff. Lo demás es historia de estos días.

La Asamblea Nacional, en manos de la oposición desde diciembre de 2015, buscó la destitución parlamentaria de Nicolás Maduro a imagen y semejanza de lo ocurrido en Honduras, Paraguay y Brasil. Luego profundizó el desabastecimiento como contra Salvador Allende en el Chile de 1973. Si no hubo un golpe con todas las letras fue por la tarea del chavismo entre los sostenes populares e institucionales de la revolución. Es que la Constitución fue pensada para impedir este tipo de chirinadas.

Pero cuando miles de personas enardecidas salen a las calles –por más que efectivamente sean instigadas por fuerzas fascistas y formen parte de una monumental operación mediática y de inteligencia internacional– cualquier gobierno se interna en un laberinto. Resulta difícil, por ejemplo, condenar la represión del gobierno macrista en Argentina y mirar para otro lado en Venezuela, aunque los protagonistas sean de sectores sociales opuestos.

¿La salida a ese peligroso encierro sería el llamado a elecciones? Maduro abrió esta instancia el miércoles, ante una masiva manifestación oficialista en Caracas. El riesgo, en este caso, sería que la MUD no reconociera el triunfo chavista, como ya intentó en 2013 cuando Maduro ganó por escaso margen a Henrique Capriles. Y como sigue insistiendo la oposición en Ecuador. Se sabe, la derecha solo tolera la democracia cuando le sirve para mantener los privilegios.

El desafío de la hora en Venezuela es cómo sostener los avances de la revolución bolivariana sin más derramamiento de sangre. Para lo cual es preciso defender las instituciones establecidas en ese librito de tapas azules. El camino recorrido por la revolución sandinista, en sus buenas y malas, puede ser un espejo en que mirarse. «